Quiss entrecerró sus ojos e inclinándose hacia adelante apoyó un codo sobre su rodilla, la cabeza sobre su mano. El mentón estaba áspero debido a su barba cerdosa.
—Estás diciendo que lo que quieres mostrarme tal vez me haga desear quedarme detrás de estas puertas, o bien suicidarme.
—En una palabra: más-o-menos —cloqueó el cuervo rojo.
—Pero no usarás ningún truco sucio para influirme.
—No hay necesidad.
—Pues entonces te doy mi palabra.
—Muy bien —dijo el cuervo rojo con cierta satisfacción. Batiendo una vez sus alas, se elevó en el aire, y Quiss tuvo la impresión de que lo había hecho con mucha facilidad, que las alas no lo habían impulsado de ninguna manera, que las había agitado tan sólo para aparentar. El cuervo se alejó volando por el pasillo en la misma dirección que había estado caminando Quiss. Desapareció detrás de una distante esquina apenas visible en la penumbra.
Quiss se incorporó, preguntándose si él debía de seguir a la criatura. Rascándose la barbilla, observó la docena de puertas. El corazón comenzó a latirle con mayor rapidez; ¿qué habría detrás de aquellas puertas? El cuervo rojo deseaba su muerte y la de Ajayi; quería que ambos admitieran su derrota y dejasen de esforzarse para adivinar el acertijo. Aquello era simplemente una parte de su trabajo, si bien el pájaro aseguraba que realmente deseaba que ellos desapareciesen porque le aburrían. El cuervo sabía que Quiss lo sabía, por lo que era muy seguro que cualquier cosa que hubiera detrás de las puertas tendría que afectar considerablemente a Quiss; tal vez lo suficiente como para quebrantarle. Quiss estaba nervioso, excitado, aunque decidido. Estaba preparado para recibir cualquier cosa que el cuervo rojo le arrojase, cualquier cosa que tuviera que mostrarle. Todo aquello que le ayudase a encontrar una salida de aquel sitio, o incluso que les ofreciese a él y a Ajayi una nueva perspectiva de su situación, sería provechoso. Por otra parte, él sospechaba que el cuervo rojo no sabía que él ya había estado detrás de una de esas puertas, aun cuando sólo por corto tiempo. Si la revelación que le esperaba al otro lado de aquellas pesadas puertas de madera y bandas de metal tenía algo que ver con el agujero en el techo y el planeta llamado «Polvo», él entonces ya estaba preparado.
De la puerta más próxima a Quiss provino un clic. Al oír unos ligeros golpes se acercó. En la puerta había una hendidura recubierta de metal que Quiss tomó por un tirador. Cuando tiró de la puerta, ésta se abrió suave y lentamente, revelando al cuervo rojo revoloteando en un largo pasillo iluminado por unos pequeños globos resplandecientes colgados del techo.
—Bienvenido —dijo el cuervo. A continuación se giró y salió volando pausadamente por el pasillo—. Cierra la puerta y sígueme —le dijo. Quiss hizo lo que se le dijo.
Durante diez minutos, el ave y el hombre estuvieron respectivamente volando y caminando. El túnel se curvaba gradualmente hacia la izquierda. Era bastante cálido. El cuervo rojo volaba en silencio a unos cinco metros delante de él. Finalmente llegaron ante otra puerta, similar a aquella por la cual habían entrado en el túnel. El cuervo se detuvo delante de ella.
—¡Discúlpeme! —dijo, desapareciendo a través de la puerta. Quiss se quedó estupefacto. Tocó la puerta para asegurarse de que no se trataba de una proyección; era sólida y tibia. De la puerta provino otro clic. El cuervo rojo reapareció encima de la cabeza de Quiss—. Vamos, ábrela —le dijo. Quiss tiró de la puerta. Con el cuervo rojo detrás y por arriba de él, entró en un lugar extraño.
La cabeza le dio vueltas; por un momento se sintió tambalear. Parpadeó y sacudió la cabeza. En seguida se dio cuenta de que además de haber entrado en un lugar, también se hallaba en un espacio abierto.
Era como si estuviera de pie sobre un suelo plano y desierto, o en el deprimido lecho de una laguna salada. Pero el cielo estaba tan cerca que se podía tocar, como si la capa de nubes hubiera descendido a unos pocos metros de aquella superficie salada o arenosa.
Detrás suyo (Quiss se dio vuelta, mareado, buscando un punto de referencia en aquella confusa inmensidad que se desplegaba delante de él) estaba la puerta por donde acababa de entrar. Se hallaba empotrada en un muro que a primera vista le había parecido derecho, pero que enseguida percibió que era curvo; parte de un círculo gigante. El cuervo rojo continuaba revoloteando perezosamente encima de él, observando con divertida malevolencia a Quiss mientras éste volvía a enfrentarse con el espacio que tenía delante suyo.
El suelo era de pizarra pulida y el cielo raso estaba compuesto de cristal, hierro y agua como en las plantas superiores del castillo. Columnas de pizarra y hierro soportaban el techo, situado a la misma altura que el de aquella habitación que Quiss había descubierto hacía tanto tiempo, cuando encontró el agujero en el techo de cristal con la criatura a su alrededor. Lo único que faltaba era una de las cuatro paredes.
No había mucha luz, tan sólo unos cuantos peces luminiscentes nadando indolentemente sobre su cabeza y alrededor de él, pero era suficiente para ver que el espacio en el cual se hallaba parecía no tener fin. Quiss fijó la mirada en la distancia, pero todo lo que alcanzó a ver fueron pilares y columnas haciéndose cada vez más y más pequeñas en aquellos abismos curvos y comprimidos. Pilares y columnas y… personas. Había figuras humanas subidas a pequeños taburetes o sentadas en sillas elevadas, con los brazos dentro de aros de hierro, los hombros pegados contra la interminable superficie inferior del techo de cristal. Algunas de las cosas que en un principio había pensado eran pilares o columnas le dejaron asombrado al descubrir su equivocación; se trataba de personas con sus cabezas metidas dentro del cielo raso, circundando agujeros iguales a aquel en el cual él también había metido su cabeza, brevemente, dentro de aquella ya remota habitación.
Volvió a sacudir su cabeza, fijando la vista otra vez en la distancia. El estrecho espacio entre el suelo y el techo desapareció por completo, y tan sólo quedó una delgada línea empañada por la lejanía. La línea tenía un aspecto ligeramente curvo, como el horizonte vacío de un mar visto desde un barco en algún planeta oceánico. Quiss se sintió de nuevo mareado. Sus ojos se negaban a aceptarlo; su cerebro, apresado en el corto espacio entre el suelo y el techo y las supuestas paredes, pensaba en el espacio de una habitación. Pero si él se encontraba en una habitación (y si esto no era una especie de proyección, o incluso una burda ilusión con espejos) entonces sus paredes debían aparecer en algún lugar por encima del horizonte.
Quiss volvió a girarse, cuidadosamente, tratando de recordar sus primeros entrenamientos para las Guerras, durante los cuales había realizado ejercicios de equilibrio y desorientación que le dejaban con una sensación parecida a la de ahora, y fijó nuevamente la vista en el muro negro que tenía detrás suyo y la puerta cruzada con bandas de metal empotrada en él. Recorrió con la vista la ligera curva del muro, intentando calcular el diámetro del círculo que éste sugería. Debería tener varios kilómetros; suficiente para abarcar al castillo, la cantera y sus minas. Este muro era la raíz del castillo, su cimiento. El espacio infinito, una especie de vasto sótano.
—¿Qué es este sitio? —dijo, y se sintió como si estuviera susurrando; su cerebro había esperado algún eco, pero no se produjo ninguno. Era como hablar en un espacio abierto. Mientras miraba a las personas paradas encima de los taburetes y repantigadas en las altas sillas, el cuervo le dijo:
—Vayamos a dar un paseo. Sígueme y te lo contaré. —El ave agitó sus alas lentamente y Quiss le siguió despacio. Pasaron junto a una de las figuras de pie: un hombre, vestido con pieles parecidas a las de él, pero mucho más viejo. El hombre parecía enjuto. Un tubo salía de entre los pliegues de su abrigo a la altura de la entrepierna e iba a parar a una jarra de piedra apoyada en el suelo. Pasaron a su lado.