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Lo observó frotarse una mano sobre el rostro y supo que no debía temer que le hiciera daño. No importa lo que pensara de sí, no era un hombre que le daría rienda suelta a su ira. Temió, en cambio, sus palabras.

– Está bien -dijo-. Dado que estás decidida a sacarlo todo afuera, te diré de nuevo exactamente lo que pienso. Exactamente lo que pienso. Cada vez que se me cruza la sola idea de casarme, siento una profunda opresión en el pecho y la sensación de que me ahogo. Intenté explicártelo antes; pensé que lo habías comprendido.

Con absoluta claridad, recordó cómo se sentía ella cada vez que pensaba en casarse con Greg: sofocada. Sólo que su aversión era hacia Greg, no hacia el matrimonio. Brent sentía una opresión en el pecho ante la idea de casarse con ella. Las lágrimas le obstruyeron la garganta, al darse cuenta de que realmente no la amaba.

– Entiendo -logró decir, apartando la vista-. Supongo que pensé… Descuida -necesitaba alejarse, rápidamente, antes de que se derrumbara. Ciegamente, caminó a su lado, y se dirigió a la cocina, donde recogió su cartera.

– Espera un segundo -él la siguió, pero se detuvo en la puerta de la cocina-. ¿Qué haces?

– Necesito… necesito irme -ella aferró la cartera al pecho. Había sido una imbécil. ¡Una imbécil absoluta!

– ¡Laura, espera! -se interpuso en su camino pero se detuvo cuando ella retrocedió. Sus ojos cobraron una expresión de terror y de súplica-. ¿Qué haces? No puedes marcharte así sin más.

– No me puedo quedar. No así. No sintiéndome como me siento.

– ¿Cómo qué? Cuéntame -dio un paso hacia ella-. Habla conmigo.

Tragó saliva, lo miró a través de las lágrimas:

– Te amo, Brent. Te amo.

Un silencio absoluto se instaló entre ambos, mientras ella lo miró. Había esperado tanto tiempo para decirlo, y había imaginado un montón de reacciones diferentes. Pero ninguna se parecía ni por asomo a la confusión y al dolor que poblaron su mirada.

– ¿No puedes decirlo, no? -preguntó.

– No es que no sienta afecto por ti -balbuceó-. Tú me importas.

Ella sacudió la cabeza, y sintió que la presión la aplastaba.

– No es lo mismo, y no es suficiente. Si me amaras, te casarías conmigo, sin importar cuánto temor sintieras. Hallarías el coraje… si me amaras.

– Así que ésa es la opción, ¿no? -exigió, y la furia se coló nuevamente en su voz-. ¿Casarme contigo o romper?

Ella apartó la mirada, y supo que lo había perdido.

– ¡No puedo creerlo! -se pasó las manos por el cabello-. Hace tres meses, sentada allí en mi cama, me dijiste que podías manejar una relación de este tipo. ¿Era mentira?

– Hace tres meses no me estabas pidiendo que renunciara a mi empleo y a mis amigos sin ofrecer nada a cambio -le retrucó al instante-. ¿Es demasiado pedir algo tan simple como el amor?

– No tiene nada de simple el amor -dijo-. Y solamente que no pueda pronunciar algunas frases banales o hacer algunas promesas sin sentido no afecta lo que siento por ti.

– Las palabras sí tienen sentido para mí. Y si no lo puedes entender, no tenemos un futuro juntos. -Te amo, Brent Siempre te amaré, pero no permaneceré contigo si no puedes corresponder a ese amor-. No me conformaré con menos de lo que merezco.

Al oír sus palabras, la acalorada pasión desapareció de sus ojos, reemplazada por una frialdad que la heló. Alejó la mirada.

– Sal de aquí -lo dijo tan suavemente, que no estaba segura de haberlo oído bien. Pero cuando se volvió y la atravesó con una mirada que emanaban sus ojos dolidos, ella supo que lo decía de verdad-. Ahora, Laura. Quiero que salgas de mi casa. ¡Ahora!

Ella caminó tropezándose hacia la puerta y se quedó parada un instante en el camino de entrada, con las piernas temblando. Atrás de ella, oyó un estrépito de vidrio, como si él hubiera barrido la mesada con el brazo, y toda la vajilla se hubiera caído al suelo con violencia y se quebrara en miles de pedazos.

De un momento a otro, en un abrir y cerrar de ojos, la vida que compartían juntos se había hecho añicos.

* * *

Capítulo 24

Laura condujo hasta su casa en un estado de shock, rodeando el pantano de Bayou, pasando el restaurante en donde habían hablado de Robby. La explanada que atravesaba la mitad del barrio de Melody parecía abandonada e irreal a la luz de la Luna.

¿Había estado equivocada en decirle a Brent lo que pensaba respecto del matrimonio?

Decidió que no. Al abordar el tema, se había enterado de la cruda verdad. Sentía cariño por ella, probablemente la quería a su manera, pero no como ella deseaba ser amada. Ella era para él lo que Greg había sido para ella. Un consuelo. Algo cómodo. Se merecía más, y se merecía dar más a cambio.

Saber la verdad ahora, antes de entregarse aún más, era lo mejor. Sólo deseó no sentirse tan vacía. Y tan paralizada.

Giró en la esquina en la calle de Melody y vio que el auto de Greg seguía estacionado frente a la casa de Melody: su estado de parálisis desapareció en el acto. Desesperada, pensó por un momento seguir de largo. Lo último que quería en ese momento era ver a alguien, y menos a Greg. Pero ¿adónde iría, entonces, si no paraba?

Resignada, estacionó el auto y bajó. Se quedó parada, escuchando los sonidos nocturnos del viento que susurraba entre los árboles y el canto repetitivo de los grillos. ¿Cómo podía todo parecer tan ordinario cuando su vida se estaba cayendo a pedazos?

Pasó por la verja de entrada e intentó imaginar por qué seguía Greg allí. Parecía haber aceptado que las cosas ya no funcionaban entre ellos como pareja. Era imposible que su idea de ser compañeros de negocios lo hubiera retenido tantas horas hasta su regreso. Especialmente teniendo en cuenta que, si ella y Brent no hubieran roto, no habría vuelto a casa esa noche de cualquier manera.

Desde adentro, oyó algo que sonaba como la música para la meditación. Supuso que Melody lo había intentado todo para ahuyentar a Greg. Estaba sorprendida de que no hubiera funcionado.

Abrió la puerta y halló que estaba a oscuras. Iba a llamar a voces, pero el absoluto silencio que reinaba la detuvo. Con cautela, se abrió paso desde el vestíbulo hacia el salón… y se paró en seco, helada por el cuadro que se presentó ante ella.

Greg y Melody estaban sentados en el piso, uno enfrente al otro, en la posición del loto para meditar. Sus ojos estaban cerrados, sus manos descansaban sobre sus rodillas con la palma hacia arriba. El humo del incienso ascendía en espirales desde un quemador colocado en el suelo entre ellos.

Ambos estaban completamente desnudos.

Desde la habitación de Melody, uno de los perros ladró, y rompió el silencio. Los ojos de Greg se abrieron entornándose, y luego de par en par:

– ¡Laura Beth! -se abalanzó sobre su ropa desechada.

Melody salió de su trance sobresaltada, parpadeando confundida:

– ¿Laura Beth? ¡Oh, Laura! ¿Qué haces en casa?

– ¡Te lo puedo explicar todo! -Greg intentó cubrirse con la camisa y el pantalón.

Una suave risita de histeria se le escapó a Laura. Justo cuando pensaba que no me podía sentir peor… Aunque por qué le dolía verlos juntos no lo supo.

– Oh, Greg, por todos los cielos -dijo Melody-. ¿Puedes dejar de sonrojarte? -como si no estuviera sonrojada a su vez, aunque en menor grado, Melody se puso la camisa demasiado grande que había estado llevando más temprano-. Como si Laura nunca te hubiera visto desnudo.

– Laura, te juro… -ignorando a Melody, miró a Laura con ojos suplicantes-. Esto no es lo que parece.

– Es exactamente lo que parece -insistió Melody, que parecía más irritada con Greg que avergonzada de que Laura los hubiera hallado juntos. Luego advirtió la expresión en el rostro de Laura, y su gesto adquirió un dejo de preocupación-. Oye, ¿no estás enojada por esto, no?