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El comedor tenía una vidriera que se inundaba de luz. Las mesas estaban distribuidas para que la gente no tuviera dificultad a la hora de conversar. Había soperas con los bordes desconchados y servilletas algo amarillentas por la lejía. Sucedió una mañana como cualquier otra. Ningún indicio anunciaba un cambio en su vida. Todo transcurría con la misma fatigosa rutina de las semanas anteriores. Los hábitos que formaban la cotidianeidad se repetían. Tenía la sensación de que la existencia era un círculo: el mundo siempre regresaba al mismo punto. Lo entendía como una victoria de la calma. Había conseguido prescindir de las sorpresas, de aquellos inesperados elementos que interfieren en el mundo más cercano. Era una falsa tranquilidad, estaba convencida. Durante un paréntesis, conseguía creer que no había nada más que una habitación desordenada, las páginas de los periódicos que le hablaban de un universo prescindible, las sábanas que la acogían con la tibieza de su propio cuerpo.

Una nimiedad puede alterar lo que hemos construido con esfuerzo. Lo comprendió aquella mañana de sol, cuando abrió la puerta y se asomó al pasillo. Justo enfrente de ella vio a una mujer. Era menuda, aunque llevara zapatos de tacón. Tenía los cabellos teñidos de un rubio que no ocultaba las raíces oscuras. Movía las manos, nerviosas, dotadas de un movimiento que transmitía una sensación de energía que desbordaba. Las uñas, pintadas de rosa, destacaban en un conjunto hecho de estridencias. Chocaron de golpe. Una que salía sin prisa; la otra que pasaba como un torbellino. Se miraron como se miran dos personas desconocidas. Una con la misma indiferencia con que contemplaba la vida; la otra con curiosidad. Era un encuentro de opuestos: el desinterés con las ganas de saber, la desidia y la voluntad. Podrían haber pasado de largo; ésa era la intención de Dana. Agachó la cabeza y murmuró una excusa ininteligible. En cambio, Matilde no tenía la más mínima intención de borrar el episodio. Hacía días que la observaba desde lejos, que se preguntaba quién era la chica de expresión triste, la recién llegada que parecía no estar ahí, sino haberse quedado en otro lugar, retenidos el pensamiento y el deseo. Había conocido a otros fugitivos. Ella misma lo fue. Se acordaba con una sonrisa guasona, como si se burlara de la vida. Le dijo:

– Buenos días, princesa. ¿Estas son horas de levantarse de la cama?

El tono, entre la ironía y la gracia, la sorprendió. Por vez primera en muchos días, levantó los ojos del suelo y miró la cara de alguien. Vio un rostro que desaparecía tras una sonrisa, surcado por diminutas arrugas alrededor de los ojos. Sin saber por qué, una parte del muro de contención que la alejaba de la realidad cayó. Aquella mujer le inspiraba una confianza que no habría sabido justificar. Perdió el miedo.

– ¿Es muy tarde? -Hizo la pregunta con expresión sorprendida, como si, al regresar de pronto a la realidad, quisiera pedir excusas de una ausencia.

– Casi mediodía. ¿No tienes que ir a trabajar como hacen la mayoría de los mortales en esta ciudad? ¿O tu trabajo consiste en descansar entre sábanas?

Podría haber parecido impertinente, pero la sonrisa comunicaba calidez a las palabras.

– No tengo trabajo. La verdad es que, desde que llegué, no he hecho nada para buscar uno. -Se ruborizó, inexplicablemente avergonzada como una adolescente.

– Parece que no te des cuenta, pero no lo podemos ocultar: las dos venimos de la misma isla. ¿Cuáles son esas cosas que tienes pendientes?

– Puedes imaginártelo: buscar un piso y encontrar trabajo. Pronto mis ahorros se agotarán. Sé que no podré continuar aplazándolo, pero me da mucha pereza. Todo se me hace una montaña.

Tenía la sensación de que se conocían desde hacía tiempo. No le resultaba incómodo salir del mutismo que había sido su forma de relacionarse con el mundo. La consigna del silencio no había sido una elección premeditada, sino que se había convertido en un refugio. Si no se habla, no hay que dar explicaciones. Por eso callaba. La presencia de una mujer desconocida debilitaba las reservas. No las destruía por completo, pero suavizaba las aristas.

Esbozó una sonrisa. Era una situación peculiar: Matilde -entonces todavía no sabía su nombre-, con aquella apariencia que no reunía ninguno de los requisitos que habría considerado normales, había destruido las barreras que la alejaban de la vida. Se preguntó qué era lo normal, cuándo se habían invertido los esquemas que la orientaban. Debían de formar una extraña pareja: una mujer joven vestida con un albornoz de rayas, los cabellos en desorden; otra mujer más mayor, de edad indefinida, que era un estallido de colores y de buenas intenciones. Estaban de pie en el pasillo de una pensión con poco trasiego, a aquella hora. El ademán y los gestos nos delatan. Dana tenía la actitud de quien está a la expectativa; Matilde hacía preguntas con naturalidad:

– ¿Buscas piso? No es una tarea fácil. Tendrás que espabilarte. Quizá podría ayudarte. ¿Cómo quieres que sea?

– No lo sé. -Se encogió de hombros con expresión perpleja, como si pidiera disculpas a la otra por su propia confusión-. No lo he pensado demasiado. Sólo sé que tiene que dar a una plaza.

– ¿A una plaza cualquiera?

– A una plaza que me guste. Siempre he vivido en lugares que daban a calles estrechas. ¿Tú vives aquí?

– Sí, desde hace años. La pensión es un buen sitio, si te acostumbras. Nunca te falta compañía. Eso es impagable.

Le sorprendió la respuesta. No había pensado que la compañía de los demás mejorara la vida. Más bien habría afirmado lo contrario: hay presencias que incomodan, que impiden que se pueda respirar. Miró de nuevo a aquella mujer y, sabiendo que decía una inconveniencia, le espetó:

– ¿Has pensado alguna vez en cambiarte el color del pelo? -La otra no cambió de expresión.

– ¿Y tú?

Pensó que no tendría que haberle dicho nada, que era una estúpida. Las palabras surgieron tímidas, balbuceantes:

– No. La verdad es que no.

– Haces muy bien. Tus cabellos tienen un color magnífico.

Sonrieron, aligerado el ambiente, el aire del pasillo, el cielo que no veían, pero que era azul y sin nubes. Fue el inicio de una amistad que duró mucho tiempo.

Compartían mesa en el comedor. Se sentaban donde la luz no las molestaba en los ojos, sino que las acariciaba. Se acostumbraron a una amistad basada en pequeños gestos. La compañía de Matilde transformó a Dana. Aunque nunca se lo confesó, su vida fue distinta desde que se conocieron. Ella había sido el puente que le servía de regreso a la realidad. Aquella contundencia en las frases, las preguntas directas, sin tapujos, la firmeza en el ademán no le servían para complicarle la vida, sino para enfrentarse a ella. Sin saberlo, Matilde le enseñó que las cosas vistas de cerca nunca son tan terribles, que las palabras se tienen que pronunciar, aunque hagan daño, que no hay nada que pueda provocar el miedo a ser dicho, porque los pensamientos se atenúan si los transformamos en palabras. Es como si los hiciéramos más concretos, menos terribles.

El mantel se llenaba de trocitos de pan que Matilde, con el gesto distraído, desmenuzaba con los dedos. Se iba formando una procesión de hormigas blancas, inmóviles. Eran las migas que ella redondeaba con suavidad, hasta convertir en bolitas de pasta. Aquel sencillo gesto le gustaba. Se pasaban un largo rato entretenidas en la conversación. De vez en cuando, se sumían en el silencio, la mirada perdida en un punto indefinido. La clave de su entendimiento consistía en respetarse. No tenían que esforzarse demasiado, porque ambas podían captar un momento de tristeza o de añoranza. Cada una de ellas tenía una historia que evocar. Había días soleados en que parecía lejana, pero la lluvia les traía de nuevo el recuerdo. Matilde no dejó de teñirse el pelo. Tampoco prescindió de las uñas pintadas de coral. Se reía de ella con afecto, convencida de que era una mujer fuerte. Dana agradecía la calidez de sus conversaciones; constituían la única presencia real que le llenaba la vida.