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—Estás ridículo —le interrumpió Graham.

—Ya salió el puritano —dijo Slater. Ahora caminaban lentamente; a Slater nunca le gustaba apresurarse. Graham apenas si se hallaba impaciente, y sabía que era mejor no tratar de apremiar a Slater. Había salido con bastante tiempo por delante, no tenía motivos para darse prisa. Su deleite duraría un poco más—. Ni siquiera comprendo la razón por la cual me atraes —dijo Slater, luego miró de cerca el rostro del otro muchacho y añadió sarcásticamente—. ¿Me estás escuchando, Park?

Graham sacudió la cabeza, y con una leve sonrisa dijo:

—Sí, te estoy escuchando. Pero no te esfuerces en usar conmigo tus mañas de afeminado.

—Oh, Dios mío, excusadme —dijo Slater melodramáticamente, abanicándose con una mano—, estoy ofendiendo al pobre muchacho heterosexual. Menor de veintiún años también: ¡oh, di que no es cierto!

—Eres un impostor, Richard —dijo Graham, girándose para mirar a su amigo—. A veces pienso que en realidad ni siquiera eres gay. De todos modos —continuó diciendo, intentando acelerar un poco el paso—, ¿qué has estado haciendo? Hace varios días que no das señales de vida.

—Ah, cambiamos de tema —se rio Slater, mirando hacia adelante. Haciendo una mueca se pasó la mano por el corto y rizado cabello negro que sobresalía debajo de su gorra de tartán. Su delgado y pálido rostro se contrajo mientras decía: —Pues, no entraré en detalles desagradables… en las facetas más básicas de la existencia, pero en un aspecto más inocente si bien menos gratificante, te diré que he estado intentando seducir a ese adorable chico Dickson durante toda la última semana. Ya sabes: aquel con semejantes espaldas.

—¿Qué? —dijo Graham desdeñosamente, con fastidio—. ¿Ese sujeto alto del primer curso con el pelo aclarado? Es un memo.

—Hmm, bien —dijo Slater, moviendo la cabeza hacia uno y otro costado, un gesto que tanto podía significar aprobación como negación—, una configuración obtusa, ciertamente, y no excesivamente despierta, pero esas espaldas. Dios mío. ¡Esa cintura, esas caderas! No me interesa su cabeza; del cuello para abajo es un genio.

—Imbécil —dijo Graham.

—El problema está —reflexionó Slater— en que o no se da cuenta de mis intenciones, o no les da importancia. Y tiene ese horrendo amigo, llamado Claude… no me canso de repetirle lo muy mundano que me parece que es, pero aún no lo ha captado. Pero no cabe duda de que es obtuso. El otro día le pregunté qué le parecía Magritte, y pensó que le estaba hablando sobre una chica de primer curso. Y no puedo alejarle de Roger. Me moriré si descubro que es gay. Quiero decir, si es que ha llegado ahí primero. Estoy seguro de que Roger no es nada estúpido, es su amigo, el apestoso.

—Ja, ja —dijo Graham. Siempre se sentía ligeramente incómodo cuando Slater hablaba acerca de su homosexualidad, aunque su amigo rara vez era explícito y Graham apenas si se veía directamente implicado; por lo que él recordaba, tan sólo había conocido a uno de los supuestamente numerosos amantes de Slater.

—¿Sabes? se me ha ocurrido una idea realmente buena —dijo Slater, iluminándosele repentinamente el rostro mientras atravesaban la calle John.

—Graham hizo rechinar sus dientes. —¿De qué se trata esta vez? ¿Otra nueva religión, o tan sólo un método para hacer montones de dinero? ¿O ambas cosas?

—Ésta es una idea literaria.

—Si te refieres a Las playas del amor, ya la conozco.

—Aquello tenía un gran argumento. No, en esta oportunidad no se trata de una ficción romántica.

Se detuvieron en la esquina de la calle de los Alojamientos Gray, esperando a que cambiaran las luces del semáforo. Un par de punkies situados en la acera de enfrente, que también esperaban a cruzar, señalaban riéndose al absorto Slater. Graham echó una mirada al cielo y suspiró.

—Imaginaos, si lo queréis —dijo Slater en un tono dramático, abriendo sus brazos de par en par—, un…

—Sé breve —le dijo Graham.

Slater se mostró dolido.

—Es una especie de futuro bizantino, un imperio tecnócrata degenerado con…

—Oh, no, otra vez ciencia ficción.

—Pues te equivocas, no es eso exactamente, sabelotodo —dijo Slater—. Es una… fábula. Si quiero, también podría convertirla en un cuento de hadas. De todos modos. Estamos en la capital del imperio; un cortesano inicia un romance con una de las princesas; como las demandas de ella y del Emperador le ocupan demasiado de su tiempo, secretamente se hace suplantar por un androide en las interminables ceremonias de la corte y en las aburridas recepciones; nadie se da cuenta del cambio. Más adelante mejora el cerebro del androide para que éste pueda participar en las expediciones de caza y en las audiencias privadas, incluso en los debates del Consejo de Ministros con el Emperador presente, y así poder él holgar más tiempo con la princesa. Pero durante uno de estos escarceos amorosos muere debido a un excesivo gasto de energías. El androide continúa cumpliendo con sus deberes cortesanos y hasta se convierte en un confidente de confianza del Emperador, y la princesa descubre que en realidad es mejor amante que el original. El androide puede llevar a cabo cualquier encomienda debido a que no precisa dormir jamás. Pero con el tiempo desarrolla una conciencia, y tiene que contarle al Emperador la verdad. El Emperador sonríe, y abriendo en su pecho un panel de control, le dice: «Pues, por una curiosa coincidencia…» Fin del relato. Muy bueno, ¿no? ¿Qué te ha parecido?

Graham inspiró profundamente, meditó, y luego dijo:

—Esos pilotos: los que podían disimular sus botas. ¿Qué hacían con sus uniformes? —Frunció seriamente el entrecejo.

Slater se detuvo, con una expresión de horror y confusión en el rostro.

—¿Qué? —dijo estupefacto.

Repentinamente Graham se dio cuenta —con una leve e inquietante sensación en su estómago— de que se hallaban justo delante de un lugar que siempre le había causado aprehensión.

Se trataba tan sólo de una pequeña tienda de marcos que vendía grabados y posters, además de pantallas para lámparas de un relativo buen gusto, pero era el nombre lo que guardaba para Graham connotaciones desagradables: Stocks. Aquel nombre le daba escalofríos.

Stock era su rival, la gran amenaza, la nube que pendía sobre él y Sara. Stock, el sujeto de la moto, la desconocida figura del macho embutido en cuero negro que representaba la imagen de Némesis[3]. (Graham había buscado su nombre en el listín telefónico de Londres; encontró una columna y media de ellos; lo suficiente para unas cuantas coincidencias, aun en una ciudad de seis millones y medio de habitantes.)

—¿… tiene que ver con lo otro? —le estaba diciendo Slater.

—Es que se me ha ocurrido de pronto —dijo Graham a la defensiva. Deseaba no habérsele ocurrido tomarle el pelo a Slater.

—No has prestado atención a nada de lo que te he contado —dijo Slater con un resuello. Graham le indicó con la cabeza que debieran seguir caminando.

—Por supuesto que sí —dijo. Pasaron frente al puesto de fruta de Terry, con su olor a fresas frescas, luego una farmacia. Ahora se hallaban en la confluencia de la calle Clerkenwell con la Avenida Rosebery. Del lado de los edificios de los Alojamientos Gray, los cuales llevaban hasta la Avenida, se levantaba una elevada cerca de tablas verdes que sobresalía sobre parte de la calzada, resguardando algún trabajo de pavimentación. Graham y Slater se encaminaron por el estrecho callejón formado por la degradada obra de mampostería y la madera pintada; Graham observó los sucios cristales de las resquebrajadas ventanas; unos descoloridos carteles de propaganda política se agitaban en la tenue brisa.

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3

Némesis: Diosa griega de la venganza. (N. del T.)