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En otras palabras, era infalible. Encerrar o coercer de algún modo al camarero que murmuraba secretamente tampoco tenía sentido; como última verificación, quienquiera o cualquiera que viniese a recogerles del castillo preguntaría a los cuervos y a las urracas qué era lo que habían visto, para asegurarse de que no se había utilizado ninguna clase de trucos.

Todo aquello, naturalmente, sucedía en una especie de tiempo falseado, razón por la que, pese a la complejidad laberíntica del proceso contestador, ellos siempre recibían el veredicto a su respuesta minutos más tarde. Quiss halló todo esto muy deprimente.

Bueno, al menos ya estaban por terminar este juego. Quizá, se dijo a sí mismo, esta vez acertasen. Tan sólo les quedaba otra oportunidad para descifrar el acertijo, lo cual en cierto modo era preocupante aunque por otro lado también alentador. Tal vez ésta sería la correcta, tal vez finalmente lograsen responder acertadamente y salir de aquel lugar.

Quiss intentó pensar en las cosas en las que generalmente trataba de no pensar; las cosas que al principio había echado tanto en falta que hacía daño pensar en ellas. Ahora era capaz de pensar en ellas con mucha facilidad, sin sufrimientos. Las buenas cosas de la vida, los diversos placeres de la carne y de la mente, el júbilo de la batalla, recuerdos de conjuras y borracheras.

Todo aquello había quedado atrás. Tenía la impresión de que todo aquello le había sucedido a otra persona, a algún hijo joven o nieto, a una persona completamente ajena. ¿No sería que estaba comenzando a pensar como un viejo? Tan sólo porque lo aparentara físicamente no era motivo suficiente, pero tal vez había una especie de presión de retroceso, un ciclo retroactivo de causa y efecto que hacía que sus pensamientos se amoldasen gradualmente a la cáscara que éstos ocupaban. Él no lo sabía. Quizás era sencillamente a causa de todo lo que le había sucedido en el Castillo Puertas, todas las decepciones, todas las oportunidades perdidas (aquellos brazos marrones de mujer, aquella brillante promesa de la estela de vapor, aquel sol, ¡aquel sol en este lugar nublado!), todo el caos y el orden, el aparente sinsentido y la supuesta locura gobernada del castillo. Quizás uno se contagiaba al cabo de un tiempo.

Claro, pensó, el castillo. Posiblemente le transformaba a uno en lo que era, en lo que debía ser. Tal vez nos moldea, como aquellos números, en un eterno círculo de destrucción y reencarnación. Efectivamente: desintegración y dispersión, un epílogo al nacer… ¿por qué no? En cierto modo le daría lástima irse de allí. Los pequeños ayudantes que utilizaba como contactos en las cocinas difícilmente podían compararse a las excelentes tropas a las cuales estaba acostumbrado, o incluso a los feroces mercenarios, pero poseían una movediza e ineficaz atracción; le entretenían. Los iba a extrañar.

Le entró la risa al recordar al barbero; también su encuentro con el maestro albañil y con el superintendente de las minas; dos hombretones hoscos y orgullosos que le hubiera gustado conocer mejor. Incluso el mismo senescal era interesante una vez que se le persuadía para que entablase una conversación, sin olvidar su habilidad para escaparse de las catástrofes.

¿Pero toda una vida aquí, o quizá mucho más que una vida?

Súbitamente, aquel pensamiento involuntario le llenó de una terrible y profunda desesperación. Sí, extrañaría aquel lugar, si es que alguna vez lograban salir de allí, de un modo extraño y retorcido, pero se trataba de una reacción natural; como prisión sin duda era muy llevadera, y cualquier sitio que no fuera atrozmente desagradable podía inspirar un sentimiento de nostalgia pasado cierto tiempo, el necesario como para que el proceso de la memoria pudiese seleccionar lo bueno y erradicar lo malo. Pero no se trataba de eso, sencillamente no se trataba de eso.

Quedarse en aquel lugar sería fracasar, rendirse, agravar y afirmar el error que había cometido y por el cual se hallaba allí. Era un deber. No para con su bando o para con sus camaradas; ellos no tenían nada que ver con esto. Era un deber para consigo mismo.

¡Qué extraño resultaba que tan sólo ahora, en este extraño sitio, pudiese comprender plenamente una frase, una idea que había oído y desechado a lo largo de toda su educación y entrenamiento!

—¡Ah! —dijo Ajayi, interrumpiendo los pensamientos de Quiss. Alzando la vista vio cómo la mujer se inclinaba sobre el tablero con la mano ahuecada y soplaba sobre el tablero para despejarlo de los copos de nieve allí acumulados—. Ya está —dijo, ubicando las teselas en un extremo de la cuadrícula y a continuación sonriéndole orgullosa a su compañero. Quiss observó las dos teselas recién colocadas.

—Por lo tanto, se acabó —dijo, asintiendo con su cabeza.

—¿No te parece que es bueno? —dijo Ajayi, señalando el juego.

Quiss se encogió de hombros evasivamente. Ajayi sospechó que no había comprendido con exactitud el significado de lo que estaba formado encima del tablero.

—Ya está —dijo Quiss, sin mostrarse particularmente impresionado—. Terminamos la partida. Eso es lo más importante.

—Vaya, Jesús ha sido bondadoso —dijo el cuervo rojo—. Ya me estaba durmiendo. —Con un revoloteo bajó del pilar derruido y se mantuvo flotando en el aire encima del tablero, inspeccionándolo.

—No sabía que podías hacer eso —le dijo Ajayi al ave; el batir de sus alas impedía a la nieve caer sobre ellos y el tablero, creando ráfagas artificiales.

—Se supone que no es algo que pueda hacer —dijo el cuervo abstraído, la mirada fija en el tablero—. Pero también se supone que los cuervos no pueden hablar, ¿no es así? Sí, pareciera estar correcto. Eso supongo.

Quiss observó al cuervo aleteando enérgicamente por encima de sus cabezas. Ante su desdeñosa aprobación de la partida le había respondido con una mueca. El ave emitió un sonido parecido a un estornudo, luego dijo:

—¿Entonces, cuál es vuestra contribución a la sabiduría del universo esta vez?

—¿Por qué habríamos de decírtela? —dijo Quiss.

—¿Por qué no? —dijo indignado el cuervo rojo.

—Pues… —dijo Quiss, pensando—… porque no nos caes bien.

—Por vida del chápiro, si sólo hago mi trabajo —dijo el cuervo rojo con una voz auténticamente dolida. Ajayi tosió para disimular su risa.

—Oh, díselo —dijo ella, agitando una mano.

Quiss dirigió una mirada agria a la mujer y luego al ave, se aclaró la garganta y dijo:

—Nuestra respuesta es, «No se puede…» no, quiero decir «No hay tal cosa como esas dos».

—Oh —dijo el cuervo rojo, aún revoloteando en el aire, sin impresionarse—, guauu.

—¿Tienes alguna respuesta mejor? —dijo Quiss agresivamente.

—Muchísimas, pero no os diré ninguna, bastardos.

—Bueno —dijo Ajayi, levantándose con esfuerzo y limpiándose la nieve de su abrigo—, creo que es mejor que vayamos a llamar a un ayudante.

—No te molestes —dijo el cuervo rojo—. Iré yo; será todo un placer. —Emitiendo una risa entrecortada se alejó volando—. No hay tal cosa como esas dos, ja ja ja ja… —pudieron oír que decía a lo lejos.

Ajayi levantó la pequeña mesa junto con el tablero lentamente y ella y Quiss se encaminaron, por entre los trozos de mampostería caídos, hacia las plantas enteras, no demasiado distantes. Quiss observó cómo el cuervo rojo se alejaba volando pausadamente a través de la nieve hasta que desapareció de su vista.

—¿Crees que ha ido a decírselo a alguien?

—Quizá —dijo Ajayi, sosteniendo cuidadosamente la mesita y prestando atención en donde pisaba.

—¿Crees que podemos confiar en él? —dijo Quiss.