—Si no hacemos la cola no conseguiremos un bote —dijo Ed, alzándose de hombros. Después metió el libro entre la cintura trasera de sus shorts y la región lumbar. Slater continuó mirando al cielo sin decir nada—. Bueno —dijo Ed—, de todos modos yo puedo hacer la cola. Si os apetece, podéis venir cuando no falte mucho para mi turno. —Permaneció allí de pie.
—A veces —dijo Slater, dirigiéndose al cielo—, creo que sería mejor que no esperasen más y comenzaran la guerra. Una bomba de diez megatones para Westminster en este mismo momento, y nosotros ni nos enteraríamos… sencillamente nos volatizaríamos y nuestro polvo se mezclaría con la hierba y la tierra y el agua y el barro y las rocas…
—Tan sólo eres un maldito pesimista —dijo Ed—. A veces te pareces a uno de esos anarquistas, sinceramente. —Con las manos en la cintura, asintió con su cabeza mirando a Slater.
Slater continuó contemplando el cielo. Luego dijo:
—Espero que no irás a repetirme aquello de que en el Ejército hallaste un clima de camaradería muy majo.
—Mierda. —Ed se dio media vuelta sacudiendo su cabeza y enfiló en dirección a la taquilla de los botes—. Pues si no tienes la puñetera intención de defenderte…
Slater permaneció acostado durante unos instantes, luego se incorporó de un salto derramando un poco de su champaña. Ed se hallaba a diez metros de distancia. Slater le dijo gritando:
—¡Pues, cuando caiga y te estés friendo, espero solamente de que te acuerdes del día en que tu puñetera idea te parecía maravillosa! —Ed no le respondió. Sin embargo, las personas sentadas a poca distancia en sus sillas plegables y otras que se estaban asoleando, le dirigieron una mirada.
—Sh —dijo Sara con indolencia—. No lograrás nada gritándole de esa manera.
—Es un idiota —dijo Slater, desplomándose nuevamente sobre la hierba.
—Tiene derecho a pensar como quiera —dijo Graham.
—Oh, no seas estúpido, Graham —le espetó Slater—. Lee el Sun todas las mañanas en el autobús que coge para ir a trabajar.
—¿Y bien? —dijo Graham.
—Pues, mi estimado muchacho —dijo Slater, hablando con un rictus en la boca—, si todos los días se pasa media hora metiéndose mierda en el cerebro, ¿qué otra cosa puedes esperar de él que no sean ideas malolientes?
—Así y todo, sigue teniendo derecho a pensar como quiera —dijo Graham, sintiéndose torpe bajo la fría mirada escrutadora de Sara. Luego se dedicó a juguetear con unas briznas de hierba, retorciéndolas entre sus dedos. Slater suspiró.
—Graham, quizá podría admitírtelo si tuviera alguna idea propia, pero la cuestión es: ¿les interesa a los propietarios de la Fleet Street[15] lo que pueda pensar Ed? ¿No te parece? —Apoyándose sobre uno de sus codos, Slater miró a Graham desde una postura más enhiesta. Graham hizo una mueca y se encogió de hombros.
—Esperas demasiado de la gente —le dijo Sara a Slater. Éste la miró tapándose los ojos y elevando una ceja.
—¿De veras?
—No son como tú. No tienen en realidad el mismo modo de pensar que el tuyo.
—Lo que sucede es que no piensan —dijo Slater con un resoplido. Sara sonrió y a Graham le alegraba que ella estuviera hablando; le permitía mirarla, absorberla, sin que ninguno de los dos se sintiera avergonzado.
—Ahí estamos —dijo Sara sonriendo—. Pues claro que piensan. Pero creen en otras cosas, tienen prioridades diferentes, y la gran mayoría de ellos no aceptaría un estado socialista, por mucho que éste subiera al poder o fuese perfecto. —Slater soltó una risotada ante aquel comentario.
—Fantástico, por lo tanto ahora se disponen a elegir cinco años más de recortes, pobreza y nuevos métodos emocionantes de cómo incinerar a millones de seres humanos. Indudablemente, algo muy alejado de tu estado socialista ideal; ¿qué es esto, la escuela de sociología política del Marqués de Sade?
—Así que reciben aquello que se merecen —dijo Sara—. ¿Por qué tienes que preocuparte por sus vidas más que ellos?
—Oh, joder —dijo Slater—, me rindo. —Volvió a desplomarse sobre la hierba. Sara miró a Graham sonriendo, arqueando las cejas con un gesto conspirador. Graham rio calladamente.
Le hacía daño a los ojos mirarla. Por más que estaba sentada bajo la sombra del árbol, la palidez de su piel, los zapatos brillantes, las medias, el vestido y el sombrero reflejaban la radiante luz del cielo, haciendo que apenas pudiera mantener los ojos abiertos sobre su resplandeciente figura.
Graham bebió champaña. Aún estaba frío; Slater había traído la botella dentro de un refrigerador portátil que se hallaba junto al tronco del árbol, a la sombra como Sara. Slater se ofendió auténticamente al ver que Graham, a quien le había encargado que trajera los vasos, se presentaba con unas simples copas de plástico. Creyó que Graham comprendería.
Graham había temido un poco que Slater se encontrara con Sara; ambos la vieron por última vez a principios de aquella semana y Graham creía que quizá Slater se lo había mencionado a ella. Un día en que Sara canceló repentinamente el paseo de la tarde a lo largo del canal, él y Slater fueron juntos hasta la calle de la Media Luna. Sara había sonado por teléfono brusca, casi angustiada, y eso le dejó inquieto. De todos modos decidió caminar hasta allí, para estar en caso de que hubiera algún problema. Slater también se mostró preocupado, tanto por la obvia agitación de Graham como por el estado de Sara que Graham le había descrito. A Graham no le molestó que su amigo le acompañara: se sentía reconfortado por su compañía.
Después de caminar un trecho, al llegar a la Vía Theobald Slater insistió en que tomaran un autobús. Graham señaló que el 179 tan sólo les dejaría en King Cross, lo cual no quedaba muy lejos de allí y además les alejaba de su rumbo. Slater insistió en que no se desviarían tanto, y de todas maneras él no quería andar mucho ya que llevaba puestos sus zapatos nuevos y le apretaban. En King Cross paró un taxi. Graham dijo que no podría pagarlo… Slater le calmó diciendo que no se preocupase; lo pagaría él. No era tan lejos.
En el taxi, Slater súbitamente recordó algo; tenía un regalo para Graham. A continuación buscó en el bolsillo de su chaqueta.
—Aquí tienes —dijo, extendiéndole en su mano un objeto duro envuelto en papel de seda. Mientras el taxi subía por la Vía Pentonville, Graham desenvolvió el regalo. Era una pequeña figurilla de porcelana de una mujer desnuda, con enormes pechos, las piernas abiertas y dobladas por las rodillas. La expresión de su diminuto rostro era de completo éxtasis, los hombros echados hacia atrás parecían querer elevar aún más sus pechos cónicos mientras que las manos las tenía sobre las caderas, abiertas y delicadas, cada uno de sus dedos moldeado cuidadosamente. Echándoles una rápida ojeada, sus genitales le parecieron a Graham demasiado exagerados.
—¿Debo suponer que se trata de una broma? —le dijo a Slater.
Slater tomó la figurilla con una sonrisa y del bolsillo interior de su chaqueta sacó un lápiz.
—No —dijo—, es un sacapuntas; observa. —Dicho esto, introdujo el lápiz entre las piernas de la figurilla.
Graham apartó la vista, sacudiendo su cabeza.
—En realidad, lo veo un poco de mal gusto.
—Jovencito, tengo mucho más gusto que las anchoas en pasta de ajo —dijo Slater—. Simplemente trataba de levantarte el ánimo.
—Oh —dijo Graham, mientras el taxi doblaba hacia la izquierda—. Gracias.
—Vale —dijo Slater, sentándose en el borde del asiento para comprobar que el chofer del taxi tomaba el camino correcto que conducía a la calle de la Media Luna—. Me he pasado varios días haciéndotelo.
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