—¿Te das cuenta? —le había dicho Slater cierto día del mes de marzo, sentados en el pequeño y vaporoso café de la calle León Rojo—. Es una sociedad que está poniendo sus asuntos en orden, preparándose para el final, trazando una línea al pie de lo que ha creado. Toda esa propaganda sobre la bomba… nos estamos convirtiendo en una sociedad necrófila, enamorada del pasado, que tan sólo ve aniquilación en el futuro: una aniquilación por la cual sentimos fascinación pero ante la que somos incapaces de hacer algo. ¡Vote a Thatcher! ¡Vote a Reagan! ¡Destruyámonos de una vez por todas! ¡Hurra!
Graham sacó de la estantería un libro sobre economía marxista, y abriéndolo más allá de la mitad comenzó a leer. Leía las palabras, pero su significado era árido, difícil, complejo, y le costaba arraigar los conceptos en su mente, los cuales resbalaban al igual que el agua sobre una espalda untada de bronceador.
—Graham —dijo Sara desde la entrada. Girándose, con el corazón latiéndole fuertemente, la vio entrar en la sala con una toalla blanca enrollada sobre su cabeza a modo de turbante y el cuerpo cubierto por un tenue albornoz azul. Sin su habitual aura de cabello negro, el rostro se le veía pálido y excesivamente enjuto—. No tardaré mucho. Por qué no tomas asiento. —Sara atravesó la sala hacia la habitación del otro extremo, la cual Graham supuso debería ser el dormitorio. Volvió a dejar el libro de economía en el estante.
Fue a sentarse, y desde su asiento examinó la sala. Al cabo de un rato se incorporó para inspeccionar la colección de discos. Todos parecían pasados de moda; muchos discos antiguos de los Rolling Stones y también de Led Zeppellin y Deep Purple: algunos del periodo intermedio de Pink Floyd y de los comienzos de Bob Seeger. Lo último que había pertenecía a Meatloaf. Curioso. La colección debía ser de la chica a quien en realidad pertenecía el apartamento y que ahora se hallaba en los Estados Unidos.
Nuevamente se dedicó a inspeccionar las estanterías.
En aquel mismo momento, en la calle San Juan, cerca de los edificios de la Ciudad Universitaria y aproximadamente a quinientos metros del cruce entre la Vía Pentonville y la calle Mayor, una figura vestida de cuero negro que llevaba puesto un casco protector, también negro, con un visor completamente obscuro, se hallaba acuclillado al lado de una moto BMW RS 100 aparcada contra el borde de la acera. El hombre de cuero negro se sentó, mirando hacia el norte, dirección en la cual iba conduciendo cuando hacía un cuarto de hora a la moto repentinamente comenzó a fallarle el encendido mientras se dirigía, según lo convenido, a la calle de la Media Luna. Maldiciendo, volvió a inclinarse hacia adelante, haciendo girar un pequeño destornillador sobre la montadura del carburador. El número de matrícula de la moto era STK 228T.
Graham cogió esta vez un libro de ética. Parecía ser la clase de libro con el que quedaba bien ser encontrado leyendo. Slater, naturalmente, como en todas las demás cosas, tenía su propio punto de vista con respecto a la ética. Su filosofía de la vida, decía, se basaba en el hedonismo ético. Éste era el sistema moral que virtualmente aplicaba en su vida a toda persona que se respetaba, sin anteojeras y medianamente informada capaz de poner en funcionamiento sus neuronas, lo que sucedía es que no eran conscientes de ello. La ética hedonista admitía que llegado el caso uno disfrutase de las cosas, pero antes que sumergirse de lleno en los placeres de la vida uno debía comportarse de una manera racional y razonablemente responsable, sin perder jamás de vista las cuestiones morales más usuales y sus manifestaciones en la sociedad.
—Diviértete, sé amable, descarrílate, y no dejes nunca de pensar, todo se reduce a esto —había dicho Slater. Graham, asintiendo, notó que aquello no parecía tan difícil como aparentaba.
Pronto se aburrió del libro de ética, que en parte era aún mucho más intrincado y confuso que el libro de economía, y lo puso de nuevo en su estante. Sentándose en el sofá consultó su reloj; eran las cuatro y veinticinco. Recogió su portafolio, colocándolo encima de su regazo. Pensó en sacar sus dibujos para que cuando viniese Sara le encontrara mirándolos; incluso en hacer algunos retoques finales; en el fondo de su portafolio también traía una pluma y un lápiz. Pero cambió enseguida de idea. No poseía la habilidad natural de Slater para actuar, esa facilidad de adaptarse a un personaje.
—Tendrías que haber sido actor —le había dicho a Slater a finales del año pasado, sentados frente a un par de tazas de té y unas pastas dulces y pringosas en la granja Leslie.
—Lo intenté —fue la quisquillosa respuesta de Slater—. Pero me echaron de la escuela de arte dramático.
—¿Por qué razón?
—¡Sobreactuaba! —dramatizó Slater.
Graham volvió a dejar el portafolio en el suelo. Se levantó, echó otra ojeada a su reloj y luego fue hasta la ventana de la cocina. A través de las tenues cortinas blancas pudo percibir el suave roce de una ligera brisa. Afuera, la calle Maygood estaba en calma. Tan sólo había unos cuantos coches aparcados, puertas cerradas y la habitual luz graneada del verano.
Una mosca entró por la ventana y Graham la observó durante unos instantes mientras volaba alrededor de la cocina, por encima de los fogones, haciendo círculos frente a la puerta de la nevera, sobrevolando la superficie negra de la mesa junto a la ventana, atravesando en todas direcciones el área del aparador. Finalmente se posó sobre una de las sillas de plástico dispuestas alrededor de la mesa.
Graham observó cómo la mosca se limpiaba, estirando sus dos patas delanteras por encima de su cabeza. Cogiendo una revista de la mesa, la enrolló hasta que estuvo tensa, luego se acercó sigilosamente hacia la silla en donde se hallaba la mosca. El insecto dejó de limpiarse; sus dos patas volvieron a posarse sobre la superficie del respaldo de la silla. Graham se detuvo. La mosca permanecía inmóvil. Graham se acercó a una distancia de tiro.
Alzando la revista enrollada, tensionó sus músculos. La mosca no se movió.
—Graham —dijo Sara desde la entrada—, ¿qué estás haciendo?
—Oh —dijo, depositando la revista encima de la mesa—. Hola. —Se quedó parado en su sitio sin saber qué hacer. La mosca se alejó volando.
Sara llevaba puesto un amplio mono color verde oliva y por debajo una camiseta negra. Calzaba un par de zapatillas rosadas. Aún tenía el cabello recogido, sujeto por detrás de la cabeza con un cinta también rosada. Jamás la había visto peinada de esa manera; parecía mucho más pequeña y delgada que siempre. Su piel blanca resplandecía a la luz que entraba por la ventana. Los ojos obscuros, con aquellos gruesos párpados parecidos a capuchas, le miraban con atención desde el otro extremo de la sala. Sara estaba poniéndose el reloj; una tira negra alrededor de su delgada muñeca.
—¿Has llegado temprano, o es que mi reloj atrasa?— dijo Sara, fijándose en el suyo.
—No creo que haya venido temprano —dijo Graham, mirando su reloj. Sara se alzó de hombros y se acercó. Graham observó su rostro; sabía que jamás lograría dibujarlo correctamente, que jamás le haría justicia. Era perfecto, preciso, sin defectos, como si estuviese tallado en el más delicado de los mármoles con una extrema elegancia y simplicidad en sus rasgos, aun cuando contenía una promesa de tal suavidad, una transparencia palpable… De nuevo no puedo quitarle los ojos de encima, se dijo Graham a sí mismo. Sara fue hasta el área elevada de la cocina, aún manoseando la correa de su reloj, y miró por la ventana durante unos segundos. Luego se giró hacia él.
Sara le miró a los ojos y Graham se sintió de algún modo evaluado; inspirando profundamente, ella señaló con la cabeza la mesa que les separaba.