Naturalmente, él ya sabía que ellos usarían la Pistola Microondas en su contra; ellos siempre lo hacían cuando él estaba frente a alguien, cada vez que se hallaba en una situación de desventaja y precisaba toda la ayuda posible, cada vez que iba a una entrevista para conseguir un trabajo, o para ser interrogado por los de la Seguridad Social e incluso por los empleados de la Oficina de Correos. En esas ocasiones era cuando ellos la empleaban en su contra. A veces la empleaban cuando estaba esperando ser atendido por un camarero, o incluso también mientras aguardaba a poder cruzar una calle con mucho tráfico, pero principalmente sucedía cuando hablaba con algún funcionario público.
Había reconocido los síntomas mientras se hallaba de pie en la oficina del señor Smith.
Las palmas de la mano le sudaban, su frente estaba húmeda y le causaba picor, sentía escalofríos, su voz era temblorosa y el corazón le latía rápidamente; lo estaban asando con la Pistola Microondas, bañándole con sus malignas radiaciones, recalentándole para que sudara copiosamente y pareciese un niño nervioso.
¡Bastardos! Jamás había encontrado la Pistola, naturalmente; ellos eran muy listos, muy listos y lo suficientemente habilidosos. Había desistido de seguir entrando de improviso en las habitaciones contiguas, de subir o bajar corriendo las escaleras para inspeccionar, de estirar la cabeza fuera de las ventanas para buscar helicópteros merodeadores, pero sabía bien que ellos estaban en alguna parte, sabía lo que se proponían.
Por lo tanto tuvo que permanecer allí de pie, en la oficina del Supervisor de Operarios Camineros del Almacén del Departamento de Carreteras del Ayuntamiento de Islington de la calle Siete Hermanas, sudando como un cerdo y preguntándose por qué no le despedían y acababan con aquello de una vez por todas, mientras escuchaba al señor Smith y los ojos le lastimaban y comenzaba a percibir su propio olor corporal.
—… en donde todos esperamos que ésta no sea una situación reincidente, Steve —dijo el señor Smith, hablando monótona y nasalmente desde detrás del astillado escritorio en su oficina de cielos rasos bajos en la primera planta del almacén—, y de que seas capaz de afianzar tu puesto aquí mediante una positiva relación de trabajo con el resto de la brigada, quienes, para ser justo, y estoy seguro de que tú serás el primero en reconocerlo, han hecho todo lo posible para, pues…
El señor Smith, un hombre de aproximadamente cuarenta años con unas bolsas blandas debajo de los ojos, se apoyó sobre el papel secante del escritorio observando la importante pluma con la cual jugueteaba nerviosamente entre sus dedos. Steven contempló hipnotizado la pluma durante unos segundos.
—Yo realmente creo… eh… Steve; oh, y por favor no dudes en intervenir si piensas que tienes algo que expresar; esto no es un tribunal de la inquisición. Quiero que participes en esta conversación de un modo significativo si así crees que podremos, eh, resolver…
¿De qué estaba hablando? No estaba seguro de haber oído correctamente. ¿Algo acerca de un Tribunal de Inquisición? ¿Qué era eso? ¿A qué se refería? No sonaba a algo que pudiese encajar en este periodo, ambiente, edad o comoquiera que se llame. ¿Acaso el señor Smith podía ser otro Guerrero, o incluso un Atormentador de jerarquía mucho más importante de lo que él se pensaba?
¡Dios! ¡Aquellos bastardos y aquella Pistola! Ahora podía comenzar a sentir cómo el sudor le goteaba por las arrugas de su frente y sobre sus cejas. Pronto empezaría a caer sobre su nariz, ¿y después qué? ¡Ellos pensarían que estaba llorando! ¡Era algo intolerable! ¿Por qué simplemente no le echaban? Sabía qué era lo que deseaban hacer, lo que habían planeado hacer, ¿entonces por qué simplemente no lo hacían?
—… resolver este aparente atolladero de alguna forma viable, propicia al eficiente funcionamiento del departamento. No me parece que yo sea una persona particularmente severa, Steve; creemos que los demás apreciarán…
Steven se hallaba de pie en medio de la oficina con todos los sentidos alerta, sosteniendo firmemente su casco protector debajo del brazo derecho, el cual mantenía próximo a su costado. Con el rabillo del ojo podía alcanzar a ver a Dan Ashton, capataz de la brigada y delegado sindical. Ashton estaba apoyado, con sus gruesos y bronceados brazos cruzados, contra el marco de la puerta. Tendría cerca de cincuenta años, pero era tan apto como el operario más viejo de la brigada; ahora sonreía molesto, con la gorra echada hacia atrás sobre su cabeza, y de su boca colgaba un cigarrillo liado y humedecido sin encender. Grout pudo percibir su intenso olor incluso por encima del perfume Aramis del señor Smith.
Ashton tampoco había simpatizado con él jamás. Ninguno de ellos lo había hecho, ni siquiera los pocos que no se reían continuamente de él, fastidiaban o gastaban bromas pesadas.
—… pasado por alto a fin de no perjudicarte, pero en vista de lo sucedido, me temo que este incidente con el canal y el gato tendrá que ser el último… eh… Steve. Según me ha comunicado el señor Ashton —Smith señaló con la cabeza al hombre más viejo, quien frunciendo los labios le devolvió el gesto—, el señor ah… —el señor Smith buscó durante unos segundos entre los papeles que tenía encima del escritorio—,… ah sí, el señor Partridge[5] tuvo que ir al hospital para aplicarse una vacuna antitetánica y que le diesen unos puntos después de que le hubieses golpeado con una pala. Ahora bien, no creemos que vaya a presentar una denuncia, pero debes comprender que si lo hace tendrías de hecho que enfrentarte a una acusación por agresión, y si agregamos a esto todas las demás advertencias de palabra o escritas que se te han hecho, todas dentro, lamento decírtelo Steve —el señor Smith se reclinó en su asiento con un suspiro y volvió a examinar unos cuantos papeles más de su escritorio, sacudiendo su cabeza mientras lo leía—, de un intervalo de tiempo muy corto considerando el lapso de tu contratación con nosotros, y más si tenemos en cuenta los anteriores traspiés en…
¡Partridge! Ojalá le hubiera arrancado la cabeza. ¡Insultarle a él de aquella manera! ¿Un bastardo, no era así? ¿Un loco? ¿Un simplón, eh? Ese gordo cockney[6] con sus estúpidos tatuajes, su forma de ser jocosa y sus chistes obscenos; ¡debería haberle arrojado al canal!
El sudor se le estaba acumulando en las cejas, preparándose para deslizarse en cualquier momento por su nariz y formar en su punta una gota de rocío que tanto podía quedarse allí colgando de un modo obvio y hacerle estornudar, como forzarle a llamar la atención al intentar secárselo. Secarse las cejas también sería un signo de debilidad, pensó; ¡no lo haríajamás! ¡Que vieran su altivo desprecio! ¡No conseguirían doblegarle, oh no! No les daría a ellos esa satisfacción.
—… estimando que con tus palabras no habías tenido en realidad la intención de ofender a nadie, sólo que no puedo encajar esta versión de los hechos con las de tus compañeros de trabajo, Steve, quienes insisten, me temo, en que estabas completamente decidido a rellenar el canal con el asfalto asignado a Colebrook[7]… eh… a la calle Colebrook, de hecho. En cuanto al gato de la señora Morgan, todo lo que podemos hacer es…
¡Le estaban hablando de gatos, a él! ¡Uno de los tiranos más poderosos de la historia de la existencia, y ellos hablando acerca de malditos gatos! ¡Oh, como se deshonraba a los poderosos, aquello era demasiado!
El sudor se liberó de su ceja derecha. No rodó por su nariz; fue a parar en cambio directamente al ojo. Una terrible, furiosa e impotente cólera le invadió, creándole la necesidad de comenzar a golpear, chillar y gritar. Aunque no podía hacer eso; tenía que mantener la calma, a pesar de la Pistola Microondas, y tan sólo responder, en caso de que fuera imprescindible. Disciplina; eso era lo importante.