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Continuó caminando por el costado de la calle, luego dobló la esquina dando un rodeo a los coches aparcados de modo oblicuo y se dirigió hacia la parada de autobuses, siempre buscando al señor Sharpe. Por alguna razón pensaba que el señor Sharpe llevaría puesto el casco azul, y se dio cuenta de que durante todo el tiempo había estado buscando eso y no al señor Sharpe, a quien, pensó, probablemente no podría describir si un policía se lo hubiera pedido. Vagó por las calles, con esa terrible sensación en las entrañas que aumentaba como si se tratara de una cosa viva, retorciéndose, oprimiéndole. Las personas le atropellaban, en la acera, junto a las paradas de los autobuses, en las rampas y fuera de los autobuses; negros, blancos y asiáticos, hombres y mujeres, personas con carritos de compras o bolsas con herramientas, mujeres con niños en cochecitos o que eran llevados de la mano. Los niños mayores corrían de un lado a otro, gritando y chillando. La gente comía hamburguesas en cajas de poliestireno, patatas fritas de bolsas, acarreaban paquetes, eran viejas y jóvenes, gordas y delgadas, altas y bajas, torpes y veloces; Steven comenzó a sentirse mareado, como si el alcohol o el sofocante aire le estuviera disolviendo, como si el dolor que sentía dentro suyo le estuviese estrujando como a una toalla mojada. Avanzó tambaleándose, empujando a la gente, buscando su casco protector azul. Sentía cómo se estaba disolviendo, cómo se le disecaba su identidad y se perdía en aquella marea de rostros. Se detuvo junto al bordillo de la acera y asegurándose de que no pasaba ningún autobús se puso a caminar por el carril que éstos usaban para transitar, luego dobló y comenzó a desandar el camino por donde había venido, alejándose de la multitud haciendo eses. Miró hacia atrás, pero todavía no se acercaba ningún autobús que pudiera atropellarle al intentar circular por su carril, tan sólo había tráfico más adelante, esperando con los motores rugientes a que el semáforo cambiara de luz. Oyó cómo el motor de una moto aceleraba y luego se ahogaba. Steven continuó caminando, en dirección hacia la plaza; tal vez el señor Sharpe decidiese regresar. Los agujeros que él había reparado tenían que estar por aquella zona…

Le asaltaron los desapacibles ruidos de los motores. Steven los ignoró. El sonido farfullante de una moto, un motor diesel acelerando. De repente, se sintió durante unos momentos mareado y desorientado, invadido por el pánico y por la incomprensible certeza de que ya había estado allí con anterioridad, que aquello ya lo conocía. Alzó la vista al cielo por un segundo y se sintió bambolear. La mente se le despejó y Steven no cayó en el tráfico circulante, pero había faltado poco. Oyó entonces un terrible estruendo, como si un coche hubiera chocado, pero probablemente no habría sido más que el ruido producido por los camiones vacíos al pasar a gran velocidad sobre algún repecho o agujero en la calle. Lentamente comenzó a darse la vuelta, aun sintiéndose extraño, para ver si se trataba de uno de los agujeros reparados por Dan Ashton y la brigada. Apostó a que lo era.

Una mujer gritó desde la acera.

Steven volvió a mirar aquel cielo tan azul y vio una cosa que se le aproximaba, como si fuera un reflejo deslizándose sobre una brillante y redonda superficie azul.

Un cilindro giratorio.

Una moto y un camión con remolque pasaron aprisa por el costado. Steven permaneció allí, paralizado, pensando; mi casco… mi casco…

El acrobático barril de cerveza de aluminio cayó pesadamente encima de su cabeza.

Scrabble Chino

Ajayi y Quiss se hallaban sentados, envueltos en sus pieles, en una pequeña área abierta cerca de la cima del Castillo Legado.

A un costado de ellos se alzaban contra el brillante cielo gris unas cuantas torres ruinosas y fracciones de plantas derruidas con sus cámaras y habitaciones, pero la mayoría de los apartamentos estaban vacíos y eran inhabitables, tan sólo buenos para las bandas de grajos. Por el suelo de aquel pequeño espacio abierto en donde ellos se hallaban sentados había dispersas piedras y grandes losas de pizarra. Unos cuantos árboles y arbustos atrofiados, poco más altos que la maleza crecida, sobresalían de la mampostería, en su mayor parte caída o resquebrajada. A uno y otro lado había ruinas de arcos y columnas y mientras ambos jugaban al Scrabble Chino comenzó a nevar.

Quiss levantó su cabeza lentamente, sorprendido. No podía recordar que nevara desde hacía… mucho tiempo. Apartó de un soplido algunos de los secos y minúsculos copos que se habían posado sobre la superficie del tablero. Ajayi ni siquiera lo notó; se hallaba concentrada estudiando las dos últimas pequeñas teselas de plástico apoyadas delante de ella sobre un trozo de madera. Les faltaba muy poco para terminar.

Cerca de ellos, posado sobre un picado y escamoso pilar, el cuervo rojo echaba bocanadas de humo de un grueso cigarro verde. Había comenzado a fumar al mismo tiempo que ellos dieron inicio a aquella partida de Scrabble Chino.

—Por lo que veo aquí hay para rato —había dicho el ave—. Es mejor que me busque algún otro entretenimiento. Tal vez contraiga cáncer de pulmón.

Quiss le preguntó, de un modo casual, en dónde había conseguido aquellos buenos cigarros. Más tarde se dijo a sí mismo que no tendría que haber sido tan tonto:

—¡Vete a tomar por saco! —le respondió el cuervo rojo.

Repentinamente, entre bocanadas de humo, el cuervo anunció desde el pilar:

—Me gustaba aquel último juego. —Quiss ni siquiera se dignó mirarlo. Sosteniéndose sobre una pata, el cuervo rojo se sacó del pico con la otra extremidad lo poco que quedaba del puro. Se quedó mirando pensativamente el extremo incandescente. Un copo de nieve se posó lentamente sobre su brasa, derritiéndose con un siseo. El cuervo rojo levantó la cabeza mirando con recriminación al cielo, después volvió a meterse el puro en el pico (con lo cual, al hablar, distorsionaba las palabras de una manera extraña)— Sí, estaba bien el Estratego Abierto. Me gustaba aquel tablero, el modo en que parecía expandirse interminablemente hacia todas las direcciones. Vosotros dos parecíais verdaderos zopencos, os lo prometo, de pie en medio de un tablero infinito que os llegaba hasta la cintura. Dos auténticos gilipollas. El juego de dominó era muy estúpido. Incluso éste resulta bastante aburrido. ¿Por qué no admiten la derrota? Jamás conseguirán acertar la respuesta. Podríais arrojaros ahora al vacío. Será cosa de un segundo. Maldición, a vuestra edad probablemente moriríais de conmoción antes de estrellaros contra el puñetero suelo.

—Hmm —dijo Ajayi, y Quiss se preguntó si había estado escuchando al ave. Pero la mujer aún continuaba mirando con el ceño fruncido las teselas sobre la tablilla de madera. Les hablaba a ellas, o a sí misma.

Si Quiss contaba correctamente, en pocos días se cumpliría el día dos mil desde que estaban juntos en el castillo. Naturalmente, recordó orgulloso, él ya vivía allí cuando llegó ella.

Le hacía bien llevar la cuenta de los días, calcular los aniversarios para luego poder festejarlos. Los calculaba de acuerdo a una base numérica distinta. Base cinco, base seis, siete, ocho, naturalmente, nueve, diez, doce y dieciséis. Por lo tanto dos mil días harían una celebración cuádruple, ya que era divisible por cinco, ocho, diez y dieciséis. Era una lástima que Ajayi no compartiera su entusiasmo.

Quiss se frotó lentamente la cabeza, sacándose algunos pequeños y fríos copos de nieve. De un soplido también limpió el tablero. Si seguía nevando así, tal vez pronto tendrían que volver a entrar. El cuarto de juegos les aburría y como el clima parecía más templado, después de mucho insistir al senescal, finalmente obtuvieron permiso para que la pequeña mesa con la gema roja fuese desbarretada del suelo (un trabajo aparentemente simple que mantuvo ocupados a tres ayudantes —a veces más— que constantemente discutían entre sí, equipados con aceiteras, destornilladores, martillos, cortadoras de tornillos, pinzas, llaves de tuercas y alicates, durante cinco días completos) y transportada hasta las plantas superiores del castillo que conformaban, por abandono, gracias al derrumbe de la arquitectura de los niveles más altos, el techo del castillo. En esta especie de patio elevado, rodeado por árboles atrofiados, piedras caídas y distantes torrecillas, habían estado jugando al Scrabble Chino durante los últimos y extraños cincuenta días. El clima había sido benigno; sin viento, ligeramente más cálido que antes (hasta aquel día) pero con el cielo siempre gris, aunque se trataba de un gris luminoso.