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—¿Nos sentamos? —dijo. Aquello le sonó a Graham bastante formal. Sara corrió una de las pequeñas sillas de plástico, de espaldas a la ventana, y se sentó. Observó a Graham mientras éste también se sentaba. Tenía las manos sobre la mesa; Graham puso las suyas igual que las de ella, abiertas como abanicos, con los pulgares casi tocándose.

—¿A qué hora vendrán los demás para la sesión espiritista? —le preguntó, arrepintiéndose enseguida de ello. Sara le sonrió de una manera extraña y distante. Graham se preguntó si había tomado algo; en cierto modo tenía el aspecto plácido que a menudo solían tener las personas después de haber fumado porros.

—No he tenido tiempo para preparar la ensalada —dijo Sara—. ¿Te importa si antes charlamos un poco?

—No; adelante —dijo él. Algo pasaba; Graham se sintió mal. Sara no se comportaba igual que siempre. No dejaba de contemplarle con aquella rara, inexpresiva y escrutadora mirada la cual le hacía sentirse incómodo, provocando en él un deseo de encogerse, de protección, de dejar de estar expuesto.

—Me he estado preguntando, Graham —dijo ella pausadamente sin mirarle, dirigiendo la vista hacia sus manos que yacían encima de la superficie negra de la mesa—, cómo ves tú… a esta especie de relación que existe entre nosotros. —Sara le miró fugazmente. Graham tragó saliva. ¿A qué se refería ella? ¿Sobre qué estaba hablando? ¿Para qué?

—Pues, yo… —Graham trató de pensar intensamente acerca de esto, pero no tenía tiempo para reflexionar, para prepararse el tema. Con alguna advertencia previa podría haber hablado sobre ello fácilmente y con perfecta naturalidad, pero una pregunta tan abierta… se lo ponía muy difícil—. He disfrutado de ella, hasta cierto punto —dijo. Observó el rostro de Sara, preparado para modificar la forma en que se estaba expresando, incluso cambiar lo que estaba diciendo, conforme a la recepción que tuvieran sus palabras en la blanca superficie del rostro de ella. Sin embargo, Sara no le dio ninguna pista. Continuaba observando sus pálidas y delgadas manos, sus ojos casi ocultos a la vista de Graham bajo los párpados. Por encima del cuello cuadrado de su camiseta sobresalía sobre su piel blanca un pequeño trozo de la pálida cicatriz.

—Quiero decir, ha sido fantástico —dijo torpemente, después de hacer una pausa—. Comprendía que tú tenías un… pues, que estabas enrollada con alguien, pero yo… —Graham se calló la boca. No se le ocurría qué decir. ¿Por qué razón ella le forzaba a esto? ¿Para qué tenían que hablar sobre esta clase de cosas? ¿Adónde quería llegar? Se sintió embaucado, ultrajado; las personas sensibles ya no hablaban acerca de estas cosas, ¿no era así? Durante los últimos años se había dicho, escrito y filmado mucha basura acerca de esto; todo aquel disparate acerca del romanticismo, luego el irrealista idealismo ingenuo de los años sesenta y el amplio evangelio de la nueva moralidad en los setenta… todo eso ya había pasado; ahora las personas estaban menos predispuestas a hablar e iban directo al grano. Cierta vez le comentó esto a Slater y habían coincidido en sus opiniones. Graham creía que no se trataba de un punto muerto sino más bien de un relajamiento para poder respirar. Slater pensaba que era otro síntoma del Fin, pero para él poca cosa había que no lo significara.

—¿Crees que me amas, Graham? —le preguntó Sara sin dirigirle la mirada. Graham frunció el ceño. Por lo menos esta pregunta era más clara.

—Sí, lo creo —dijo él lentamente. Pero le pareció desacertado. Éste no era el modo en que él había imaginado decírselo. El atardecer, la claridad de la habitación, la distancia interpuesta entre ellos por la mesa pintada de negro; nada de eso armonizaba con lo que él tenía que decir, con aquello que él deseaba decirle que sentía.

—Supuse que dirías eso —dijo ella, sin apartar la vista de sus largos y blancos dedos apoyados encima de la mesa. Su voz hizo estremecer a Graham.

—¿Por qué me haces esta pregunta? —dijo Graham. Trataba de sonar un poco más alegre de lo que en realidad se sentía.

—Es que quiero saber… —comenzó a decir Sara—…cuáles son tus sentimientos.

—No tengas reparos —dijo Graham, riéndose. Sara le miró, blanca y serena, y la risa se le cortó en seco, desapareciendo la sonrisa de su rostro. Graham se aclaró la garganta. ¿Qué estaba sucediendo? Sara permaneció sentada en silencio durante unos instantes, mientras inspeccionaba sus dedos apoyados sobre la mesa.

Graham pensó que tal vez debería mostrarle los dibujos que había hecho de ella. Tal vez ella estaba enfadada por algo, o simplemente deprimida por alguna causa. Quizás debía intentar alejar de su mente esas preocupaciones. Sara dijo:

—Verás, Graham, yo te he engañado. Nosotros. Stock y yo.

Graham sintió que su estómago se enfriaba. La mención del nombre de Stock hizo que se revolviera algo muy profundo en él; se trataba de la reacción visceral a un antiguo y desarrollado temor mezclado con angustia.

—¿A qué te refieres? —dijo él.

Sara se encogió de hombros bruscamente, haciendo que se marcasen sus tendones en el cuello al igual que cuerdas tensionadas.

—¿Sabes lo que es un engaño, no es así, Graham? —Su voz sonaba extraña; no se parecía a la de siempre. A Graham le dio la impresión de que todo esto ella ya lo había reflexionado, que al igual que él había pensado de antemano las cosas que iba a decir (pero ella, al tener la posibilidad de elegir el tema, estaba en ventaja); por consiguiente sus palabras eran expresadas como la parte de un actor, dichas utilizando su cuerpo tenso como escenario.

—Sí, creo que sí —dijo él, debido a que ella estaba en silencio, y por lo visto no seguirían adelante si él no le contestaba.

—Muy bien —dijo ella, suspirando—. Siento que hayas sido engañado, pero había razones. ¿Quieres que te las explique? —Sara le volvió a mirar, no más de un segundo o dos.

—No comprendo —dijo Graham, sacudiendo su cabeza, tratando, mediante la expresión de su rostro, el tono de su voz, hacerle ver a Sara que no se tomaba todo aquello tan seriamente como ella—. ¿A qué te refieres con «engañado»? ¿De qué forma me has estado engañando? Siempre supe lo de Stock, tenía conocimiento de vuestra relación, pero no estaba… pues, quizá no me hacía muy feliz que digamos, pero yo no…

—¿Recuerdas aquella vez que llovía y tú me llamaste desde… una cabina telefónica creo que dijiste? —le interrumpió Sara.

Graham sonrió.

—Por supuesto, tú estabas escondida debajo de la ropa de cama escuchando una cinta en el walkman a todo volumen para tapar el ruido de los truenos.

Sara sacudió su cabeza de un modo rápido y breve, debido a lo cual el movimiento pareció más un espasmo nervioso que una seña. Aún continuaba con la vista en sus manos.

—No. No, te equivocas. Lo que estaba haciendo debajo de la ropa de cama era follar con Bob Stock. Como tú llamabas y llamabas, él finalmente… comenzó a seguir la cadencia del timbre del teléfono. —Sara le miró a los ojos, con el rostro serio, nada compasivo (mientras su estómago se retorcía de un modo doloroso). Una sonrisa fría y hosca cruzó su rostro—. Como tercero en cuestión, resultaste ser un amante realmente bueno. Ritmo y fuerza para resistir.

Graham se quedó sin habla. No le había herido el hecho en sí de aquella revelación inelegante sino el tono con que lo había contado; esa expresión cínica e impasible, la voz sin modulaciones, como si esa calma externa fuese desmentida por su cuello tensionado, por los espasmos de sus gestos y movimientos. Sara continuó hablando:

—Aquella vez que te hablé desde la ventana, cuando tú estabas en la calle y luego fuimos a Camden Lock… tenía a Stock detrás mío: él fue quien me puso la ventana sobre mi espalda. Solamente llevaba puesta aquella camisa. Me lo hizo por detrás, ¿sabes? —Las comisuras de su boca se movieron intermitentemente, retorciéndose a continuación en el intento de esbozar una leve sonrisa—. Siempre me decía que algún día lo haría cuando él estuviese aquí y tú llamaras. Yo le desafié a que lo hiciera. Fue muy… excitante. ¿Sabes?