– ¿Ese fue el trato, no? -preguntó-. ¿Una noche de parranda con una hermosa mujer, gentileza de Beason’s Ferry?
– Bueno, no estoy tan segura de si habrá una hermosa mujer -intentó inútilmente no sonrojarse-, pero serás bien alimentado.
– No veo la hora -la desconcertó moviendo las cejas.
– ¿Puedes dejar de hacer eso? -ella se rió y le dio un suave puñetazo en el brazo.
– ¡Oh! Me lastimaste -se tambaleó hacia atrás, con la mano sobre el brazo que le había pegado.
– Sólo recógeme a las siete -suspiró.
– Lo que digas, chiquita.
La palabra la puso tensa.
– Sí, bueno, te veré entonces, Zartlich.
Al volverse para partir, se reprochó a sí misma tanto nerviosismo. A pesar del doble sentido de la conversación, sabía que Brent había estado bromeando. Evidentemente, seguía pensando en ella como una hermana menor.
A las siete menos cinco, Laura miró fijo la pila de ropa desparramada sobre el edredón de broderie blanco de su cama con dosel. La situación era desesperante. Completamente desesperante. No tenía absolutamente nada que ponerse.
¿Por qué no compré un vestido nuevo?
Porque todo el pueblo se habría enterado y reído a sus espaldas. Pobre Laura Beth, cree que Brent Michaels la elegirá. Sólo que… la había elegido.
Y ahora no tenía nada que ponerse.
Por tercera vez, tomó el vestido negro con el escote drapeado y las mangas tres cuartos. Parada delante del espejo de pie, lo sostuvo frente a ella. Parecía lo que era: un vestido para entierro. Tal vez pudiera alegrarlo un poco con algunas joyas… y entonces parecería que se estaba esforzando demasiado.
Arrojando el vestido negro sobre la silla blanca de mimbre, estiró el brazo para tomar un chemisier de algodón rosado con el cuello de encaje. Analizó su reflejo; luego se hundió en la desesperación. El vestido lucía más apropiado para un té al atardecer que para una invitación a cenar.
Necesitaba algo sofisticado… no primoroso. Algo sugerente… pero no demasiado sugerente. ¡Algo sexy! Toda mujer tenía al menos un vestido sexy en el ropero, ¿no? Desesperada, se volvió hacia la cama, con la esperanza de que apareciera mágicamente algún vestidito ceñido en color rojo.
– Mmm, mmm, muchacha, ¿acaso no te has vestido todavía?
Laura echó un vistazo hacia arriba:
– Clarice, qué suerte que pudiste venir con tan poca antelación.
La criada de edad se acercó para arreglar la ropa sobre la cama.
– ¿Por qué estás ordenando el ropero justo ahora?
– No te preocupes -le hizo un gesto a la mujer para que lo dejara-. Lo recogeré todo después. Ahora, prefiero que te ocupes de la comida. Papá se ha estado quejando desde hace una hora.
Tomando un traje azul marino, Laura se volvió hacia el espejo. Siempre había pensado que el traje era un tanto conservador, hasta para ella, pero los hombres a menudo le hacían cumplidos cuando lo usaba.
– Si conozco al doctor Morgan -dijo Clarice-, no está quejoso porque tiene el estómago vacío. Está quejoso porque su bebé está por salir con un hombre. Un hombre de verdad.
– Clarice -Laura se sonrojó-. Ya he tenido otras citas.
La mujer resopló groseramente, y Laura la ignoró. A Clarice le gustaba pensar que era una criada demasiado apreciada para ser despedida. Y lo era… aunque ciertamente no por sus habilidades domésticas. Venía dos veces por semana para limpiar desde que Laura pudiera recordar. Con el tiempo, Laura pasó a considerar a esta mujer mayor como una amiga. Una madre sustituta. Jamás la podría despedir, aunque Clarice se había vuelto demasiado grande como para hacer otra cosa que sacar el polvo. Clarice tenía nietos que mantener y una espalda achacosa. Además, a Laura no le importaba realizar las tareas domésticas más pesadas, sin reducir la paga de la mujer.
El ruido sordo de un motor se oyó por la ventana abierta. Presa del pánico, Laura corrió para echar un vistazo afuera y vio un Porsche amarillo deslizándose en la entrada.
– Oh, no -resopló mientras aferraba a las cortinas transparentes contra su pecho-. Llegó demasiado temprano.
– Me parece que la que está retrasada eres tú.
Laura echó una mirada rápida al reloj de oro en su muñeca.
– Tienes razón, Clarice -le dirigió una mirada desesperada a la criada-. ¿Me harías un favor, y correrías abajo a abrir la puerta antes de que lo haga mi padre?
– Como quieras, aunque espero que salgas usando algo más que eso -la mujer miró el portaligas color crema de encaje y satén que sostenía las medias con ligas de Laura.
Laura se sonrojó. Su preferencia por la ropa interior sensual era sólo una pequeña rebelión, que prefería que su padre desconociera. Si imaginara lo que usaba debajo de su vestimenta formal, creería que había heredado el lado salvaje de su madre.
– Por favor, ¿la puerta, Clarice?
– Ahí voy, ahí voy -protestó la mujer-, pero si fuera tú, usaría el traje azul.
– ¿No crees que luce demasiado severo? -preguntó Laura, observando el traje con el entrecejo fruncido.
– ¿Con lo corta que es la falda? -Clarice lanzó un cacareo, y sus ojos brillaron con picardía-. Un par de piernas hermosas como las tuyas están hechas para ser mostradas. Además, no está de más promocionar la mercadería, si sabes a lo que me refiero.
– ¡Clarice! -Laura comenzó a reprenderla, pero la mujer ya se había marchado por el pasillo. Miró rápidamente el traje azul oscuro. ¿Era por eso que a los hombres les gustaba el conjunto? ¿Por qué lucía sus piernas?
De sólo pensar en que le estaría mostrando las piernas a Brent, el corazón comenzó a latirle con tanta fuerza, que casi desiste de usarlo. Casi.
Luego de detenerse en la rotonda de entrada, Brent apagó el motor del auto deportivo alemán. El silencio le resultó extraño luego del sordo rugido, como si cualquier tipo de ruido estuviera fuera de lugar en los amplios jardines de la residencia Morgan. Por un instante, levantó la mirada hacia la casa de un siglo y medio de antigüedad, de ladrillos rojos y columnas blancas.
Una sonrisa asomó a sus labios. ¿Quién hubiera imaginado que Brent Zartlich traspasaría alguna vez esta imponente puerta de entrada? Nada menos que para invitar a salir a la hija del doctor Morgan.
Luego de salir del Porsche, arrojó la caja con el arreglo de flores en el aire y la volvió a recoger hábilmente. El horrendo crisantemo que había llegado a su habitación aquella tarde le hizo acordar todo lo que había evitado para salvar su orgullo: las reuniones de ex alumnos, la fiesta de egresados. Esta noche recuperaría todo eso. Y no podía pensar en nadie mejor para compartir su éxito que Laura.
Subió las escaleras a los saltos, y tocó el timbre, instalado arriba de un cartel histórico y entre dos placas que proclamaban que los habitantes de la morada eran Hijos e Hijas de la República. Una sucesión de campanadas flotó a través de la sólida puerta de ciprés.
No se oyó sonido alguno. Echando un vistazo hacia abajo, se quitó una pelusa del traje gris perla Yves Saint Laurent. El gorjeo de los pájaros y la veloz carrera de las ardillas lo hicieron girar la cabeza hacia los jardines. Miró con desaprobación. Quienquiera que estuviera remplazándolo como jardinero no estaba recortando bien el seto o removiendo el mantillo debajo de las azaleas.
La puerta se entreabrió, y un rostro avejentado se asomó del otro lado de la puerta, un rostro tan nudoso y oscuro como los viejos robles que echaban su sombra al jardín.
– Ya era hora de que vinieras.
– ¡Clarice! -se rió, sorprendido-. ¿Qué diablos haces trabajando aún aquí?