Con esta llave Ajayi podía acceder a cualquiera de los idiomas originales del innominado globo. En pocos días encontró un diccionario chino-inglés y después de eso comenzó a leer con mucha mayor soltura. Aprendió el chino para jugar y el inglés para leer, junto con algunos otros idiomas, llegando a comprender con relativa fluidez el sistema indoeuropeo mucho antes que las demás complicadas lenguas orientales.
Era como si todo el ruinoso y gigantesco castillo se hubiera vuelto de pronto transparente; ahora tenía la posibilidad de leer y disfrutar una infinidad de libros; delante de ella se desplegaba toda una cultura y una civilización entera, para que ella la estudiase a su antojo. Ya había comenzado a aprender francés, alemán, ruso y latín. Pronto pasaría al griego y con los conocimientos de latín el italiano no representaría una gran dificultad (su inglés ya le servía para acceder al antiguo idioma romano). El castillo había dejado de ser la prisión que anteriormente era; ahora lo veía como una biblioteca, como un museo de literatura, de alfabetismo, de idiomas. La única cosa que todavía le inquietaba era que no había forma de traducir las inscripciones de las pizarras. Aquellos símbolos crípticos y sepultados seguían sin querer decir nada. Ajayi había registrado pared tras pared de libros, pero jamás encontró mención alguna sobre aquellas extrañas y sencillas inscripciones que por alguna razón estaban grabadas en la cara interna de la piedra veteada.
Pero se trataba de una preocupación menor en comparación a la inmensa satisfacción que sentía con su descubrimiento de la clave de las lenguas originales del castillo. Había comenzado a leer metódicamente todos los clásicos del pasado del planeta innominado, después de haber hallado un libro orientativo sobre la literatura de ese mundo. Aparte de alguna ocasional incursión —para despertar su apetito— era bastante estricta con ella misma en cuanto a seguir un orden cronológico en las lecturas de los libros que había descubierto en sus habitaciones. Ahora estaba comenzando, a la par que finalizaban aquella primera y —eso esperaba— última partida de Scrabble Chino, con los dramaturgos de la época isabelina en Inglaterra, hallándose bastante excitada con la perspectiva de leer a Shakespeare, el cual esperaba con ansia que no defraudase sus expectativas creadas por las exageradas alabanzas leídas en los últimos ensayos críticos.
Aunque había adelantado bastante, todavía se le escapaban muchas cosas; había libros que aún no había encontrado, o que tenía que leer, una vez que terminase de leer de cabo a rabo hasta el último periodo en que se siguieron publicando los libros (o hasta donde habían registrado los archivos del castillo; Ajayi no sabía qué podía haber sucedido; ¿había sido el mundo destruido por algún cataclismo, pasaron a otra forma de comunicación, o acaso el castillo tan sólo albergaba las obras producidas hasta cierto periodo histórico del mundo?).
—Vamos, Ajayi —dijo Quiss suspirando—. He terminado hace siglos. ¿Qué es lo que te retrasa tanto?
Ajayi miró al anciano de cabello moteado, con sus mejillas afeitadas y el amplio rostro lleno de arrugas. Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada. Le hubiera gustado pensar que su compañero estaba bromeando, pero temía que hablara en serio.
—Sí, a ver si te mueves —dijo el cuervo rojo—. Se me está apagando el cigarro por culpa de esta puñetera nieve.
Fue recién entonces cuando, levantando la cabeza, Ajayi se dio cuenta de que estaba nevando. De algún modo había sido consciente de los esporádicos soplidos de Quiss sobre el tablero, pero se encontraba tan concentrada tratando de hallar un rincón, o dos, para sus restantes teselas que no percibió adecuadamente que lo que Quiss soplaba era nieve.
—Oh —dijo, dándose cuenta de súbito. Durante un instante miró a su alrededor confundida. Se subió el cuello de su abrigo ciñéndoselo contra la garganta, aunque si en algo había cambiado la temperatura desde que comenzó a nevar era en que hacía ligeramente más calor, y no más frío. Miró el tablero frunciendo el entrecejo y después volvió a mirar a Quiss— ¿No crees que será mejor que volvamos al cuarto de juegos?
—Oh dioses, no —dijo el cuervo rojo con una voz exasperada—, terminad esto de una vez. Mierda. —Sacándose el puro de la boca observó su humedecido y negro extremo, para después arrojarlo descuidadamente con un ligero movimiento de su lustrosa pata negra—. No tiene sentido que os pregunte si tenéis fuego, bastardos —murmuró, luego sacudió violentamente su cabeza, extendió a medias las alas y desplegó su cola. A continuación se sacudió la nieve que le cubría el lomo. Unas cuantas plumas rojas pequeñas cayeron flotando al blando suelo, al igual que unos peculiares copos de sangre mezclados entre la nevada.
Ajayi volvió a posar los ojos sobre el tablero.
Quiss había perdido toda esperanza de llevar a cabo alguna clase decoup-de-château. El senescal se hallaba en una posición inexpugnable, había descubierto, debido a que estaba más allá del tiempo. Quinientos días atrás, algunos de los ayudantes confidentes de Quiss se hallaban trabajando en las cocinas cuando una cocina provisional se desplomó, dejando caer un inmenso caldero de guiso hirviente encima del senescal, que en aquel momento justo pasaba por allí. Media docena de pinches fueron testigos de lo que sucedió a continuación; en un segundo el senescal desapareció tragado por la gigantesca olla de metal, mientras que su contenido se derramaba por toda una sección de las cocinas. Dos de los pequeños protegidos de Quiss se encontraban a tan sólo dos metros de distancia y tuvieron que arrojarse dentro del fregadero en donde lavaban los platos para salvar sus vidas de la humeante oleada de caldo hirviente.
Unos instantes más tarde, el senescal aparecía caminando al otro lado del fregadero, diciéndole al cocinero subalterno de aquella sección que encontrase a los responsables de haber construido aquella cocina, les hiciera construir otra y luego la utilizase para cocinarlos vivos. Luego se dirigió a su despacho como si nada hubiera sucedido. Cuando se despejaron los restos de la cocina y del caldero no encontraron ningún rastro de cadáver. Un pinche —aún pasmado— dijo que el senescal sencillamente se había materializado delante suyo.
Quiss no era un tonto. No había modo de luchar contra un poder semejante.
También había abandonado la idea de intentar obstaculizar por algún medio el proceso que se ponía en marcha cuando ellos terminaban un juego y respondían al acertijo que se les había asignado. El cuervo rojo le contó lo que sucedería; la última criatura del castillo que Quiss hubiera pensado fuese tan amigable, pero obviamente el ave creía que contándoselo le desanimaría todavía más y por consiguiente haría que Quiss entrase en un proceso de autodestrucción.
Quiss no recordaba ahora toda la historia, pero se remontaba al pasado e incluía a un camarero susurrando la respuesta en una habitación repleta de abejas que construían una especie de nido que era comido por una cosa llamada el cuervo mensajero y que después salía volando.
A continuación aparecían más bestias curiosas, las cuales en su mayor parte parecían terminar comiéndose unas a otras, luego un lugar sobre la superficie de dondequiera que provenían éstas con miles de lagos minúsculos a donde se encaminaban miles de animales para ser voluntariamente quemados, derritiéndose el hielo de los lagos en una especie de secuencia que cierto satélite de comunicación orgánico con un láser mensajero reconoce… después todo se complicaba aún más.