En el centro de la máquina una cosa inmensa lanzaba destellos plateados al compás del machacante ruido. Por encima del centro de la máquina, también al compás de los latidos, un cilindro de metal plateado ascendía y descendía. Unos bloques de piedra gris extrañamente labrados, o esculturas, entraban a la máquina por un costado; por el otro costado salía polvo. Polvo y escombros. Los escombros eran retirados por una cinta transportadora y vaciados en enormes contenedores que Quiss apenas podía ver a lo lejos a causa del aire contaminado por el polvo. Aparentemente el polvo tenía que ser aspirado por unos tubos extractores dispuestos en el techo (similar, nuevamente, al sistema empleado en las cocinas), pero por lo visto gran parte del polvo se escapaba a los orificios de absorción. Quiss podía ver —por entre el denso polvo que había en el aire— grandes montículos de polvo acumulados como olas congeladas alrededor de contenedores y tramos finales de cintas transportadoras. En varios lugares, pequeños ayudantes con botas grises echaban con palas el polvo gris dentro de carretillas o en pequeños vagones parecidos a tolvas pertenecientes al ferrocarril de vía estrecha. Otros ayudantes subían carretillas repletas de polvo por planchas peligrosamente estrechas hasta el borde de los contenedores gigantes y las descargaban allí; parte del polvo volvía a salir por oleadas.
Hasta donde Quiss podía ver por entre la niebla gris, unos grandes cubos sacaban por las bocas de los contenedores un fluido gris y viscoso, el cual vertían en moldes dispuestos sobre las cintas transportadoras para después desaparecer dentro de unas largas y siseantes máquinas; al otro extremo de estas máquinas los moldes eran despojados de sus esculturas grises y transportados a mano o en carreta por los ayudantes hacia otras cintas transportadoras, que a su vez iban a parar a la machacante máquina del centro de la habitación…
—Por todos los diablos, ¿qué es esto? —dijo Quiss incrédulamente, tosiendo a causa del polvo.
—Esto es de-pe[17] —dijo el ayudante con modestia, de pie frente a Quiss y con los brazos cruzados—. Éste es el centro nervioso de todo el castillo. Sin nosotros, todo el lugar simplemente se pararía. —Hablaba con orgullo.
—¿Estás seguro? —dijo Quiss, tosiendo. La pequeña criatura se puso rígida.
—¿Tiene alguna otra pregunta? —dijo con frialdad. Quiss estaba mirando cómo los objetos que había tomado por esculturas se desplazaban ininterrumpidamente a lo largo de la cinta transportadora hacia su destrucción. Tenían unas formas curiosas: 5, 9, 2, 3, 4…
—Sí —dijo señalando las hormas—, ¿qué se supone que son?
—Ésos son —dijo con precisión el ayudante— números.
—A mí no me parecen números.
—Pues lo son —dijo con impaciencia la criatura—. En ellos radica toda la cuestión.
—¿Toda la cuestión de qué? —dijo Quiss, riéndose y sofocándose al mismo tiempo. Se daba cuenta de que era una molestia para el pequeño ayudante y pensó que aquello era divertido. Ciertamente, él jamás había visto números con esa forma, pero naturalmente podría tratarse de números de un idioma o sistema desconocido.
—Toda la cuestión de lo que hacemos aquí —dijo el ayudante, como si estuviera tratando de ser más paciente de lo que en realidad sentía—. Ésta es la sala en donde se trituran los números. Ésos son números —dijo, pronunciando con claridad como si le estuviera hablando a un niño pequeño obstinadamente torpe, e indicando con una mano la cinta transportadora—, y aquí es donde los trituramos. Esa máquina es una trituradora de números.
—Hay que estar loco —dijo Quiss, con la boca tapada por su abrigo.
—¿Cómo? —dijo el ayudante, poniéndose aún más rígido y a continuación se irguió en toda su, si bien modesta, altura. Quiss tosió nuevamente.
—Nada. ¿De qué hacéis los números? ¿Qué es ese material gris?
—Yeso de Salt Lake City[18] —dijo el pequeño ayudante, como si sólo un idiota pudiera hacer semejante pregunta. Quiss le miró con el ceño fruncido.
—¿Qué diablos es eso?
—Es como el yeso de París[19], salvo que más obscuro —dijo el pequeño subordinado y a continuación dio media vuelta y escapó a toda prisa por entre la niebla de polvo gris. Sacudiendo su cabeza, Quiss tosió, soltando luego la puerta de plástico que mantenía abierta.
Ajayi todavía continuaba reflexionando sobre sus dos últimas teselas, sin decidirse con cuál de ellas iba a jugar. Apoyando los codos sobre sus rodillas y la cabeza entre sus manos, cerró los ojos con aire pensativo.
La nieve se posaba sobre su fino cabello entrecano, pero ella aún no se había dado cuenta de que nevaba. Su expresión de concentración se intensificó. Casi habían acabado.
El Scrabble Chino se jugaba sobre un tablero cuadriculado, parecido a una pequeña porción del tablero del Estratego al cual habían jugado hacía más de cien días atrás, pero en el Scrabble Chino uno debía colocar pequeñas teselas con pictogramas en las casillas que formaban las líneas de la cuadrícula y no pequeñas piedras sobre los intersticios. Esta vez no había tenido necesidad de complicarse con cosas como las piezas infinitamente largas, pero el problema residía en la elección de los pictogramas que le tocaban a cada uno al comienzo del juego. Aparte de esto, tuvieron que aprender un idioma llamado chino.
Solamente eso les había llevado más de setecientos días. Quiss estuvo varias veces a punto de abandonar, pero de algún modo Ajayi logró convencerle de que siguiera adelante; aquel nuevo idioma le apasionaba. Era como una clave, decía. Incluso ahora podía leer mucho más.
Ajayi volvió a abrir los ojos y examinó el tablero.
Los significados y posibilidades de los pictogramas que tenía frente a ella le ocupaban sus pensamientos, mientras trataba de encajar las dos últimas teselas en alguna parte de aquella trama de líneas asimétricas que ella y Quiss habían creado encima del pequeño tablero.
El chino era un idioma difícil, incluso mucho más difícil que aquel que había comenzado a estudiar y que llamaban inglés, pero ambos merecían el esfuerzo. Incluso valían el esfuerzo de tener que arrastrar a Quiss por el mismo camino educativo. Ella le había ayudado, persuadido, incitado, gritado e insultado hasta que él logró captar el idioma en el cual tenían que jugar las partidas, e incluso una vez dominados los elementos básicos ella aún tuvo que continuar ayudándole a seguir adelante; Ajayi había sido capaz de deducir aproximadamente qué teselas le quedaban a Quiss en la etapa final del juego, en parte la más difícil, e intencionalmente dejó unas aperturas fáciles de completar para que Quiss no se viera imposibilitado de deshacerse de las últimas teselas debido a su conocimiento imperfecto del idioma. El resultado era que ahora ella se encontraba atascada, incapaz de ver en dónde podría ubicar los dos últimos pictogramas que le quedaban. Si no lograba encasillarlas en algún lugar, formar uno o más nuevos significados, entonces tendrían que comenzar todo de nuevo. La siguiente partida no les tomaría tanto tiempo como ésta, la cual llevaban jugando desde hacía treinta días, pero a Ajayi le preocupaba que Quiss perdiese la paciencia. Ya varias veces le había recriminado entre gruñidos que ella no le había enseñado debidamente el idioma.
Pero para Ajayi aquel idioma era un maravilloso y mágico regalo. Para ser capaces de jugar correctamente, debían por supuesto comprender el chino, un idioma del planeta del Súbdito del castillo, el planeta cuyo nombre todos los libros parecían querer mantener en el anonimato. Por consiguiente, el senescal les proveyó de un diccionario con pictogramas chinos y su equivalente en uno de los idiomas comunes a ambos bandos de las Guerras Terapéuticas, un antiguo código de batalla descifrado hacía tiempo, tan refinado que le permitió seguir siendo útil como lenguaje mucho después de haber dejado de ser secreto.