—¿Habéis llamado? —dijo una voz insignificante y quebrada. Ajayi dirigió la vista hacia la abertura de la escalera de caracol esperando ver a un ayudante, pero la voz había provenido de detrás suyo, y pudo observar cómo el rostro de Quiss comenzaba a enrojecerse, sus ojos muy abiertos, las arrugas a su alrededor dilatadas al máximo.
—¡Lárgate! —exclamó por encima del hombro de Ajayi en dirección al balcón. La mujer se giró y vio que el cuervo rojo se hallaba situado en la balaustrada, agitando sus alas como un hombre que trata de entrar en calor, observándoles con la cabeza inclinada hacia un lado. Uno de sus brillantes ojos, parecido a un pequeño botón negro, les miraba con fijeza.
—¿Así que hemos abandonado la partida? —graznó el cuervo rojo—. Podría haberos dicho que la Defensa Silesiana no funcionaba en el Ajedrez Unidimensional. ¿En dónde habéis aprendido a…?
Quiss se levantó dando un traspiés que casi le hace caer, y cogiendo del suelo un trozo de pizarra suelto se lo arrojó al cuervo rojo, el cual con un chillido esquivó el objeto y se alejó volando a través del frío y diáfano espacio que se extendía debajo del balcón, su último graznido resonando al igual que una breve carcajada. El trozo de pizarra se perdió detrás del ave, imitando pesadamente su vuelo.
—¡Peste! —dijo Quiss con desprecio, y luego volvió a sentarse en su asiento.
Los cuervos y grajos que habitaban en las altas y deterioradas torres del castillo podían hablar; se les habían dado las voces de los respectivos rivales, amantes infieles y odiados superiores de Quiss y Ajayi. Aparecían de vez en cuando provocando a la vieja pareja con burlas, recordándoles sus vidas pasadas y los fracasos o errores por los que estaban en el castillo (aunque jamás entraban en detalles; ni Quiss ni Ajayi sabían lo que había hecho el otro para merecer estar allí. Ajayi sugirió un día que intercambiasen sus historias, pero Quiss puso reparos). El cuervo rojo era el más malicioso y sarcástico, y provocaba con igual eficiencia a cualquiera de los dos viejos. Quiss era el que se enfurecía con mayor facilidad, por lo cual tendía a padecer más que su compañera los insultos del ave. En ocasiones temblaba tanto a causa de la ira como del frío.
Hacía frío porque algo se había estropeado en la sala de calderas del castillo. El sistema de calefacción perdía su potencia y precisaba reparación. Se suponía que debía circular agua caliente por debajo y por encima de cada piso. En el cuarto de juegos, sostenido por pilares de hierro y pizarra, el bajo cielo raso de vidrio se apoyaba sobre una tracería de vigas de hierro. Dentro del vidrio había agua, cerca de medio metro de agua salada ligeramente turbia que las calderas se suponía debían mantener caliente. Lo mismo sucedía debajo del vidrio del suelo; otro medio metro de agua gorgoteaba debajo de su transparente y raspada superficie entre los pedestales de color pizarroso que soportaban a las columnas. Alargadas burbujas de aire de aspecto gelatinoso se movían como pálidas amebas debajo del falso hielo que simulaba ser el cristal.
En el agua salada vivían peces luminosos. Se desplazaban a través de las suaves corrientes del agua como largas y elásticas tiras fosforescentes, bañando las habitaciones, corredores y torres del castillo con una penetrante luz que a veces hacía difícil calcular las distancias y otorgaba al ambiente una especie de aspecto brumoso. Al llegar Ajayi por primera vez el cuarto de juegos mantenía una temperatura agradable gracias al cálido líquido que circulaba por arriba y por abajo, así como también una placentera luz debida a los peces. En aquel entonces el peculiar sistema parecía funcionar.
Pero ahora algo no funcionaba correctamente, y casi todos los peces se habían desplazado hacia los niveles inferiores del castillo en donde el agua aún se conservaba caliente. Todas las veces que Quiss interrogó al encapado senescal en las cocinas del castillo acerca de lo que sucedía y qué pensaba hacer al respecto, éste le había mirado ceñudamente; se excusaba de mal humor y comenzaba a hablarle sobre los efectos corrosivos del agua salada en las cañerías y de lo difícil que era conseguir cualquier clase de materiales en aquellos días —¿Qué días? Quiss perdía la calma. ¿No era que allí tenían un solo día, o quizás había más pero sencillamente eran muy largos? En respuesta el senescal se retiraba en silencio volviendo a ocultar su enjuto rostro en la capucha de su capa negra, dejando al corpulento humano temblando en su sitio de rabia impotente.
El tiempo era otro problema en el Castillo Puertas. Cuanto más se acercaba uno a un reloj más rápido pasaba. Si por el contrario uno se mantenía alejado, el tiempo no sólo parecía detenerse sino que se atrasaba. Los relojes en el castillo estaban parados, y también funcionaban erráticamente, unas veces más rápido, otras más lentamente. En las cálidas profundidades del castillo había enterrado un gran mecanismo de reloj, una especie de vasto montaje de engranajes y chirriantes ruedas dentadas que hacía funcionar las esferas de todos los relojes de aquella ruinosa bóveda. La energía era transmitida mediante unas varas giratorias ocultas en las paredes desde el sistema central hasta las esferas, retumbando en algunas partes, rechinando en otras, y siempre goteando aceite en forma ubicua.
El aceite se mezclaba con el agua salada caliente que se filtraba en diversos puntos de los techos, y ésta era una de las razones por la que ellos pidieron que se instalara un asidero en la estrecha escalera de caracol. El olor del aceite y del agua salobre impregnaba el castillo, haciendo que Ajayi pensara en viejos puertos y barcos.
Por qué el tiempo tenía que pasar más de prisa cuando uno se acercaba a un reloj era para los dos algo inexplicable, y ninguno de los camareros y ayudantes del castillo tampoco lo sabían. Quiss y Ajayi llevaron a cabo experimentos, utilizando velas idénticas encendidas al mismo tiempo, una muy cerca de la esfera de un reloj, la otra junto a ellos en medio de la habitación; la vela puesta junto al reloj se consumía dos veces más rápido. Formularon algunas ideas vagas acerca de la posibilidad de emplear este efecto para acortar el tiempo percibido que les llevaba jugar las partidas impuestas, pero los relojes del castillo, o tal vez el mismo castillo, parecían reacios a cooperar. Si se acercaba la mesa a un reloj, ésta dejaba de funcionar; la gema roja del centro se apagaba, la proyección del tablero y de las piezas desaparecía. A esto se añadía el hecho de la irregularidad de los relojes; a menudo trabajaban más despacio, por lo que si uno se acercaba a ellos el tiempo pasaba mucho más lentamente.
Cualquier cosa que estuviera afectando la velocidad del tiempo parecía obedecer a una ley opuesta a la exactitud, fenómeno que aparentemente emitían las esferas de todos los relojes, mientras que a la vez del inmenso mecanismo central, oculto en alguno de los muchos niveles inferiores del castillo, parecía emanar una especie de efecto más generalizado, haciendo que abajo todo sucediera de un modo más rápido.
Las caóticas cocinas, en donde el senescal tenía su despacho y continuamente se preparaban grandes cantidades de comida en la mayor confusión, bulla y temperatura alta, parecían ser el sitio más afectado de todos. Mientras esperaban sentados, Ajayi podía percibir el olor de la comida impregnado en el raído abrigo de pieles de Quiss.