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—Vaya —dijo.

—Eh, Steve —dijo el señor Sharpe, golpeándole ligeramente con su botella—, no querrás hacer eso. Es un líquido precioso. No te puedes permitir el lujo de desperdiciarlo de esta manera, ¿no te parece? Ni siquiera en el día de tu cumpleaños, ¿eh? —El señor Sharpe se rio. Steven también se rio y luego se levantó del banco. La barriga le dolía un poco. Al incorporarse se tambaleó levemente y con el pie derecho pateó la bolsa de plástico en donde se hallaban las demás botellas de sidra y el cartón de cigarrillos que había comprado el señor Sharpe.

—Con cuidado —dijo el señor Sharpe riéndose, tratando de sujetar a Grout con una mano.

—Tengo que ir a los aseos —dijo Steven. Palmeó la mano del señor Sharpe y se puso en marcha.

—¡Eh, Steve, échate una por mí! —le gritó el señor Sharpe a sus espaldas y después se rio. Steven también se rio.

No se sentía muy mal, pero le costaba caminar correctamente; era como si tuviera apendicitis o algo parecido. Iba caminando encorvado. Afortunadamente, los aseos públicos no quedaban muy lejos.

Después de orinar largamente se sintió mucho mejor. Sabía que estaba muy borracho, pero no tenía ganas de vomitar. En realidad se sentía bastante bien. Era agradable tener a alguien con quien hablar, alguien que parecía comprenderle. Se hallaba contento por haber conocido al señor Sharpe. Steven se pasó suavemente la mano por el pelo, peinándolo. Era una lástima que no hubiera en donde lavarse las manos, las cuales tenía un poco pegajosas, pero qué más daba. Inspiró profundamente varias veces para aclararse las ideas.

Cuando salió del aseo se detuvo a mirar el Café Jim's, al otro lado de la calle. Tal vez invitase al señor Sharpe a comer. Eso sería agradable. Haciendo ligeras eses regresó al banco de la pequeña plaza. Allí había otros hombres, algunos de los cuales tenían aspecto de pobres o desahuciados y Grout sintió lástima por ellos.

Al llegar junto al banco descubrió que el señor Sharpe se había marchado.

Steven permaneció contemplando el banco, vacilante, tratando de acordarse si en realidad aquél era el mismo. En un primer momento, si bien el banco parecía estar ubicado en la misma posición, pensó que no podía serlo, porque no veía su bonito casco azul colgado de un extremo. La bolsa de plástico y todo lo demás también había desaparecido. Intrigado, miró a su alrededor los bancos más cercanos. Tan sólo había sentados unos cuantos vagos. Steven se rascó la cabeza. ¿Qué podría haber sucedido? Tal vez no era el mismo banco, tal vez se encontraba en un lugar completamente diferente. Pero no, sobre el suelo había diseminadas bastantes cenizas de cigarrillo y también una botella de sidra vacía detrás del banco, junto al bordillo de cemento que separaba la senda de asfalto del césped verde. Hasta su botella había desaparecido.

Miró la escena que le rodeaba. El tráfico circulaba murmurante por la Vía Essex; los rojos autobuses subían y bajaban por la calle Mayor. ¿Qué podría haber sucedido? ¿Acaso la policía había confundido al señor Sharpe con un vagabundo y se lo llevaron? Ciertamente, no los Atormentadores; no se atreverían a hacer algo tan imprudente, tan en contra de las reglas, ¿serían capaces? ¿Simplemente porque él y el señor Sharpe se entendían tan bien?

Continuó buscando a su alrededor, pensando que de repente vería al señor Sharpe agitando su mano, haciéndole señas para que viniera a terminar su sidra y dejara de comportarse de esa manera tan estúpida. Tal vez el señor Sharpe se había cambiado de banco; tenía que ser eso. Steven echó una mirada a todos los demás bancos, pero todo lo que vio fue más vagos y desahuciados. ¿Le habrían hecho algo al señor Sharpe?

Tenía que tratarse de los Atormentadores. Era uno de sus trucos, una de sus tramposas pruebas. Steven no creía que fueran los judíos, como había dicho el señor Sharpe; él sabía que era obra de los Atormentadores. Ellos eran responsables de esto. Sin embargo, él se las haría pagar, lo prometía. ¡Ahora mismo llegaría al fondo de este asunto!

Se acercó al vago más próximo, un viejo que se hallaba acostado sobre el césped. Su largo cabello negro precisaba un buen lavado y a su alrededor tenía desplegada toda una colección de bolsas de plástico.

—¿Qué le sucedió a mi amigo? —dijo Grout. El vago abrió los ojos. Tenía el rostro muy bronceado y sucio.

—Yo no he hecho nada, hijo, nada de nada —dijo. ¡Un condenado borracho escocés! pensó Grout.

—¿Qué le sucedió? —insistió Grout.

—¿Qué, hijo? —El escocés trató de incorporarse del suelo, pero no pudo—. No he visto nada, lo juro. Estaba durmiendo. No he tocado nada, hijo. No me acuses a mí. De verdad. Dormir no es un crimen, ¿sabes, hijo? He estado en el extranjero, sabes, hijo, en otros países.

Grout se sintió sorprendido por este último comentario, luego sacudió la cabeza.

—¿Está seguro de no haber visto nada? —le preguntó cuidadosamente, demostrándole a aquel escocés borracho que él al menos sabía hablar con corrección. A sus últimas palabras les puso un leve tono de amenaza—. ¿Completamente seguro?

—Ajá, estoy seguro, hijo —dijo el escocés—, estaba durmiendo; eso fue lo que estaba haciendo. —El borracho parecía estar despertándose, haciendo un esfuerzo por mejorar su pronunciación. Grout finalmente decidió que aquel hombre no debía saber nada. Sacudiendo su cabeza, regresó junto al banco, deteniéndose detrás de él, observando a su alrededor.

Un vagabundo sentado en un banco no muy alejado orientado hacia la calle Mayor le hacía señas con la mano. Grout se encaminó por la senda en dirección al hombre. Éste era aún mucho más viejo y mugriento que el escocés roncando sobre el césped, abrazado a una de sus bolsas de plástico. Dónde diablos estaba toda la gente limpia, se dijo Grout.

—¿Busca a su amigo, míster? —¡Dios mío! ¡Éste era irlandés! ¿Dónde estaban todos los ingleses? ¿Por qué no enviaban a algunos de estos sujetos al lugar de donde habían venido?

—Sí, busco a mi amigo —dijo Steven fríamente, con cautela. El irlandés indicó con su cabeza el vértice de la pequeña plaza triangular, en dirección a la parada de autobuses que quedaba sobre la acera norte de la calle Mayor.

—Se fue por allá. Se llevó con él sus cosas —dijo el irlandés.

Grout se hallaba confundido.

—¿Por qué? ¿Cuándo? —Volvió a rascarse la cabeza.

El irlandés sacudió la cabeza.

—No lo sé, míster. Ni bien usted se marchó a los aseos recogió todo y se fue; pensé que ustedes habían discutido o algo así, eso es lo que pensé.

—Pero mi casco… —dijo Grout, aún incapaz de comprender la razón por la cual el señor Sharpe hubiera querido hacer una cosa semejante.

—¿Ese objeto azul? —dijo el vago irlandés—. Lo puso en una bolsa.

—No… —dijo Grout, desvaneciéndose su voz mientras se alejaba despacio en la dirección que le había señalado el irlandés.

Abandonando la pequeña plaza, esperó a que dejaran de pasar los coches y luego cruzó la Vía hacia la otra acera de la calle Mayor, caminando más por la calle que por la acera debido a que no llevaba puesto su casco y temía que se cayese algo sobre su cabeza de algún edificio. Un terrible espasmo, un dolor, comenzó a roerle las entrañas; se sentía igual que durante su estancia en el hogar, cuando todos los niños de los cuales se había hecho amigo eran adoptados o enviados a otro sitio y él seguía allí; del mismo modo que cuando se había perdido durante una excursión al mar en Bournemouth. Esto no podía estar sucediéndome, no en mi cumpleaños, pensaba. No en el día de mi cumpleaños.