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—¿Tal vez podríamos acompañarle hasta los niveles a los cuales pertenece? —El tono de voz del senescal era impasible. Quiss tuvo la impresión de que no quedaba otro remedio; entró en el ascensor junto con el senescal y la mayoría de los pequeños subordinados, el cual le depositó unas plantas más abajo del cuarto de juegos. No hubo ningún otro comentario.

Desde entonces trató de encontrar al ayudante que había conocido en la habitación, o la misma habitación, pero no tuvo éxito. Pensó que probablemente habrían reconstruido algunos de los corredores en aquellas plantas; en aquella área recientemente se habían llevado a cabo muchas obras. También estaba completamente seguro de que si por casualidad volvía a encontrar el mismo sitio, la puerta estaría cerrada.

A Ajayi no le contó nada sobre todo esto. Disfrutaba de saber cosas que ella ignoraba. Que siguiera leyendo, y lamentándose de no conocer el nombre de aquel misterioso lugar; ¡él lo sabía!

Quiss jugó su última ficha de dominó. Ambos permanecieron mirando expectantes la irregular configuración de las planas piezas de marfil como si esperasen que sucediera algo. Lanzando un suspiro Quiss se dispuso a recoger las fichas para comenzar otro juego. Tal vez convenciese a Ajayi de que jugaran otra partida antes de que se retirara a comer, o a leer un libro. Ajayi se inclinó hacia adelante y extendió una mano para dar a entender a su compañero que no comenzara otra partida. Entonces se dio cuenta de que las fichas no se movían. Quiss intentaba despegarlas de la superficie de la mesa sin conseguirlo y se estaba enfureciendo.

—Y ahora qué… —comenzó a decir, disponiéndose a levantar la mesa. Ajayi le detuvo, colocando sus manos sobre los antebrazos de Quiss.

—¡No! —dijo, mirándole fijamente a los ojos—. Esto tal vez quiera decir…

El hombre comprendió al instante y rápidamente se levantó de su silla para entrar al caldeado y luminoso cuarto de juegos. Para cuando regresó, después de haber llamado al servicio de servidumbre, Ajayi se hallaba inclinada sobre la mesa con una sonrisa en el rostro, observando cómo aparecían lentamente una serie de puntos en las fichas de dominó que ellos habían jugado.

—¡Toma, lo ves! —dijo Quiss sentándose, con el rostro brillante de sudor y triunfo. Ajayi asintió alegremente con la cabeza.

—Dioz —dijo una débil voz—, aquí dentwo haze un calow ezpantozo.

—Qué rapidez —le dijo Quiss a un camarero que se asomó desde el luminoso interior del cuarto de juegos. Éste asintió.

—Puez —dijo la criatura—, en wealidad eztaba en camino hazia aquí pawa vew que quewían pawa comew. Pewo zi lo dezean, puedo tomaw zu wespuezta.

A Ajayi el camarero le hizo reír, hallando su impedimento para hablar mucho más gracioso de lo que en realidad era. Supuso que debía ser que se encontraba de muy buen humor. Quiss dijo:

—Con mucho gusto; la respuesta es… —Quiss echó una mirada a Ajayi, quien asintió con la cabeza, para después continuar diciendo—… ambos desaparecen en una llamarada radioactiva. ¿Lo has comprendido?

—Amboz dezapawezen en una llamawada wadioactiva. Zí, cweo que lo he compwendido. Intentawé no tawdaw mucho; hazta luego… —El camarero dio media vuelta y se alejó contoneándose por el cuarto de juegos, cabizbajo, repitiéndose en voz baja la respuesta, con sus pequeñas botas azules centelleando debido al reflejo de la luz de los peces que pasaba a través del suelo de cristal, mientras que sus pasos y su voz se aceleraban estrambóticamente al pasar delante de la esfera de un reloj.

—Vaya… —dijo Quiss, reclinándose en su silla. Inspirando profundamente, entrelazó las manos detrás de su cabeza y apoyó una de sus botas sobre la balaustrada del balcón—, me parece que esta vez lo conseguiremos, ¿sabes? —Luego le dirigió una mirada a Ajayi. La mujer se alzó de hombros y sonrió.

—Esperemos que así sea.

Quiss resopló ante aquella pusilánime falta de confianza y se puso a contemplar la yerma planicie nevada. Sus pensamientos volvieron a aquella extraña experiencia de la habitación situada en las profundidades del castillo. ¿Qué sentido tenía aquel agujero, el planeta ridículamente llamado y el eslabón entre el castillo y aquel lugar? ¿A qué se debía en realidad aquella capacidad de influir en las personas para que hicieran cosas? (De mala gana había desechado la idea de que él era el único que poseía semejante capacidad.)

Era muy frustrante. Aún estaba en el proceso de conseguir que los ayudantes confidentes le hablaran de este nuevo aspecto enigmático del castillo. A pesar de todas sus amenazas y lisonjas, hasta ahora se habían mostrado muy poco cooperadores. No cabía ninguna duda de que estaban asustados.

Se preguntó cuán inalterable verdaderamente era la sociedad del castillo. Por ejemplo, ¿sería posible para ellos —él— dar un golpe? ¿Después de todo, con qué derecho divino el senescal dirigía aquel sitio? ¿Cómo había llegado al poder? ¿Cómo se dividían la supervisión del castillo ambos bandos de las Guerras?

Cualesquiera que fuesen las respuestas, al menos le daban la oportunidad de pensar en otra cosa aparte de los juegos. Tendría que haber otra manera de salir. Sencillamente tendría que haberla; jamás se debía asumir que las cosas eran lo que aparentaban ser. Era una lección que había aprendido hacía mucho tiempo. Hasta las tradiciones cambian. Quizá este arruinado prodigio se estaba acercando al borde de alguna especie de catástrofe, de algún cambio. Nadie dudaba que antiguamente había cumplido con los propósitos de sus arquitectos, tal vez habitado por un gran número de personas, intacto, sin desmoronarse, mitad fortaleza mitad prisión… pero ahora Quiss podía percibir su penetrante aire de decadencia, cuya tambaleante senilidad le convertía —si es que encontraba el arma o la clave apropiada— en una presa fácil. El senescal impresionaba tan sólo superficialmente; no había nadie más. Él —junto con la mujer— era la persona más importante de aquel lugar, de eso estaba seguro. Todo estaba en función de ellos, giraba en torno a ellos, tenía sentido porque ellos se encontraban aquí, y eso en sí mismo era una forma de poder (así como de comodidad: le agradaba sentir que formaba, del mismo modo que en las Guerras, parte de una élite).

Ajayi se sentó, dudando si esperar al pequeño camarero a que regresase o continuar leyendo su libro. Se trataba de una curiosa historia acerca de un hombre, un guerrero, perteneciente a una isla cercana a uno de los polos del planeta; hasta donde ella había podido comprender la traducción que estaba leyendo, su nombre era Grettir. Si no fuera porque le temía a la obscuridad, hubiese resultado un personaje muy valiente. Ajayi tenía deseos de continuar leyendo, no importa cuál resultase ser la contestación a su respuesta del acertijo. De todas maneras, no podía imaginarse que por ahora sucediera algo.

Al cabo de unos minutos continuaban allí sentados, en calma, abstraídos, cuando desde las resplandecientes y ventiladas profundidades del cuarto de juegos una tenue voz dijo:

—Lo ziento…

CUARTA PARTE