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La calle Penton

Delante del pub Belvedere, situado en la calle Penton, había una mesa sobre la acera tapando el hueco dejado por las puertas abiertas del sótano del local. Debían estar esperando una entrega del cervecero, pensó Graham. La mesa, de madera y fórmica, puesta encima del escotillón del sótano, le hizo recordar a la silla que había visto en el pasillo de la Escuela poco antes de salir.

Le faltaba poco para llegar a la cima de la pequeña colina detrás de la que se ocultaba una línea de casas; el camino casi era plano. Por la calle Penton circulaban algunos coches, pero después del bullicio de la Vía Pentonville, que acababa de cruzar, aquello era muy tranquilo. En la acera de enfrente había unas cuantas tiendas y un café. El área parecía no estar demasiado integrada para poder saber si su colectividad estaba arruinada o no.

Un ejemplar del periódico Sun de aquel día se enrolló entre los pies de Graham, impulsado por una repentina ráfaga de viento. Desprendiéndose de él, dejó que fuera a pegarse contra alguna cerca que bordeaba el camino. Recordó con una sonrisa el comentario apoplético de Slater acerca de los lectores del Sun. Lo mejor fue, pensó Graham, aquel día —hacía tan sólo un par de semanas— en que estuvieron sentados en Hyde Park. Slater había decidido que como de todas formas todos ellos pasarían el verano en la ciudad, tenían que quedar en verse, y por consiguiente organizó un picnic para el sábado por la tarde, pronosticando ese viernes que el día siguiente sería soleado y caluroso, cosa que acertó.

Slater había invitado a Graham, Sara y a un sujeto joven que Graham supuso sería la última conquista de Slater, un ex soldado de talla baja y musculoso llamado Ed. Ed llevaba el cabello muy corto y vestía unos pantalones cortos hechos de tejanos y una camiseta verde del ejército. Se hallaba sentado sobre la hierba leyendo lentamente una novela de Stephen King.

Por instigación de Slater habían estado hablando acerca de lo que harían si ganaran un millón de libras. Sara se negó a participar; dijo que se lo preguntaran el día en que los ganase. Ed lo pensó cuidadosamente y dijo que se compraría un gran coche y un pub en las afueras de la ciudad. Slater no sabía que más podría hacer, pero se le ocurrió una gran idea para gastar parte del dinero; ir al sur de los Estados Unidos, alquilar un avión fumigador y un piloto voluntario, llenar los depósitos con una mezcla de salsa picante y tinta negra indeleble, y después sobrevolar el mayor desfile del Ku Klux Klan de aquel año. ¡Eso que les haría llorar; pintaría a los desgraciados! ¡Hurra!

Graham dijo que utilizaría el dinero para crear una obra de arte total… sería un mapa de Londres, mostrando todas sus calles y casas, sobre el cual trazaría —casualmente con tinta negra— el camino, la ruta de cada uno de los ciudadanos de Londres durante aquel día, fuese por tren, metro, autobús, coche, helicóptero, avión, silla de ruedas, barco, o a pie.

Sara se rio, pero no de una manera poco amable. Ed creía que sería difícil combinarlo. Slater tildó la idea de aburrida y dijo que continuaría siéndolo por más que el mapa estuviese coloreado y/o se emplearan distintos tipos de tintas para señalar el rastro, y de todos modos la suya era una mejor idea. A Graham le pareció que Slater estaba un poco borracho por lo que no le contestó; permaneció sentado con una expresión perspicaz en su rostro y luego le dirigió una breve sonrisa a Sara, quien también le sonrió.

Ella llevaba puesto un ligero vestido de verano, con un elegante escote subido, y un gran sombrero blanco. Calzaba zapatos blancos de tacones altos y puntas redondas, bastante anticuados e inestables, además de medias de seda o imitación seda, o quizás medias enterizas de malla, las cuales a Graham le parecían innecesarias en un día tan caluroso. Se hallaba recostada contra un árbol y se la veía hermosa. Al levantar el brazo para apoyar su cabeza, Graham dirigió una rápida y avergonzada mirada a la obscura mata de vello ensortijado de su axila al descubierto.

Slater, en pantalones blancos, chaqueta a rayas y un gastado sombrero de paja (paja auténtica, pudo observar Graham), estaba sentado sobre la hierba con los brazos cruzados, sosteniendo un vaso de plástico lleno de champaña (a Graham y a Sara les dijo que trajeran algo para comer; él se presentó con una botella de dos litros).

Del dinero, pasaron a hablar de política:

—Edward —dijo Slater—. ¡No lo dirás en serio!

Ed se encogió de hombros y se acostó sobre la hierba, apoyando la cabeza rapada contra su brazo doblado, mientras que con el otro puño sujetaba, doblado por el lomo, la novela que estaba leyendo.

—Considero que ella lo hace bien —dijo. Su acento recordaba vagamente al de la zona este de Londres. Slater se dio una palmada en la frente con su mano libre.

—¡Diosmío! ¡La estupidez de la clase trabajadora inglesa jamás termina de sorprenderme! ¿Qué es lo que esos sanguinarios, acaparadores de dinero, mezquinos… bastardos tienen que hacer para que te enfurezcas? ¡Por vida del chápiro! ¿A qué estas esperando? ¿Una enmienda al Acta del Seguro de Manufactura? ¿Un recargo obligatorio para todos los sindicalistas? ¿La pena de muerte por limpiar ventanas mientras se espera cobrar el socorro de desocupado? ¡Dímelo, de veras!

—No seas necio —dijo Ed alzándose de hombros—. No es culpa de ella; es la recesión económica, ¿no es así? Los malditos laboristas no lo harían mejor; simplemente nacionalizarían todo, ¿o me dirás que me equivoco?

—Edward —dijo Slater con un suspiro—, creo que tienes un lugar asegurado en el Consejo de Redacción de The Economist.

—Mira, podrás seguir soltando todas las respuestas ingeniosas que quieras —dijo Ed, aún leyendo, o al menos contemplando el libro de bolsillo—, pero la mayoría de las personas simplemente no piensan como tú.

—Así es —dijo Slater, siseando—. Pues al final del callejón Chancery hay unos baños abiertos que quizá tengan la culpa de eso.

Ed pareció desconcertado. Luego giró la cabeza hacia Slater.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Oh, por el amor de dios —dijo Slater. Se dejó caer en la hierba melodramáticamente, extendiendo hacia arriba la mano con la cual sostenía el champaña—. ¡Bingo! —dijo jadeando.

En pocos días habría elecciones generales. A Slater le costaba creer que la gente realmente volvería a votar a los Conservadores. Graham no veía que la cosa fuera tan terrible, pero se guardaba de decirlo; Slater le desacreditaría. En cierto aspecto, Graham estaba de acuerdo con Ed; pensaba que no había nadie que verdaderamente pudiera mejorar la situación económica del país. Ciertamente, los Tories gastaban mucho en armas, especialmente en armamento nuclear, y tal vez debieran gastar más en cosas como el Servicio de Sanidad, pero él admiraba un poco a la señora Thatcher, y además había logrado una magnífica victoria en las Malvinas. Sabía que era una tontería, pero cuando el Ejército entró en Puerto Stanley él había sentido una especie de orgullo y envidia a la vez. Ed no tenía ningún problema en decirle a Slater lo que pensaba; Graham no sabía si sentir por él admiración o compasión. Cuando comprendió que probablemente a Ed le daba lo mismo lo que él pudiera pensar, en cierto modo se sintió molesto.

Ed se puso en pie.

—Bien, creo que iré a alquilar un bote. ¿Queréis venir? —Primero miró a Slater, luego a Graham y finalmente a Sara, quien sacudió su cabeza. Slater se hallaba acostado en la hierba mientras Graham le observaba.

—Hay una cola terriblemente larga —dijo Slater. Con anterioridad ya habían hablado sobre si alquilar o no un bote.