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—Ah, conque aquí están —dijo una voz insignificante.

Ajayi miró, Quiss giró la cabeza, y ambos vieron al pie de la escalera de caracol a uno de los ayudantes. Era bajo de estatura, aproximadamente la mitad de cualquiera de los dos humanos. Vestía una especie de sotana gris mugrienta anudada a la cintura con una cuerda roja. La sotana tenía una delgada capucha, sujeta a la cabeza del ayudante por lo que parecía ser el ala de un viejo y desgastado sombrero rojo; el ayudante la llevaba puesta a presión sobre su cabeza, y la parte de arriba de la capucha dejaba ver lo que tendría que haber sido la copa del sombrero. El rostro del ayudante estaba tapado con una máscara de papier mâché, usada por todos los ayudantes y camareros. La expresión de la máscara era de una desolada tristeza.

—Vaya, mejor tarde que nunca —dijo Quiss con un gruñido.

—Lo siento terriblemente —chilló el ayudante, acercándose con torpeza. Debajo del dobladillo de su sotana revolotearon unas diminutas botas rojas muy lustrosas. Se detuvo cerca de la mesa e hizo una reverencia, escondiendo sus pequeñas manos enguantadas dentro de los puños de su vestidura—. Oh, bien, veo que habéis terminado la partida. ¿Quién ganó?

—No importa quién ganó —vociferó Quiss—. Sabes para qué te hemos llamado ¿no es así?

—Sí, sí, creo que sí. —El ayudante asintió con la cabeza, su voz aguda no del todo segura como sus palabras—. ¿Tenéis una respuesta, no? —Alzó ligeramente sus hombros, o inclinó un poco la cabeza, como temiendo ser golpeado si su suposición era incorrecta.

—Sí, tenemos una respuesta —dijo sarcásticamente Quiss. Luego lanzó una mirada a Ajayi, quien sonriéndole hizo un ademán en dirección al pequeño ayudante. Aclarándose la garganta, Quiss se inclinó hacia la menuda figura, la cual le rehuyó aunque en realidad sin retroceder—. Bien —dijo Quiss—, la respuesta a la pregunta es la siguiente: «En un mismo universo ambos no tienen cabida». ¿Entendido?

—Sí —asintió el ayudante—, sí, creo que lo he entendido: «En un mismo universo ambos no tienen cabida». Muy bien. Muy lógica. Me da la impresión de ser la correcta. Eso es lo que yo creo. Me da la impresión…

—No nos interesa tu opinión —le interrumpió Quiss, mostrando sus dientes y acercándose aún más al pequeño ayudante, quien volvió a retraerse tan marcadamente que Ajayi creyó que perdería el equilibrio y se caería de espaldas—. Tan sólo cumple con tu tarea, y a ver si logramos salir de este inmundo lugar.

—Sí, se hará como usted diga, así se hará —dijo la menuda figura, en parte asintiendo con la cabeza, en parte haciendo una reverencia, mientras retrocedía hacia la escalera de caracol. Tropezó con un libro y casi se precipita contra el suelo, pero consiguió mantenerse en equilibrio. Luego dio media vuelta y desapareció en la obscuridad. Los dos oyeron a lo lejos el chapoteo de sus pasos.

—Hmm —dijo Ajayi—. Me pregunto qué hace, hacia dónde se dirige.

—A quién le importa mientras la respuesta sea correcta —dijo Quiss, sacudiendo su cabeza y rascándose el mentón. Luego se giró para volver a mirar el vano de las escaleras envuelto en penumbras—. Apuesto a que el pequeño idiota se olvida.

—Oh, yo no estaría tan segura.

—Pues, yo sí. Quizá deberíamos seguirle. Descubrir hacia donde se dirige. Tal vez pudiéramos poner en cortocircuito todo este ridículo proceso. —Se volvió hacia Ajayi mirándola de un modo especulativo. La mujer frunció el entrecejo y dijo:

—A mí no me parece que ésa sea una buena idea.

—Es probable que la cosa resulte mucho más simple de lo que pensamos.

—¿Quieres que apostemos algo? —dijo Ajayi.

Quiss abrió la boca para hablar, pero luego se arrepintió. En cambio se aclaró la garganta, y con un dedo regordete y medio amarillento siguió el trazo de algunos de los motivos tallados en la superficie de la pequeña mesa que les separaba a ambos.

—Podríamos preguntárselo a uno de ellos. Pregúntaselo al ayudante cuando regrese; espera a ver qué dice. Tal vez nos aclare alguna cosa.

—Si ésa es la respuesta correcta, no tendríamos por qué preguntarle nada —dijo Quiss, mirando a la vieja—. Recuerda que esta vez has contestado tú.

—Lo recuerdo —dijo Ajayi—. La próxima te corresponderá a ti, si es que ésta no es correcta, pero así es como acordamos que se haría; ha sido tan sólo una cuestión de azar que me tocase el primer turno. Así es como acordamos hacerlo, ¿recuerdas?

—Eso también fue idea tuya —dijo Quiss sin mirarla, bajando la vista para observar cómo su dedo se movía entre los motivos tallados sobre la mesa.

—Te pido que no comiences con recriminaciones —dijo Ajayi.

—No lo haré. —Con los ojos muy abiertos, Quiss retiró sus manos y el tono de queja de su voz repentinamente aguda le hizo recordar a Ajayi a un adolescente—. Pasará mucho tiempo antes de que volvamos a tener una oportunidad como ésta, ¿lo has pensado?

—Así es como han sido dispuestas las cosas —dijo Ajayi—, yo no tengo la culpa de eso.

—¿Acaso he dicho que tuvieras la culpa de algo? —dijo Quiss.

Ajayi se reclinó en su asiento, volviendo a colocarse los guantes. Observó con desconfianza al hombre sentado del otro lado de la mesa.

—Pues entonces de acuerdo —dijo.

Les había llevado casi doscientos cincuenta días de los contados por Quiss descubrir el modo de salir. Tenían que responder a una sola pregunta. Pero primero debían jugar a una serie de extraños juegos, aprendiendo a su vez las reglas de cada uno, y llegar a concluirlos sin hacer trampas ni confabulaciones. Al finalizar cada juego tenían una oportunidad y tan sólo una posibilidad para resolver el acertijo que se les planteaba. Éste era su primer juego, y el primer intento de responder a la pregunta. El Ajedrez Unidimensional no resultó tan difícil una vez que aprendieron las reglas, y ahora su primera respuesta era conducida o transmitida o procesada —qué más daba— por el pequeño ayudante de las diminutas botas rojas.

La pregunta que habían tenido que responder era muy simple, y el senescal les dijo que a él se le había informado que se trataba de una pregunta empírica, no una meramente teórica, aunque también agregó que encontraba esto un poco difícil de creer, al igual que los misteriosos poderes que generaban las Guerras no eran capaces de controlar semejantes absolutos… La pregunta era la siguiente: ¿Qué sucede cuando una fuerza imparable se encuentra con un objeto inmóvil?

Así de simple. Nada más complicado o abstruso. Tan sólo eso. Ajayi pensó que se trataba de una broma, pero hasta aquel momento todos los habitantes del castillo, todos los ayudantes y camareros, un par de personajes secundarios que habían descubierto, el mismo senescal, e incluso los siempre jocosos cuervos y grajos que infestaban las derruidas plantas superiores trataban la cuestión con suma seriedad. Aquél era en realidad el acertijo, y si su respuesta era correcta podrían escapar del castillo, dejar para siempre aquel limbo para volver nuevamente a sus puestos y obligaciones en las Guerras Terapéuticas con la deuda saldada.

O si no, podían matarse. Ésta era la alternativa de la cual no se hablaba (al menos nadie hablaba de ella salvo el cuervo rojo, quien jovialmente sacaba el tema a cada tercera o cuarta visita), era la manera fácil de salir de allí. Desde el balcón del cuarto de juegos había una gran caída; el boticario del castillo poseía un buen número de venenos y pócimas letales; existían una o dos puertas traseras por donde era posible salir del castillo, y un estrecho sendero a través de las escarpadas rocas y de la mampostería desprendida que rodeaban su orlada base como si fuesen guijarros, y después una larga y fría caminata por el nevado silencio…