– Hay que cambiar el filtro de gasolina -dijo Earl, limpiándose las manos con un trapo rojo-. Tengo que mandar a pedir uno de Little Rock. Antes del martes, no pueden traerlo.
– Oiga, usted no entiende -dijo Brent-. Tiene que arreglarme el auto hoy, porque tengo que llegar a Beason’s Ferry para las cuatro de la tarde de mañana.
– Oh, sí, lo entiendo -respondió Earl-. Pero en este auto no irá a ningún lado hasta el martes.
– Qué bien -frotándose una mano sobre la cara, Brent echó un vistazo al local, buscando alguna forma alternativa de transporte. El lugar parecía aún más deprimente que cuando se topó con él por primera vez, aunque había estado demasiado cansado para observar el entorno.
Ahora que se había puesto al día con el sueño, no podía creer que había pasado toda la noche en una casa rodante desvencijada detrás del taller. No es que hubiera tenido muchas opciones. El pueblo que parecía un punto en el mapa, era incluso más pequeño en la realidad. Al menos había podido bañarse, afeitarse y ponerse algo más informal que el traje.
No es que nada de eso importara. Lo único que importaba era ver a Laura. Para hacerlo, necesitaba un auto. Dirigió una mirada apenada hacia su Porsche, odiando la idea de tener que dejar semejante joya en manos de Earl. Pero a tiempos desesperados, medidas desesperadas. Y jamás se había sentido tan desesperado en su vida.
– Está bien -sacó la billetera-. Si no puedo usar mi auto, ¿qué medio de transporte me puede facilitar?
– ¿Quiere decir para comprar? -Earl se rió, mientras guardaba el trapo aceitoso en el bolsillo posterior de sus overoles-. ¿Qué cree que es esto? ¿Un concesionario de coches?
– No exactamente -respondió Brent lo más diplomáticamente que pudo. Él sitio parecía un desarmadero, pero seguramente hasta los desarmaderos vendían autos, ¿no?-. Compraré lo que sea con ruedas y que me lleve.
– Le propongo algo, señor -dijo Earl-. No tengo nada para venderle, pero sí tengo un auto que le puedo prestar hasta que el suyo esté arreglado.
– ¿En serio? -Brent observó incrédulo-. Está bien, aunque no tengo problema con pagarle…
– No, guárdese su dinero. Además, estoy en deuda con usted por haberme rescatado de un Día de Acción de Gracias fatal -Earl fue por delante a la oficina a buscar las llaves-. No es que sea gran cosa, ojo, pero lo llevará adonde necesita ir.
A las cuatro menos cinco del sábado, Laura deslizó el collar de perlas que había heredado de su madre alrededor del cuello de Melody.
– Aquí tienes… algo prestado -levantó la vista, y advirtió el reflejo de su amiga en el espejo-. Oh, Melody, luces como una estrella de cine de los años cincuenta.
– Era la idea -Melody dio una vuelta, y luego posó como si fuera Jane Russell en su vestido color marfil a la rodilla. Esa mañana habían incursionado en el salón de belleza de Betty para hacerse un peinado con ondas, al estilo de la época de los vestidos que llevaban.
Mirándose en el espejo, Laura pensó que tenía un aire a Grace Kelly, muy elegante y con clase. Se preguntó qué diría Brent si la viera vestida así. Pensar en ello le produjo el ramalazo habitual en el pecho. El dolor de perderlo no se había morigerado con el correr de las meses. Al contrario, era más intenso.
– Bueno, creo que no tengo que preguntar qué objeto de color azul [6] llevaré -dijo Melody.
– ¿Qué? -Laura miró por encima del hombro y vio la mirada exasperada de su amiga-. Oh, lo siento. -Intentó sonreír con alegría, pero Melody sacudió la cabeza.
– ¿Cuándo terminarás con esta tontería y llamarás al hombre?
Laura se volvió hacia los ramilletes que aguardaban sobre el escritorio del pastor. La oficina que había empleado para cambiarse pareció de pronto excesivamente pequeña.
– Ya hablamos de esto, Melody.
– ¡Y sigues siendo una terca! -gruñó Melody, frustrada-. ¿Acaso no aprendiste nada de la reconciliación con tu padre?
– Por supuesto -Laura frunció el entrecejo mientras enderezaba un pimpollo de rosa-. Me enseñó que a veces hay que dejar que las personas se paren sobre sus propios pies en lugar de hacerlo todo por ellos.
– ¿Y qué me dices de dar el primer paso para reconciliarte con la gente que es demasiado porfiada para admitir que está equivocada?
Las lágrimas que nunca estaban lejos le provocaron un escozor en la garganta.
– No puedo, Melody -susurró.
– ¿Por qué no?
– Porque hay una diferencia sustancial entre mi padre y Brent -inhaló lentamente-. Verás… mi padre me ama.
– ¿Y crees que Brent, no? -preguntó Melody, incrédula.
– Si lo hiciera, habría intentado llamarme por lo menos una vez en estos dos últimos meses -miró a Melody, suplicándole en silencio-. ¿No lo crees?
Melody sacudió la cabeza.
– Lo que creo es que el hombre está sufriendo tanto como tú.
Laura apartó la mirada, al tiempo que la culpa se superponía al dolor que sentía. ¿Tenía razón Melody? ¿Estaría sufriendo también Brent? Pero si lo estaba, ¿por qué no llamaba?
– Lo siento, Mel. Esto es lo que menos deberíamos estar discutiendo el día de tu boda.
– Oh, Laura -Melody hundió los hombros-. El mejor regalo de casamiento sería una promesa de llamar a Brent, sólo para saber si es posible que vuelvan a estar juntos.
– No puedo, Melody. Es imposible.
– ¿Tan convencida estás de que dirá que no?
Laura asintió.
– ¿Sabes? -dijo Melody, con las manos en las caderas-. Durante todos estos meses, te he escuchado decir lo maravilloso que es Brent, si sólo creyera en sí mismo. Pues, tal vez sea eso mismo lo que tú necesites, Laura, creer en ti misma. Eres una persona increíblemente buena, inteligente y divertida que merece ser amada. Que es amada. Por mucha gente. Incluyendo a Brent.
Laura quería creer desesperadamente en sus palabras. Antes de poder decirlo, se oyó un golpe en la puerta.
– ¿Está lista la novia? -preguntó el pastor.
Melody saltó en el aire como si la hubieran pinchado con un alfiler.
– Oh, Dios mío, ¿ya es la hora? ¿Me veo bien?
– Te ves fantástica -le aseguró Laura, y dejó a un lado su propio dolor para concentrarse en la felicidad de su amiga-. De hecho, te ves despampanante. Así que, ¿qué dices si vamos a casarte?
Brent apretó el volante más fuerte. Debió haber llamado. La idea le dio vuelta en la cabeza por enésima vez, al tiempo que conducía por la autopista interestatal, acelerando el Ford Pinto del setenta y seis a todo lo que daba. La ventana del lado del conductor no cerraba, y la puerta se sostenía con alambres. Aun así, si no fuese por la rueda pinchada, habría llegado con tiempo de sobra. Echó una ojeada a su reloj, y advirtió que el casamiento comenzaría en cualquier momento, y todavía le faltaban diez minutos para llegar a la Primera Iglesia Metodista.
Si sólo hubiera llamado. Pero lo que tenía que decir era mejor decirlo en persona… no por teléfono, mientras intentaba cambiar un neumático sobre la banquina de la carretera. Levantó la vista, vio el letrero que indicaba el límite de la ciudad, y lo invadió el alivio. Tal vez llegara antes de que terminara la ceremonia, antes de que el pastor declarara a Laura la esposa de otro hombre.
– ¡Date prisa! -animó al vehículo, para que fuera más rápido. Justo en ese momento, lo encandilaron unas luces reflejadas en el espejo retrovisor. Levantó la vista y vio un destello de luces rojas y azules.
– ¡Maldición!
Jamás podría dejar atrás al patrullero con su Ford averiado. Aunque advirtió que no hacía falta dejarlo atrás… sólo tenía que seguir andando hasta llegar a la iglesia. Entonces quien lo seguía podía hacerle todas las multas que quisiera, o meterlo en la cárcel, ya no importaba. Siempre que pudiera detener el casamiento antes.