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—¡Quizá sea primavera! —había exclamado Quiss entusiasmado— Quizá sea pleno verano —había murmurado de mal humor Ajayi, con lo cual logró que Quiss se enfadara con ella por ser tan pesimista.

Quiss se rascó el cuero cabelludo. Lo sentía raro después de que el barbero del castillo le hubiera cortado el cabello. No estaba muy seguro de que el pelo le estuviera creciendo. Su mentón y sus mejillas, que durante mil novecientos días estuvieron cubiertas por una barba cerdosa y entrecana, ahora se sentían lisas al tacto, si bien aún arrugadas por la edad.

Quiss emitió una divertida risita al pensar en el barbero del castillo, quien estaba neurótico. Estaba neurótico porque su tarea era afeitar a todo hombre del castillo que no se afeitaba a sí mismo. Quiss había oído hablar sobre este curioso personaje mucho antes de conocerle; el senescal le informó de la presencia del barbero poco después de que Quiss hubiese arribado al castillo, en respuesta a su demanda sobre si vivían en aquel lugar seres humanos relativamente comunes. Al principio, Quiss no le creyó al senescal; pensó que el hombre de piel gris estaba bromeando. ¿Un barbero que afeita a todo aquel que no se afeita a sí mismo? Quiss respondió que él no creía que semejante persona existiese.

—Ésa es una conclusión transitoria —le había dicho solemnemente el senescal— a la que ha llegado el barbero.

Quiss conoció al barbero mucho tiempo después, cuando exploraba las plantas centrales del castillo. El barbero poseía una grande, espléndidamente equipada y casi sin estrenar barbería, con una bonita vista de la planicie nevada. El barbero era más alto y delgado que el senescal y su piel era de color negro intenso. Tenía el cabello blanco y estaba medio calvo. Se afeitaba el lado derecho de su cuero cabelludo completamente. En el lado izquierdo de la cabeza presentaba un bonito peinado, o mediopeinado, de rizos blancos. También se afeitaba la ceja izquierda, pero la derecha permanecía intacta. El bigote tan sólo le cubría la mitad izquierda. La barba la tenía muy espesa y abundante en el lado derecho de su cara; la otra mitad se hallaba pulcramente afeitada.

El barbero llevaba puesto un grueso conjunto blanco inmaculado y un delantal del mismo color. No hablaba el mismo idioma que Quiss, o se había olvidado de cómo hablarlo, porque cuando Quiss entró en la barbería con travesaños de bronce y con los sillones tapizados en piel roja simplemente se puso a danzar alrededor suyo, señalando su cabello y su barba y silbando como un pájaro, mientras agitaba al compás las manos y los brazos. Sacudió delante de Quiss una enorme toalla blanca y mediante gestos implorantes trató de que se sentara en uno de los sillones. Quiss, cauteloso y desconfiado de las personas que temblaban y se sacudían demasiado a la menor ocasión, pero especialmente cuando se le querían acercar con algo parecido a unas largas tijeras o una navaja de afeitar, declinó el ofrecimiento. Más tarde, no obstante, descubrió que el barbero poseía un pulso firme cuando encaraba sus obligaciones. El cabello del senescal seguía creciendo y él se lo hacía cortar por el barbero.

Cien días atrás, Quiss había enviado a un ayudante para que le comunicase al barbero que él pasaría pronto a cortarse el pelo. O el pequeño criado no comprendió el mensaje o hubo un malentendido con el barbero, o tal vez no podía esperar, pero la cuestión fue que poco después se presentó en el cuarto de juegos, trayendo consigo un equipo de barbero portátil. Quiss dejó que le cortase el cabello mientras Ajayi observaba. El barbero pareció sentirse satisfecho, farfullando alegremente para sus adentros mientras recortaba con destreza el jaspeado cabello de Quiss y le afeitaba la barba.

Por desgracia, el cuervo rojo también le había estado observando y no paró de decirle a Quiss que el barbero podía cortarle el cuello muy profesionalmente si él se lo pedía con amabilidad; después de todo, ¿qué alternativa tenía? Volverse loco, o resbalarse en los escalones algún día…

Quiss se pasó la mano por la barbilla, sintiendo todavía aquella suavidad —después de cien días— novedosa y placentera.

No tuvo suerte en conseguir que los ayudantes destilasen o fermentasen alguna bebida alcohólica con las provisiones de la cocina. Y jamás volvió a encontrar aquella puerta abierta, ni ninguna otra puerta abierta. Por entonces, todas las puertas estaban cerradas con llave. La última cosa interesante que había encontrado resultó ser otra estúpida broma, que él ni siquiera logró comprender del todo.

Se hallaba en las profundidades de las plantas inferiores del castillo, buscando la puerta o al pequeño ayudante que le había descubierto dentro de la habitación (aún seguía soñando con aquellos exóticos brazos marrones, con el cielo azul cruzado por una estela de humo; ¡con aquel sol!), cuando oyó a lo lejos un continuo y monótono ruido de latidos, proveniente de la red de túneles y corredores.

Siguió el sonido de aquellas pulsaciones hasta llegar a una zona en donde los suelos de los corredores y de los nichos estaban cubiertos con una fina capa de polvo gris, el cual también volaba por el aire. El suelo vibraba al compás de los latidos. Por unos amplios y desgastados escalones bajó a un pasillo oblicuo y a continuación el polvo le hizo estornudar.

Un pequeño ayudante que calzaba botas grises pero que no llevaba el ala de sombrero sobre su capucha pasó a toda prisa por el amplio pasillo al cual iban a dar los escalones. Al ver a Quiss se detuvo.

—¿Puedo ayudarle en algo? —chilló. Su voz era muy aguda pero al menos era cortés. Quiss decidió aprovecharse de ello.

—Por supuesto —dijo, tapándose la boca y la nariz con un extremo de su abrigo para que no le entrase el polvo. Sintió que los ojos se le irritaban. Los latidos se oían cada vez más cerca, y provenían de unas grandes puertas dobles situadas al final del pasillo—. ¿Qué demonios es ese ruido? ¿De dónde sale todo este polvo?

El ayudante le contempló calmadamente durante unos instantes y después dijo:

—Acompáñeme. —El ayudante se encaminó hacia las puertas dobles. Quiss le siguió. Las puertas dobles estaban hechas de plástico y a la altura de una cabeza humana tenían unas claras inserciones, también de plástico. En una de las puertas había un gran símbolo: D. A Quiss le hizo recordar una media luna. En la otra puerta, del lado derecho, había este otro símbolo: P. El ayudante pasó rápidamente por las puertas en una nube de polvo. Tosiendo, con el abrigo de pieles contra su boca, Quiss sostuvo abierta una de las puertas y miró adentro.

Aquella habitación era tan grande como una caverna, en donde cientos de ayudantes corrían de un lado a otro por entre la nube de polvo. Allí había correas transportadoras, grúas elevadoras y toneles, cubos, carretillas y un sistema de ferrocarril de vía estrecha con rieles —que apenas se veían a través de la polvorosa bruma— muy similares a los que Quiss había visto en las cocinas del castillo. Todo el lugar estaba envuelto por una nube de aquel fino polvo gris y temblaba y resonaba con el continuo latir estrepitoso que él había oído antes desde más lejos. El ruido lo producía una única máquina gigantesca situada en el mismo centro de la habitación. La máquina parecía estar hecha principalmente de gruesas columnas de metal, una maraña de cables y alambres, y una compuerta con engranajes de metal que subía y bajaba constantemente.