– Lo que sí puedo decirte es lo siguiente: qué suerte que no llevabas medias debajo de ese vestido, o este jueguito se habría salido de control.
Para su sorpresa, una carcajada se escapó de sus labios.
– Brent -le susurró a su vez, mientras él bebía un trago de su margarita-, no llevo nada debajo de este vestido.
Él se atragantó, respirando con dificultad, hasta que Jorge dio un golpe fuerte entre los omóplatos y le preguntó si se sentía bien.
– Bien, bien -logró exclamar-. Pero acabo de recordar algo que debo hacer.
– ¿Qué? -preguntaron varias voces.
– Yo… eh… necesito ir a casa. Ahora -se aferró de la mano de Laura-. Siento arruinar la fiesta, pero realmente me tengo que ir.
Haciendo caso omiso a los rostros asombrados de sus compañeros de trabajo, empujó a Jorge y a Kevin del asiento, arrastrando a Laura tras él.
– ¿Qué diablos debes hacer en tu casa a esta hora de la noche? -preguntó Keshia. Al lado de ella, Franklin estalló en carcajadas.
– Un proyecto -el cerebro de Brent se negaba a funcionar, y mencionó la primera palabra que le vino en mente-. Estoy cambiando una moldura, y Laura prometió que me ayudaría a elegir la pintura.
– ¿En medio de la noche? -Keshia lo miró con ojos desorbitados.
Brent la miró exasperado mientras buscaba el dinero suficiente para pagar lo que le correspondía de la cuenta.
– ¿De qué sirve vivir en una ciudad grande si no se aprovechan las ferreterías que abren las veinticuatro horas?
– ¿Ferreterías? -Franklin se pasó un brazo por el estómago para amortiguar la risa-. Oh, cielos, qué genial, Michaels. Tal vez yo también deba conseguir algunas herramientas.
Arrojando el dinero a la mesa, Brent tomó la mano de Laura y se dirigió a la puerta.
– Brent, más despacio -le dijo Laura, mientras se tropezaba tras él en el estacionamiento. Antes de que pudiera decir otra palabra, abrió la puerta del vehículo, la metió adentro, y corrió al lado del conductor. En el instante en que cerró la puerta, se inclinó hacia ella, arrinconándola contra el asiento.
– Pruébalo.
– ¿Disculpa? -lo miró fijo, aún jadeando. Ni siquiera estaba segura de cómo había pasado de estar sentada en el restaurante a estar sentada en su auto, pero lo estaba, inclinada debajo de él en la oscuridad. Afuera del auto, oyó música y carcajadas que provenían del bar que se hallaba en el patio. Haces de luz de los vehículos que pasaban ingresaban a través de la ventana trasera del Porsche, iluminándole los ojos. Parecía decidido y completamente serio.
– Prueba que no llevas nada debajo de ese vestido -dijo.
– ¿Cómo pretendes que lo haga? -su corazón latía acelerado, al tiempo que los ojos de él se deslizaban hacia su regazo y volvían a subir.
– Es muy sencillo, Laura. Tan sólo levántate la falda y déjame ver.
– ¡No puedo hacer eso! -lo miró horrorizada por la sugerencia, e increíblemente excitada. Pero peor que su sugerencia era su propio motivo por negarse. Sabía que se moriría de vergüenza si se levantaba la falda y él veía el brillo de humedad entre sus muslos. Entonces sabría cuánto la había excitado en el restaurante.
– ¿Qué sucede? ¿Perdiste el valor? -sus labios se curvaron en una lánguida sonrisa tan cargada de autosuficiencia masculina que quiso borrársela de un plumazo.
Ella lo miró y le dirigió la sonrisa más lánguida y seductora que sabía hacer:
– ¿Quieres ver lo que llevo? Fíjate tú mismo.
– ¿Crees que no lo haré? -sintió como si su corazón dejara de latir, cuando la mano de él tomó el ruedo del vestido, al tiempo que sus ojos seguían clavados en los suyos. Lentamente levantó el vestido hasta su cintura, y la brisa nocturna rozó los rizos entre sus muslos.
La mirada de él se posó en su regazo, y quedó inmóvil.
– Oh, cielos -susurró las palabras con reverencia, y volvió a dirigir rápidamente su mirada hacia la suya. Por un instante, se miraron solamente, y luego buscó su boca con la suya, besándola con una avidez que le cortó el aliento. No pudo pensar, cuando la mano de él se dejó caer el lado del asiento, y el respaldo se reclinó suavemente, deslizándola seductoramente debajo de él. Sus manos se movieron para acariciar sus piernas y estrechar sus nalgas.
Soltó sus labios y apoyó la frente contra la suya.
– Oh, cielos -jadeó, como suplicando fuerzas. Levantó la cabeza, y la miró directo a los ojos-. No te muevas.
Con la cabeza que aún le daba vueltas, permaneció como estaba, recostada en el asiento, con el vestido por la cintura y las rodillas ligeramente abiertas. Girando la muñeca, Brent puso en marcha el vehículo, que se encendió con un rugido y se dirigió a la salida del estacionamiento. Una parte de su cerebro le decía que se sentara derecha, se bajara el vestido e intentara recuperar la modestia perdida. Pero en el instante en que lo intentó, la mano de él salió disparada de la palanca de cambio y se apoyó sobre su rodilla, inmovilizándola. Ella levantó la mirada y lo vio observándola por el rabillo del ojo.
– Oh, no, no lo harás -dijo, de manera juguetona-. Tú comenzaste este juego, y tú lo terminarás. Salvo que quieras darte por vencida ahora.
¿Un juego?, se preguntó. ¿Qué juego? Vagamente recordaba la mirada desafiante que él le había dirigido en el restaurante. Aparentemente esto era un juego para él, un juego excitante y perturbador que ella estaba más que dispuesta a jugar. Sólo quiso conocer las reglas.
– ¿Qué pasa si me doy por vencida?
– ¿Por qué no lo haces y te enteras? -su mano trepó por su muslo para jugar con los rubios rizos. Una llamarada de calor la atravesó, derritiendo sus piernas, que se abrieron aún más. Tal vez fuera una locura, y no podía creer que realmente estuviera haciendo esto, pero jamás se había sentido tan vital como en ese momento.
En la oscuridad del auto, aceptó sus caricias. Gracias a Dios, la casa de Brent estaba a pocas cuadras del restaurante. Aun así, sintió que aumentaba la presión, mientras se retorcía contra su mano, anhelando la descarga.
– Aún no, querida -dijo, lanzando una mirada de costado-. No te perdonaré tan fácilmente.
Ella gimió cuando él levantó su mano para volver a apoyarla en la palanca de cambios. Las ruedas rechinaron cuando giró en una esquina. Luego frenó bruscamente, haciendo que ella se sentara de golpe. Sorprendida, ella fijó la mirada en la oscura silueta de su casa. Luego se abrió la puerta de su lado, y Brent la sacó fuera del auto, entre ayudándola y arrastrándola. La volvió a besar, apretándola con su cuerpo contra el vehículo. Ella sintió su masculinidad contra su estómago, al tiempo que él mecía sus caderas.
Antes de que pudiera deslizar sus brazos alrededor de su cuello, le soltó la boca y la arrastró tras él por el sendero que conducía a la entrada. Ella se rió mientras se tropezaban subiendo las escaleras, hasta la puerta de entrada. Buscó la llave para meter en la cerradura, y maldijo cuando no la pudo hacer entrar. Sintiéndose escandalosa, ella envolvió los brazos alrededor de su espalda, deslizando sus manos contra el pecho de él.
– ¿Qué sucede si eres tú quien te rindes?
– No lo haré -se rió él, luego gimió cuando ella movió las manos hacia abajo, recorriendo su tenso vientre-. Que Dios me ayude.
Como si fuera una respuesta a su plegaria, la puerta se abrió, y se precipitaron juntos a través del umbral. Él giró hacia ella, cerró la puerta y la atrapó contra ella. Su boca cubrió la suya, y sus manos recorrieron sus caderas. Ella sintió que su vestido trepaba por encima de su cintura, sintió que presionaba toda su dureza contra su estómago enardecido. Sólo sus pantalones se interponían entre ellos, pero incluso eso era demasiado. Ella gimió y se frotó contra él, desesperada por desatarse.