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– No me provoques -riéndose, dio un paso hacia atrás a una distancia prudencial y rogó que su cuerpo se apaciguara antes de que llegaran los invitados-. ¿Encontraste alguna salsa decente? -preguntó, llevando los boles a la mesada.

– Sabiendo lo quisquilloso que eres, compré tres tipos de salsa -apoyó la bolsa de supermercado al lado de los boles y procedió a sacar un frasco por vez-. Suave. Gourmet. Y tan picante que saca fuego por la boca. ¿Cuál quieres probar primero?

– Dame la picante -movió las cejas.

– Está bien, hombre rudo. Pero recuerda, tú lo quisiste -abrió la bolsa de nachos, metió uno en el frasco y acercó una porción de salsa a su boca con una mano por debajo para evitar que se chorreara.

– No está mal -dijo él, y enseguida sintió el ardor-. ¡Ahhh! ¡Ahhh! Consígueme una cerveza -echando humo por la boca, se dirigió al congelador y desenroscó la tapa de una cerveza fría que provenía de una bodega local.

– ¿Qué? ¿Demasiado picante?

– No, está buena -se echó un trago de la botella-. Pero asegúrate de que Connie no la pruebe. Podría liquidar a una yanqui como ella.

– Oh, no lo sé. Connie es bastante resistente.

Sí, pensó, Connie era dura como el granito por fuera… y un suave malvavisco por dentro. Iba a extrañarla y a todos los demás. Se había hecho más amigos en este canal que en cualquier otro donde había trabajado, principalmente por Laura y su forma natural de relacionarse con la gente.

– ¿Entonces en qué te ayudo? -preguntó Laura, inspeccionando el caos en la cocina.

Él observó todo el trabajo que restaba por hacer. ¿En qué había estado pensando para invitar a todo el canal a su casa?

– ¿En llamar a todo el mundo para decirle que no venga? -sugirió esperanzado.

– Brent -levantó la mirada, exasperada-. No vamos a pasar por esto de nuevo, ¿no?

Aparentemente su expresión delató el estado de sus nervios, porque caminó hacia él y le tomó el rostro entre las manos:

– Escucha -dijo-. No tiene que estar todo perfecto. Aunque la comida sea horrible, lo cual no será el caso, y la casa sea un desastre, que no lo es, la gente se divertirá porque no viene solamente a comer. Vienen porque les gusta estar contigo. La gente te quiere, Brent. Te admira y te respeta. Eso no va a cambiar porque pases mala música o sirvas mala cerveza. Así que respira hondo y relájate.

– Tengo una idea mejor -dijo mientras pasaba un brazo alrededor de su cintura-. Quítate la bombacha.

– ¿Qué? -lo miró fijo como si hubiera hablado en japonés.

– No puedo pensar en lo nervioso que estoy si tú estás en la misma habitación sin bombacha debajo de los shorts.

– ¡Brent! -se rió, diluyendo el efecto de su expresión escandalizada-. No me quitaré la bombacha.

– Vamos, Laura -apoyó la cerveza sobre la tabla de cocina, le besó el cuello justo debajo de la oreja, justo en el punto que le provocaba un estremecimiento de placer-. Anímate a ser un poco atrevida. Dame tu bombacha.

– No -se rió, al tiempo que él la empujaba hacia atrás, besándole el cuello mientras retrocedían-. No… puedo -su cabeza se inclinó hacia un lado, y él pudo acceder con facilidad a su cuello. Aprisionó el lóbulo de su oreja en la boca y lo mordisqueó con sus dientes-. En serio -dijo con la respiración entrecortada-. Me daría demasiada vergüenza.

– Vamos -la persuadió, quitándole la camisa de dentro de los shorts y deslizando las manos adentro para acariciar la piel tibia y desnuda-. Será divertido.

– Brent, basta -se rió, fingiendo protestar y apretando su cuerpo contra el suyo, excitándolo con la sensación de sus suaves curvas contra la dureza de su cuerpo. Él acercó la boca a sus labios y los cubrió con un beso voraz. Ella abrió los labios deseosa, aceptando y devolviendo cada embestida de su lengua. Sus ágiles dedos desabrocharon sus shorts.

Cuando cayeron al suelo, las puntas de sus dedos acariciaron su piel por encima del borde de la bombacha, y luego se deslizaron entre sus muslos, donde halló la tela húmeda. Levantó su cabeza para mirarla a los ojos y la acarició a través de la seda delgada.

– Cielos, te deseo.

Los ojos de ella se dilataron, excitados.

– No tenemos tiempo.

Él echó una ojeada al reloj.

– Tenemos cinco minutos, por lo menos. Es suficiente.

Ella hizo una pausa breve, y luego arremetió contra los botones de su blusa:

– Entonces, apúrate.

Tomó aliento cuando la blusa se abrió y reveló la ropa interior de encaje blanca. La media copa de su sostén apenas cubría los pezones rosados que él sabía se ocultaban por debajo. Con una mano aún entre sus muslos, él inclinó la cabeza para besar la curva de sus pechos justo encima del encaje.

– Me vuelves loco, ¿lo sabes, no?

Un gemido profundo se escapó de su garganta, y ella se apoyó hacia atrás, contra la mesada, abriendo las piernas. Él la frotó con sus dedos hasta que ninguno de los dos pudo aguantar el suplicio, y luego le bajó la bombacha de seda y encaje.

– Oh, sí -jadeó ella cuando la levantó para sentarla en el borde de la mesada. Ella envolvió sus piernas alrededor de sus caderas y alargó la mano para desabrochar el botón de sus pantalones-. Quiero sentirte dentro de mí -le dijo con voz ronca-. Apúrate, Brent. Por favor, apúrate.

Juntos intentaron torpemente desabrochar su pantalón. En el instante en que se abrió, él embistió con fuerza la acogedora tibieza de su carne. Ella dejó caer la cabeza hacia atrás, lanzando un grito ahogado de placer. Reclinada a medias sobre la mesada, con la blusa abierta, él recorrió con sus manos la curva de sus caderas y la suave hondonada de su cintura, mientras se movía dentro de ella. Bajó las copas de su sostén para chupar los pechos hasta que los pezones se irguieron como duras crestas en su boca.

No importa cuántas veces se unían sus cuerpos, él jamás se saciaba de ella. Podía seguir tocándola para siempre y sabía que prefería morir que detenerse.

Las piernas de ella se endurecieron alrededor de las caderas de él, suplicándole un impulso más rápido y más fuerte. Él trazó un sendero con su mano por su vientre y halló su capullo sensible con el pulgar. Ella se arqueó contra él cuando el clímax la sacudió. Él la siguió un instante después, derramándose dentro de ella… y todas sus emociones y lo que no podía decir salió a borbotones para entrar dentro de ella en un instante de placer absoluto.

Agotado, se derribó hacia delante y la tomó en sus brazos. Quedaron entrelazados, jadeando, mientras él la acunaba contra su corazón. Luego, lentamente, él se enderezó para pararse entre sus piernas. Ella se sonrojó un poco, cuando él acomodó el sostén de nuevo en su lugar.

– ¿Fue lo suficientemente rápido para ti? -preguntó, con tono burlón.

– Sí -respondió, sonriendo.

Con ternura, le acomodó el cabello en su lugar y sintió que lo invadía la calma. Ella había aportado eso a su vida, una estabilidad que equilibraba el caos. No podía imaginar que no estuviera allí para sostenerlo. Perderla era inconcebible.

Ahuecó su mejilla y sus ojos le transmitieron lo importante que era en su vida. El temor de contarle sus novedades había desaparecido durante el acto de amor, retrocediendo a la oscuridad en donde pertenecía.

– Laura -dijo-, hay algo que debo contarte.

– ¿Sí? -sus ojos buscaron los suyos. Cualquier barrera que hubiera existido entre ellos se derrumbó en aquel instante, cuando él miró sus ojos y vislumbró su corazón. Ella lo amaba. Por qué, era imposible de saberlo, pero lo amaba con una entrega que lo enaltecía y lo envilecía a la vez.

Respiró hondo, y se preparó para contarle acerca de la propuesta laboral.

– Laura, yo…

Sonó el timbre. Ambos se sobresaltaron, al tiempo que la burbuja en donde se encontraban estalló… y advirtieron que estaban medio desnudos, despeinados, y a punto de ser invadidos por todo el equipo del canal.