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—Tú no me has hecho nada —dijo lentamente—, ni a mí ni a Stock. Por supuesto, no teníamos ningún derecho. ¿Pero cambia eso en algo las cosas? ¿Realmente te hace sentir peor?

Ella le miró como si realmente le estuviera haciendo una pregunta muy importante, algo a lo que no pudiese responder por sí sola y precisara dirigirse a él o a alguien como él para preguntárselo.

—¿De qué te servirá saberlo? —dijo él, moviendo la cabeza, inclinándose hacia ella por encima de la mesa. Ahora se sentía más despejado para poder mirarla. Ella no apartó sus ojos, y los abrió como si le recorriera un ligero temor. Graham reparó nuevamente en las pulsaciones a un costado de su cuello, percibió el rítmico movimiento de su camiseta por debajo del mono verde oliva. Era capaz hasta de oler el aceite que ella se había puesto en el cuerpo después del baño, aquel fresco olor a limpio. Sara volvió a alzarse bruscamente de hombros.

—Simple curiosidad —dijo ella—. No tienes que explicármelo. Me imagino qué es lo que se siente.

—¿Qué diablos te propones? —Graham no podía evitar que sus palabras salieran con un resuello, aquella rabia, el dolor por estar allí—. ¿Qué estás tratando de…? ¿Por qué tienes que hacerlo de esta manera?

—Oh, Graham —suspiró ella, la respiración irregular, sacudiendo su cabeza—. No era mi intención lastimarte, pero cuando pensé en lo que tenía que decirte, en cómo habría de hacerlo… me di cuenta de que sólo había una manera. ¿Es que no lo ves? —Sara le miró intensamente, casi con desesperación—. Simplemente eras demasiado perfecto. Una vez iniciado aquello yo tan sólo tuve que adaptarme a las circunstancias. En realidad no sé cómo explicártelo. Tú… tú te lo buscaste. —Ella levantó una mano, como para atajar algo que él le hubiera tirado, mientras continuaba diciendo—: Sí, sí, lo sé, suena terrible, es lo que… es lo que dicen los violadores, ¿no es verdad? Pero así es como fue contigo, Graham. Tu propia actitud me dio el derecho a actuar contigo de la forma en que lo hice; simplemente por tu manera de ser. De lo único que eres culpable es de haber sido inocente.

Graham se la quedó mirando boquiabierto. Se acercó a ella por el costado de la mesa. Sara permaneció sentada en su sitio; el pulso de la vena de su cuello se aceleró, mientras se apretaba las manos encima de la mesa negra. Tenía la vista fija en el lugar en donde él había estado sentado. Graham pasó por detrás de la silla de ella hacia la ventana y miró la calle.

—Por lo tanto debo marcharme —dijo él tranquilamente.

—Sí, quiero que te marches. —El tono de su voz era tenue y penetrante.

—¿Quieres que me vaya ya mismo? —preguntó todavía en voz baja.

Podría, pensó él, arrojarme por la ventana, pero de aquí a la calle no hay mucha distancia y, además, ¿por qué habría de permitirle a ella otra pequeña muestra de pesadumbre y mal humor? O podría sacar estas cortinas y lanzarme sobre ella, tapándole la boca con mi mano, arrojarla encima de la mesa, rasgar sus ropas, ensartarla ahí… y jugar un papel distinto, así de simple. Podría alegar haber sufrido una locura temporal a causa de los nervios; según el juez que le tocara, tenía bastantes posibilidades de salir absuelto. Podría decir que no hubo empleo de violencia (tan sólo ese instrumento romo de entre las piernas, tan sólo aquel instrumento aún más desafilado de entre las orejas, tan sólo una violencia secular, una antigua práctica cruel, lo último en placeres obscenos, el goce deformado en dolor y aversión. Sí, sí, eso era; qué tortura tan perfecta; un arquetipo para todas las máquinas hábilmente concebidas para que nosotros los chicos podamos jugar. Astillar y destruir por dentro, sin dejar rastros o magulladuras externas).

Ella me sedujo. Su Señoría.

Sí, ella me sedujo, y váyase a hacer puñetas. Su Señoría. No haría eso, ni a ella ni a mí mismo. Siempre había pensado que Pilatos estuvo en lo cierto; hay que lavarse las manos y dejar que el populacho lleve a cabo su roñoso deseo. Slater, después de todo tengo el cerebro en el lugar adecuado. Graham se giró, esperando en parte encontrarle a ella con un cuchillo de pan en la mano.

Pero Sara continuaba en su silla, ofreciéndole la espalda, el cabello recogido en una cola.

—Será mejor que me vaya, entonces —dijo, con tan pocas esperanzas y sin entusiasmo que su voz ni siquiera tembló. Se dirigió hacia el área enmoquetada de la sala por detrás de ella y recogió su portafolio con los dibujos. Por un instante pensó en dejarlos, pero el portafolio de plástico le hacía falta; sería un gesto inútil dejarlo, o incluso sacar los dibujos de dentro.

Graham fue hasta el vestíbulo; con el rabillo del ojo vio que ella no se movía. Seguía sentada, inmóvil, observándole. Abrió la delgada y liviana puerta del apartamento y bajó por las escaleras hasta la puerta de la calle. Luego cruzó hasta la esquina de la calle Maygood y continuó derecho. Casi contaba con oír su voz llamándole desde la ventana, y había decidido no girarse si ella lo hacía, pero nada de eso sucedió y Graham simplemente continuó caminando.

Cuando escuchó que la puerta de la calle se cerraba y luego el sonido de sus pasos sobre la acera, Sara se hundió súbitamente en su asiento, como un muñeco flojo, dejando caer la cabeza encima de sus sudados antebrazos, muy cerca de las manos entrelazadas, al igual que si hubiera sufrido un desmayo. Tenía la vista clavada en la suave y obscura superficie de la mesa. Su respiración comenzó a regularse y su pulso se tornó más lento.

Volvió a poner en marcha la moto, lanzándose al medio del tráfico, consiguiendo que a sus espaldas se originase un coro de bocinas cuando el motor de nuevo comenzó a fallar. Haciendo rechinar sus dientes, soltó unos tacos, sintió cómo el sudor goteaba dentro del casco negro, luego nuevamente retorció la manija de admisión. El tartamudeante motor de la moto recobró potencia y Stock se impulsó hasta ponerse detrás de un camión de cerveza de plataforma amplia y plana con unos cuantos barriles en su parte trasera. Aceleró la moto y adelantó al camión de cerveza cuyos barriles de aluminio reflejaban el sol. Cuando estuvo a la par de la cabina del conductor, el motor volvió a fallarle; logró ponerse delante del camión pero luego tuvo que disminuir la velocidad. El motor del camión sonó estridentemente justo detrás de sus espaldas. El motor ahogado de la moto no se encendería; tendría que salirse a un costado de la calle. Esperó a que por su izquierda dejaran de circular los coches para permitirle acercarse hasta el borde de la acera, ignorando los insistentes bocinazos del camión de cerveza Watney al cual él estaba reteniendo.

El motor emitió unos ruidos y súbitamente arrancó con normalidad. Emitiendo un siseo, Stock aceleró la moto y salió disparado hacia adelante. Detrás suyo, desde la cabina del conductor, le llegaron algunos gritos. Llegaron al semáforo del cruce entre la Vía Pentonville y la calle Mayor; para llegar a la calle de la Media Luna, tendría que pasar el cruce y luego girar por el Paseo Liverpool.

Stock esperó a que cambiaran las luces del semáforo. El camión de cerveza se detuvo a su lado, con el conductor preguntándole a gritos que qué diablos estaba haciendo. Stock no le respondió. Las luces del semáforo se pusieron verdes, el camión partió a toda marcha, el motor de la moto se ahogó por completo. Stock arrancó de nuevo y se lanzó detrás del camión hasta alcanzarle. Trató de adelantarle, pero el conductor del camión pisaba el acelerador a fondo, haciendo que el motor rugiese. La moto tartamudeó una vez más. Su motor aceleró, perdió potencia, volvió a acelerar; la moto y el camión de cerveza corrían con estruendo por el amplio tramo de la calle Mayor, el camión impidiéndole a la moto poder desviarse hacia el Paseo Liverpool.