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– Oh, eso es lo que todo hombre quiere escuchar cuando está sentado desnudo en la cama con una mujer… lo maravilloso y cariñoso que es otro hombre.

– Lo que quiero decir es que mi intención no es atraparte para que me jures amor eterno. En este momento, toda mi vida es un caos, y sólo puedo manejar el día a día. No pretendo de ti nada más que eso -porque no puedo enfrentar la decisión de elegir entre tú y mi sueño de casarme y tener una familia. Aún no-. ¿Acaso dos personas no pueden vivir el día a día y estar juntos solamente porque disfrutan de su mutua compañía, sin preocuparse de si durará para siempre? -preguntó-. Ya me cuesta bastante pensar en el presente como para siquiera pensar en algo para toda la vida.

– Lo sé. Lo siento -Brent acarició su brazo-. Es sólo que tengo pánico de hacerte sufrir.

– Oh, Brent -apoyó una mano en su mejilla-, no puedes hacer eso, a no ser que te lo permita.

Los segundos pasaron mientras la observó:

– Sólo prométeme una cosa. Prométeme que no cometerás ninguna estupidez, como creer que estás enamorada de mí, ¿de acuerdo?

Las emociones afloraron a sus ojos, pero ocultó las lágrimas con una sonrisa:

– ¿Por qué no te prometo, mejor, que no te echaré en cara ninguna estupidez que haga?

Él la observó detenidamente un largo rato:

– Está bien -dijo lentamente.

– ¿Quiere decir que saldremos como algo más que amigos?

Él la sorprendió con una sonrisa lobuna:

– Quiere decir que no te echaré de mi cama de una patada. Al menos, no por ahora.

– Oye, tú… -empujó su pecho, y luego se rió cuando él atrapó sus muñecas y la atrajo hacia sí. Su boca cubrió la suya, apagando la risa. Ella se derritió en sus brazos, enroscando los suyos alrededor de su cuello.

– Hmmm -él levantó la cabeza para mirar hacia abajo, sonriéndole-. No, definitivamente no te echaré de mi cama de una patada.

– Qué bueno saberlo -dijo, sonriendo ampliamente-. Ya que me debes algo.

– ¿Qué? -la miró con recelo, mientras aflojaba los brazos.

– Pues -ella se enderezó con decoro-. ¿Te acuerdas cuando estábamos…?

– ¿Sí? -él sonrió al verla sonrojarse.

– Técnicamente, tú te rendiste primero.

– ¡No fue así! -dijo, con evidente molestia.

– Dijiste por favor antes que yo -señaló.

– ¿Cuándo?

– Cuando… cuando te estabas desvistiendo… y yo estaba… acostada con… ¡Pues, lo hiciste!

Él pensó por un momento, y luego se rió:

– Tienes razón, lo hice.

– Así que -se sobrepuso a la vergüenza-, ¿significa que puedo hacer lo que quiera con tu cuerpo?

Él cayó hacia atrás sobre la cama con los brazos extendidos hacia los lados.

– Soy todo tuyo.

* * *

Capítulo 21

Ese consejo de Laura de vivir el día a día cambió la vida de Brent. Se preguntó por qué no había adoptado esa filosofía en su vida personal antes, ya que frecuentemente lo hacía en el trabajo para paliar una crisis. Pero era la primera vez que se permitía realmente relajarse a nivel personal y dejar que el tiempo hiciera lo suyo sin estar constantemente preguntándose por el resultado de los acontecimientos.

Por lo general, Laura seguía viviendo en su propia casa con su compañera de piso, un hecho que le provocaba un leve malestar, pero decidió no prestarle atención. Además, los fines de semana era suya. Incluso se había adaptado a que trajera los Rottweilers a su casa, ya que el acuerdo de alquiler estipulaba que se hiciera cargo de los dos enormes perros toda vez que Melody se ausentara de la ciudad por un viaje.

Por supuesto, los perros habían cavado hoyos en su jardín, se comieron un trozo de su alfombra Navajo y rayaron su piso de madera. Pero había descubierto un secreto sobre el trato con perros. Hasta los cachorros más grandes y mimados podían aprender palabras como “siéntate”, “abajo”, y “suelta ese zapato o ya verás”, si se manifestaban las órdenes con autoridad. Para su sorpresa, también descubrió que le gustaba que lo saludaran con entusiasmo y devoción absoluta cuando entraba furtivamente por la puerta de entrada los viernes por la noche. Especialmente porque la presencia de los perros era un indicio de que hallaría a Laura acurrucada en el sofá, en donde se quedaba dormida todos los viernes mientras esperaba su regreso al hogar.

Creyó que no se acostumbraría jamás a la sensación que afloraba dentro de sí cuando, de pie en la oscuridad, la observaba dormir. Entonces, ella despertaba, se estiraba y le dirigía aquella increíble sonrisa de bienvenida, al tiempo que él se inclinaba para besarla. Parecía destinada a sus brazos, cuando la levantaba del sofá y la llevaba hasta su cama. Jamás cesaba de emocionarse ante la manera en que se entregaba generosa y abiertamente a la pasión que compartían. Más tarde, en la oscuridad, cuando ella se acurrucaba contra él y volvía a dormirse, él se quedaba despierto y se preguntaba qué había hecho bien en su vida para merecer a Laura… durante el tiempo que ella decidiera quedarse.

Durante el tiempo que ella decidiera quedarse.

Ese pensamiento irritante apareció cada vez menos, a medida que avanzó el verano. Para mediados de agosto, mientras se dirigía a la oficina donde ella trabajaba para llevarla a almorzar, halló que podía hacer a un lado la preocupación, casi sin ningún esfuerzo. Su vida era casi perfecta. Mientras que no hiciera nada estúpido para arruinarla, no veía por qué no podía continuar todo exactamente como estaba, por tiempo indefinido.

Al entrar en la oficina del doctor, hizo un gesto de saludo con la mano a Tina, la recepcionista.

– Hola, Brent -el rostro de la recepcionista se iluminó cuando lo vio entrar.

– Hola, Tina -sonrió a su vez. Cuanto más conocía a las colegas de Laura, menos se preocupaba por el lugar donde trabajaba. Al parecer, las mujeres le habían enseñado algunas estrategias básicas para sobrevivir en la gran ciudad, como llevar espray paralizante, estacionar bajo las luces de la calle y jamás dirigirse sola a su vehículo cuando estaba oscuro.

– Laura no tarda en salir -Tina se inclinó hacia delante, sonriéndole con coquetería-. Está con el doctor, intentando resolver un problema administrativo. Por lo que parece, podría tardar un rato. Pero puede hablar conmigo hasta que termine.

– ¿Y correr el riesgo de que te metas en líos con tu jefe? -Brent fingió horrorizarse-. No, prefiero tomar asiento y portarme bien.

Disimulando una sonrisa ante el puchero de Tina, se dirigió hacia la sala de espera. Como era cerca de la hora de almuerzo, el lugar estaba vacío, pero advirtió por los juguetes y los libros desparramados por el piso que habían tenido una mañana movida.

Abriéndose paso entre el desorden, se sentó en una de las sillas para adulto. No parecía haber ningún Sports Illustrated para leer, y no le entusiasmaba demasiado hojear el American Baby. Sobre la mesa maltrecha descubrió una copia de Huevos verdes con jamón de Dr. Seuss, y pensó qué diablos. Jamás había leído un libro de Dr. Seuss y pensó que el momento era tan oportuno como cualquier otro para ampliar sus horizontes literarios.

Acomodándose en la silla, comenzó a echar una ojeada al texto de excéntricos poemas. Cuando ya había pasado algunas páginas, oyó pasos y levantó la vista, esperando que fuera Laura. En cambio, vio a una joven que se dirigía al mostrador para pagar.

Apenas volvió a su lectura, el libro voló hacia delante, golpeándolo con fuerza en el pecho. Sorprendido, se quedó mirando el rostro sonriente de un muchacho que acababa de atropellado.

– Yo ttte conozco -dijo el niño, apoyándose contra las piernas de Brent.

– ¿Oh, sí? -Brent reprimió una carcajada ante la absoluta falta de inhibición del niño.