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II

El piso es una suma de objetos curiosos que le hacen compañía. Sabe convivir con ellos, sin que sean un estorbo para un presente hecho de idas y venidas. En el suelo, las baldosas se disponen como un tablero de ajedrez; los techos altos, las paredes de estuco. Cuando sonríe, el rostro entero se transforma en unos labios. Cuando mira, los ojos son de fuego. Se llama Dana. Pronuncia su nombre alargando las aes, como si quisiera arrastrarlas, fijarlas en la atención de los demás. Lo hace sin darse cuenta, con una inercia que convierte la palabra en un juego.

Tumbada en el sofá, con los párpados medio cerrados, desafiando la claridad que entra por las cortinas entreabiertas, observa el ángulo que forma la pierna con el sofá, el empeine. Cuando se hunde entre los cojines que huelen de una forma difícil de describir, que es el rastro que ella deja en las sábanas y en las camisas, se olvida del mundo. En ese piso, decorado sin urgencias, no hay relojes. Nunca le ha gustado que le recuerden el paso del tiempo. En la calle, tiene que aceptar el ritmo frenético; en su intimidad, procura esquivarlo. Le gusta imaginarse que las horas no transcurren entre esas paredes. Hubo una época que fue una víctima del tiempo. Procura no pensar en el pasado, como si nunca hubiera existido. Lo oculta entre los pliegues de la falda, en la sombra del escote, en el ramo de margaritas que hay en la ventana. Lo ha convertido en un pañuelo que puede doblar hasta volverlo pequeño, casi inexistente Ahora está y después ya no está. Tiene los cabellos del color de las castañas asadas a fuego lento, para que nos quemen en la boca. A través del patio, oye la voz de las vecinas. Discuten por cualquier tontería. No entiende el significado de las frases. El piso, que es soleado, da a una plaza. Siempre lo había deseado así.

Hoy regresa. En cualquier momento, oirá la llave en la cerradura y la puerta que se abre. Verá cómo se adapta al espacio con una naturalidad que no deja de sorprenderla. Todavía no ha llegado a acostumbrarse al gesto amable, a la palabra tranquila. Pese a los años de vida en común, no puede evitar una cierta extrañeza cuando él llega de un viaje. Tras cada paréntesis, necesita mirarle de cerca. No le cuenta esa sensación de calma, de presencia, que ha acabado imponiéndose a todos los miedos. ¿Cómo podría decirle que, cuando se conocieron, ella era una mujer extraviada? Sin revivir el pasado, cuesta explicar los antiguos sentimientos. No está dispuesta al retorno. Ni tan siquiera por los caminos de la memoria. En un momento de distracción, algún hecho casi olvidado aparece con cierta insistencia. Nunca es un gran episodio, sino un detalle pequeño que, inoportuno, se filtra en el presente. Si fuera un momento clave de su vida, tendría la suficiente habilidad para ahuyentarlo. La costumbre de borrar capítulos es un arma contra el dolor; lo aprendió hace tiempo. En cambio, no puede controlar las insignificancias: esos instantes que nunca se han ido por completo, que vuelven como una vieja canción que se nos escapa de los labios.

Las voces de las vecinas empiezan a tomar protagonismo. Es bueno refugiarse en la inmediatez. Le gusta discernir el sentido de sus palabras, como quien deshace los nudos de una cuerda. No le resulta difícil identificarlas, darles rostro y nombre. Son la del tercero y la del cuarto. Cada una de ellas con su mundo de mezquindades minúsculas sobre sus espaldas, acompañadas por una historia que nunca nadie se interesará en contar. Dos mujeres vulgares que tienen sueños y deseos del mismo color que las baldosas de la entrada. Hace diez años, cuando se instaló en ese edificio, ya vivían allí. Pasaron a formar parte del horizonte sin rendijas que era la vida. Había envidiado sus existencias quietas, sin estremecimientos. Lo pensaba todas las mañanas al despertarse. Lo repetía bajito, cuando el sol se ponía. Habría querido ser como ellas, vivir sin pensar en la vida, lejos de las preguntas y de la añoranza. Eran afortunadas porque podían ocuparse de cosas concretas. Podían impacientarse porque había una mancha de humedad en la pared, porque el marido llegaba tarde, porque llovía demasiado. «Siempre llueve demasiado en las ciudades», se decía.

La lluvia acentúa la percepción de las cosas que nos rodean. Lo piensa mientras observa el arco que dibuja la rodilla. Ocurre como en un coche: por el parabrisas caen gotas de agua que difuminan los contornos de los objetos. Hay que concentrar la mirada para que nada pase de largo, ni una señal de tráfico, ni un semáforo, ni la autopista. Ahora se contempla a sí misma. Lleva una falda que tiene movimiento propio. Se asemeja al agua que se desliza por la ventanilla, que traza caminos. De golpe, desaparece la lluvia. Así también se borran los pliegues de la ropa, cuando la mano los mueve. Con determinación, adentra los dedos en su propio cuerpo. Se acaricia. Los dedos se humedecen. Tiene la sensación de sacar la mano por la ventanilla del coche.

Hace diez años, una mañana de enero llegó a la ciudad. Llevaba un abrigo con los bajos manchados de barro; no había resistido su paso por las calles llenas de charcos. Era una sombra de la mujer que es hoy, una burda copia. En las orejas, unos pendientes que tenían la forma de una concha; las manos temblorosas. Las facciones desencajadas marcaban un rostro triste. Hacía un frío que le recordaba aquel otro frío que había dejado atrás. Se instaló en una pensión pequeña: barandilla de hierro, baldosas oscuras, habitación con un armario. Nadie le hizo preguntas ni manifestó extrañeza. Pasaba las horas en la cama, sin interesarse por las calles ni por la gente que las recorría. Las voces que subían por la fachada hasta la ventana eran el único contacto que establecía con el mundo. Entonces tampoco se entretenía en descifrarlas, pero diferenciaba las tonalidades. Todas las noches se dormía diciéndose: «Mañana empezaré a buscar un piso.» Todas las mañanas se despertaba con una única palabra en el pensamiento: «Mañana.» Arrinconaba la vida en un futuro que no se atrevía a convertir en presente. Fue una época gris, que procuraba no recordar muy a menudo.

La pensión tenía un comedor soleado. Era la única parte del piso por donde entraba directamente la claridad. El resto se reducía a un juego de luces y de sombras, donde predominaban siempre las sombras. Los huéspedes se reunían a la hora de la comida, cuando la calidez animaba las conversaciones y la somnolencia. Se resistió a ir durante semanas. Primero, pedía que le llevaran la comida a la habitación: una bandeja con un plato de sopa, algo de carne o de pasta, un vaso de agua. Lo engullía de prisa, sin apenas darse cuenta, con el deseo de volver a ocultar la cabeza entre las sábanas. Compraba el periódico en un quiosco de la esquina. Alguna mañana se entretenía andando sin rumbo por la ciudad, lejos. Eran pasos que tenían aires de fuga, que no ocultaban las ganas de desaparecer. No se relacionaba con la gente. Sólo algunas frases de compromiso cuando se cruzaba con alguien por los pasillos de la pensión. Era arisca y salvaje, como las cabras que trepan por los montes.

Algunas noches oía murmullos de conversaciones o el chirriar de una puerta. No se preguntaba quién llegaba a esas horas. Nada la animaba a acercarse a quienes vivían a su alrededor. Se limitaba a sobrevivir, a salir adelante con una sensación de derrota que no habría querido contar. A menudo le costaba dormirse. El agotamiento podía vencerla cuando el mundo empezaba a iluminarse. Se refugiaba en el sueño, que era otra forma de huir. Le habría gustado dormir mucho tiempo, hasta que la vida fuera distinta, y ella se transformara en otra mujer. Cuánto deseo de sueño, de inconsciencia absoluta, de dejarse llevar sin nombre ni memoria, sin historia vivida. Todas las mañanas se despertaba con un sentimiento de pérdida. Le costaba retornar al mundo porque el regreso constituía un ejercicio de voluntad que no tenía fuerzas para llevar a cabo. Miraba la ventana y volvía a recordar. Entonces, pensar era una cosa mala.