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Stock vio delante suyo un agujero en el asfalto (y tenía una vaga conciencia de la gente sobre la acera, esperando a los autobuses, mientras sus rostros pasaban rápidamente por el otro lado de la plataforma chata del camión). El agujero en la calle delante suyo no era demasiado grande; logró evitarlo y los grumos del poco consistente asfalto se esparcieron hacia los costados; Stock viró bruscamente.

En un primer momento pareció que el camión con los barriles de cerveza también esquivaría el agujero, pero súbitamente se desvió hacia el agujero y la moto —como si hubiera intentado evitar atropellar a alguien del lado de las paradas de los autobuses—, golpeando pesadamente sus ruedas el irregular foso de la calle con un estrepitoso y retumbante ruido, mientras que de la poco cargada y repentinamente sacudida parte trasera del camión algo salió despedido en dirección al cielo…

Graham siguió caminando, bajo el riguroso sol del atardecer hacia la calle Penton, atravesando una zona en donde la mayoría de los edificios habían sido demolidos. A su alrededor todavía quedaban algunos vestigios de edificios; hileras y corredores de hierros acanalados, brillando con un nuevo resplandor bajo los rayos del sol, parados de punta alrededor de parajes polvorientos en donde sólo crecía la maleza; a lo lejos se podían ver unas casas viejas, derruidas, con los techos combados por el peso de los años y a los cuales faltaban gran cantidad de tejas, ventanas gangrenadas por la humedad, vigas carcomidas que aceleraban el aspecto desvencijado de las plantas superiores. Aceras nuevas, o en proceso de pavimentación, polvo y arena. Graham contempló los solares desiertos a través de los espacios entre los hierros acanalados. La mayoría estaban cubiertos de malezas y cúmulos de desperdicios. En otros se estaba construyendo; Graham vio los ladrillos desnudos y los amplios fosos con el fondo de hormigón que servirían de cimientos; líneas de cordeles estirados marcaban el nivel para los ladrillos.

Caminó entre aquella confusión de polvo y hierro, viéndolo pero sin prestarle atención, a través del aire levemente húmedo y de los sonidos del tráfico y de las sirenas, a través del olor a cemento y basura podrida, en dirección al Paseo Liverpool.

No podía dejar de pensar que aquello que acababa de sucederle había sido algo en lo cual su participación se reducía a la de mero observador; no se sentía como parte activa. Era incapaz de valorarlo directamente, no podía enfrentarse a ello en ninguno de sus aspectos personales, en un nivel relacionado con aquello que él consideraba su verdadero ser. Se trataba de algo demasiado importante para asimilarlo rápidamente; era como si un vasto ejército invasor finalmente hubiera destrozado la puerta principal de una gran ciudad y se lanzara a aplastar sus arruinadas defensas pero pudiendo hacerlo solamente a través de ese punto, de modo que, mientras las fuerzas de ocupación se dispersaban por las calles y las casas y la caída de la ciudad ya era algo inexorable, durante un cierto tiempo parte de la ciudad no tenía inmediata conciencia de los hechos y allí la vida continuaba casi con normalidad.

Al llegar a la calle Mayor se encontró con un atasco en el tráfico y las azules luces giratorias de una ambulancia aparcada a un costado de la parada de autobuses; la gente se apiñaba en aquella dirección, tratando de ver lo que sucedía por encima de sus cabezas, acercándose, curiosa por saber el motivo de aquel trastorno. Graham no podía acercarse, no quería ver a nadie.

Pasó por entre los coches parados, esperó a que el tráfico dejara de circular por el despejado carril en dirección al sur y luego cruzó hasta la otra acera, en donde había otro enorme solar con elevadas grúas apuntando hacia el cielo y el viento levantaba nubes de polvo. Después se metió por unas calles más estrechas, ignorando a los transeúntes, sujetando contra su cuerpo el portafolio negro y caminando en dirección a unos árboles que alcanzaba a vislumbrar delante de él.

Richard Slater yacía en la cama con su hermana mayor, la mujer a quien Graham conocía por Sra. Sara ffitch, pero cuyo nombre verdadero era Sra. Sarah Simpson-Wallace (nacida Slater).

El compartido y mezclado sudor de sus cuerpos se estaba secando. Sarah cogió otro pañuelo de papel de la caja que había debajo de la cama, se limpió ligeramente y lo arrojó empapado dentro de la cesta de desperdicios de tiras de mimbre situada al pie de la cama. Luego se levantó, estirando los brazos y sacudiendo su enredado cabello negro.

Slater la observó. La había magullado nuevamente. En la parte superior de sus brazos y debajo de sus nalgas, en las caras interna y externa de los muslos, se le estaban formando unas obscuras marcas azules. También la había mordido en la pálida cicatriz (en donde su sensibilidad casi era nula). En esta ocasión ella no pudo reprimir un gimoteo; se había lamentado, pero —quizá porque se sentía aliviada de no haber recibido ninguna venganza física por parte de Graham— hoy no parecía sentirse con ánimos para quejarse. Sin embargo, Slater aún se sentía culpable. Era demasiado rudo, y se despreciaba a sí mismo —y quizás incluso a Sara— por ello. Jamás se había comportado de esa manera con nadie, ni siquiera le apetecía ser de ese modo. Pero con ella no podía evitarlo. Necesitaba ser así, deseaba apretarla, exprimirla, empalarla, sacudirla y golpearla con los puños; dejarla marcada. O era esto o era algo frío, sin sentimientos, casi masturbatorio.

¿Por qué? se preguntó por milésima vez. ¿Por qué le hago esto a ella? ¿Por qué preciso hacerlo? Sabía que en el fondo él no era así. Iba en contra de todas sus creencias. ¿Entonces por qué?

Sarah cogió de la cama una bata de seda azul y se la puso. Todavía calzaba las zapatillas rosadas que se había puesto después de su baño.

Slater lanzó un suspiro. Luego dijo:

—Nada de eso altera el hecho de que no tendrías que haber llegado hasta ese extremo, no sin que yo estuviera aquí.

Sarah se encogió de hombros sin mirarle.

—Tengo ganas de beber un poco de zumo de naranja —dijo ella—. ¿Te apetece?

—Sarah.

—¿Qué? —Ella se giró para mirarle. Slater le dirigió una mirada acusadora. Sara le respondió con una sonrisa—. Lo supe manejar —dijo—. Nada salió mal, ¿no es verdad?

—Es mucho más grande que tú. Podría haberse puesto violento. Después de todo, querida, es un hombre. ¿Acaso no sabías que nosotros los tíos somos todos iguales? —Slater no pudo evitar una sonrisa mientras lo decía.

—Afortunadamente, tú no te pareces a ellos en nada —dijo Sarah, alejándose hacia el área que ocupaban la sala y la cocina—. En nada —dijo desde allí—. Ni siquiera un poco.

Slater permaneció acostado, y su cuerpo semitranspirado al rato se sacudió con un escalofrío. Se levantó y cogió una hoja de papel del pequeño tocador que había junto a la cama. Era un viejo volante del Partido Laborista, en blanco una de sus carillas. Slater sacó una pluma del bolsillo de sus pantalones de cuero —tirados en el suelo junto al mono y a la camiseta de Sara—, luego se sentó sobre la cama y comenzó a escribir rápidamente con una letra clara y diminuta. Escribió:

Querido Graham:

Sé lo que te ha contado Sarah. Pero me temo que no sea toda la verdad. De hecho, yo soy Stock (como también lo fue Sarah una vez y que más adelante te explicaré). Bob Stock no existe, yo soy el único.

Sarah es mi hermana y mantenemos (¡horror de los horrores!) una relación incestuosa desde hace aproximadamente unos seis años (creo que puedes echarle la culpa de esto a las escuelas no-mixtas). Sarah está casada y su marido la estaba haciendo seguir. Como no podía arriesgarme a que nos vieran juntos, me inventé a Stock; la moto la escondía en un garaje que hay detrás de la Galería Air; uno de los empleados me guardaba la ropa de cuero y el casco. Me vestía allí e iba a visitar a Sarah con la moto, de incógnito y dando la apariencia de ser terriblemente rudo.