—Tomemos el caso de personas como mi antiguo jefe, ¿no es así? —estaba diciendo el señor Sharpe, dibujando en el aire con el humo del cigarrillo que sostenía entre sus dedos—. Sabes, un buen tipo, un buen tipo; estricto pero justo; no se andaba con vueltas con aquellos que llegaban tarde y todo eso, pero era recto, ¿sabes a qué me refiero? Estaba en el comercio textil; tenía que tratar con un montón de judíos. No le gustaba, por supuesto, pero así son los negocios, ¿no? El año pasado tuvo que ir a la quiebra, ¿qué te parece? Nos tuvo que despedir a mí y a los demás empleados, ¿comprendes? Básicamente era por la recesión, pero también por culpa de los puñeteros sindicatos. Solía pasar de ellos, créeme; no quería saber nada, lo cual me parece muy bien, pero suponía que ellos le habían jugado sucio por detrás, y él era un tipo muy listo, ¿no es así? De todas formas, era por culpa de la recesión, dijo, y que se sentía realmente apenado de tener que despedirnos después de cómo le habíamos apoyado. Y claro que lo hicimos; cuando unos años atrás nos había explicado los problemas por los cuales estaba pasando, ¿acaso exigimos un aumento de sueldo? Incluso dejamos que el año pasado nos recortaran la paga, hasta ese punto éramos capaces de llegar con tal de conservar nuestros empleos, ¿te das cuenta? No como esos puñeteros miembros del sindicato; nosotros éramos responsables, claro que sí. Realmente, fue un golpe duro para el señor Inglis. Así es como se llamaba, ¿sabes? Inglis de apellido, inglés de nacimiento, y a mucha honra, solía decir él. —El señor Sharpe se puso a reír.
Steven se quitó su casco azul y se secó el sudor de la frente. Pronto tendría que ir a orinar. Era una suerte que al final de la plaza Green hubiera unos aseos.
—Sí, era un buen tipo el señor Inglis. ¿Y sabes lo que me confesó? Me dijo que en los últimos cinco años ni siquiera había tenido ganancias. Esos puñeteros troskistas, mucho hablar acerca de los patrones y demás, pero en realidad no saben un comino, ¿no es cierto? Lo sé porque uno de mis sobrinos es troskista, ¿lo puedes creer? Pequeño sindicalista; la última vez que le vi casi le saco los malditos dientes; intentaba decirme que yo era uno de esos racistas, ¿lo ves? «Oye hijo», le dije, «he trabajado con negros e incluso tuve amigos entre ellos, lo cual probablemente es algo que tú jamás hayas hecho, y me llevaba muy bien con algunos; eran jamaicanos —no esos despreciables paquistaníes— y con algunos se podía hablar, pero eso no altera el hecho de que aquí hay demasiados, y eso no le convierte a uno en racista, ¿no es así?» Pequeño mequetrefe, le llamé. Sin tapujos. —El señor Sharpe asintió agresivamente con la cabeza, rememorando la confrontación.
Steven jugaba con la badana de cuero de su casco protector. Tenía calor. El sitio parecía tranquilo para llevarlo puesto; por los alrededores no se veía ningún andamiaje. Dejó su casco sobre el banco, entre él y el señor Sharpe, quien continuó diciendo:
—¿En dónde estaba? Oh, sí; el señor Inglis me confesó que en los últimos cinco años no había tenido ganancias, pero la gente cree que porque uno tiene un Rolls-Royce es un maldito millonario, ¿lo ves? Lo que ellos no saben es que el coche no le pertenece, es de la compañía. Ni siquiera es suya su casa; es de su esposa. Al tiempo tenía nada más que un Mini, pero no creo que los demás comerciantes le tomasen en serio, de ninguna manera. Especialmente los judíos.
Steven sacudió su cabeza, pensando que era el momento apropiado. No le había caído nada bien aquella mención del Rolls-Royce. Pensó en advertirle al señor Sharpe acerca de los peligros de destripamiento que comportaban los emblemas del Rolls-Royce, pero después de considerarlo no le pareció apropiado.
—Pero me alegra decir —dijo el señor Sharpe sonriendo y encendiendo otro cigarrillo— que ha logrado recuperarse. Me lo encontré hace unos días cuando me hallaba buscando trabajo; tiene un nuevo local en la calle Islington Park, confecciona vestidos y repara maquinarias. Por supuesto, sólo tiene trabajando para él mujeres inmigrantes, pero, como dice el señor Inglis, a él le gustaría tener blancos trabajando en su negocio pero la gente se vuelve perezosa, ¿y acaso no tiene razón? No encuentra mujeres blancas que quieran trabajar por ese salario, ¿y por qué? Porque el puñetero dinero que reciben del gobierno y algunos trabajos esporádicos hace mucho más, ésa es la razón. Al señor Inglis le encantaría volvernos a contratar a mí y a los otros para lo de las máquinas, pero los puñeteros sindicatos le exigen un salario que él no puede pagar. El señor Inglis tan sólo se puede permitir tener un par de tipos con experiencia, y todo el resto pertenecen al YOP o como diablos se llame; ya sabes, aprendices por los cuales el gobierno te paga para que les enseñes un oficio y todo eso.
Steven asintió con la cabeza. Observó los movimientos de las ramas de los árboles cuya sombra se reflejaba sobre la superficie pulida de su casco protector azul. Era verdaderamente un tono de azul precioso. Recogió el casco del banco y lo puso encima de su regazo.
—¡Y ese estúpido sobrino mío, diciendo que no nos quitan el trabajo! Pobre tonto. Creo que se droga; apuesto a que si uno le mira los brazos encontrará marcas de pinchazos. Yo también fumé porros, sabes; cuando estuve en la marina, en alguno de esos condenados países del tercer mundo… pero no me hizo ningún efecto y de todas formas yo no era tan estúpido como para engancharme, jamás. No yo, colega; para ser feliz no necesito más que una pinta de cerveza y un pitillo. —El señor Sharpe le dio una chupada a su cigarrillo y después bebió un trago de sidra.
Grout estaba pensando en cajas de cerveza. Él había tenido una. Al principio le había parecido una muy buena idea; una manera de dejar de buscar coches aparcados todo el tiempo. Haría cerca de un año atrás, un día en que había salido a buscar trabajo, se llevó consigo la caja de cerveza, hallada cierta noche detrás de un pub. Cuando se quedaba sin oxígeno y por los alrededores no había ningún coche aparcado ni muros bajos para protegerle de los rayos láser, simplemente tenía que depositar la caja en el suelo y subirse a ella. ¡Por fin estaba seguro!
Había sido una brillante idea, pero los transeúntes le trataron como si fuera una especie de maniático. Los jóvenes le gritaron cosas, las mujeres con niños le evitaban, un grupo de chicos incluso se puso a seguirle. Finalmente terminó por arrojar la caja al canal, cruelmente herido no sólo por la reacción de la gente, sino también porque sabía que no poseía el suficiente carácter como para enfrentarse a ellos; no era capaz de soportar tanto desprecio, tarde o temprano se hubiese hundido.
Sí, le había dolido, pero le agradaba saber que al menos la experiencia le había servido para algo. Ahora sabía qué astutos podían ser, con qué cuidado se esforzaban para que él no tuviese escapatoria. No le sería fácil vivir allí con esa forma de ser ingenua. Tenía que concentrarse en la fuga, en hallar la Clave, la Salida. Quizá debiera preguntarle al señor Sharpe acerca de Hotblack Desiato. Parecía conocer un poco la zona, aunque Steven no recordaba haberle visto antes ni en el pub Cabeza de Rocín ni en algún otro sitio… pero había dicho que vivía en la localidad. Tal vez supiera algo.
Sí, pensó, la caja de cerveza no había sido muy buena idea que digamos; les demostró demasiado claramente que él estaba por encima de ellos, que les despreciaba. Tendría que ser mucho más sutil.
—… qué pequeño mequetrefe, ¿eh? Llamarme a mí racista… —continuaba diciendo el señor Sharpe. Steven asintió con la cabeza nuevamente. Precisaba ir urgentemente al lavabo. Cogió su casco protector y lo colgó de un extremo del banco. Cuando depositó la botella de sidra sobre el asfalto, ésta se balanceó y cayó rodando, derramando la bebida durante los segundos que le tomó volver a recuperarla. Esta vez la dejó sobre el suelo con mayor cuidado.