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Quiss se sintió atraído por algo en movimiento en la borrosa distancia. Tenía el aspecto de un pequeño tren; un ferrocarril de vía estrecha con una pequeña locomotora que arrastraba unos vagones con aspecto de contenedores. Era difícil calcular la distancia, pero Quiss supuso que estaría por lo menos a unos cuatrocientos metros de allí, dirigiéndose desde el castillo hacia el tenue espacio de las personas paradas y las columnas sustentadoras. Recordó el tren que había visto, hacía mucho tiempo, en las cocinas del castillo.

Quiss miró a su alrededor, tratando de estimar la cantidad de personas que había en aquel lugar. Parecía haber una persona por cada diez metros cuadrados. Fascinado, se quedó mirándolas, viendo cientos y miles de figuras. Si la densidad era la misma a lo largo de todo el espacio que borrosamente se desplegaba delante suyo antes del punto de unión entre el techo y el suelo, entonces debería haber…

—No tiene nombre —dijo el cuervo rojo, volando delante de Quiss, su voz oyéndose a lo lejos—. Creo que técnicamente pertenece al castillo. Hasta es probable que sea considerado como el sótano. —Por un instante su voz se convirtió en un cloqueo—. No tengo idea de cuán grande es este sitio. He volado en muchas de sus direcciones a una distancia de diez mil aleteos y jamás vi ni siquiera una pared. Todo es muy uniforme. Aparte de una gran concentración de líneas férreas en el suelo. Lo que aquí ves es lo que verás en cualquier otra parte de este lugar. Debe haber muchos cientos de millones de personas con sus cabezas metidas dentro del techo, en esta especie de pecera invertida.

Quiss no sabía lo que era una pecera, pero pensó que sería mejor fingir ignorancia acerca de lo que aquellas personas hacían con sus cabezas metidas en el techo. Se lo preguntó al cuervo.

—Hay una especie de animal que descansa del otro lado de la concavidad de cristal en donde la gente tiene metidas sus cabezas —dijo el cuervo rojo—. Este animal transmite pensamientos a través del tiempo. Cada una de estas personas está dentro de la cabeza de un ser humano del pasado.

—Comprendo —dijo Quiss, esperando sonar más indiferente de lo que el cuervo rojo esperaba—. ¿El pasado, dices? —Quiss se rascó el mentón. Aún no podía creer en lo que estaba viendo; por más que caminaba sin chocarse con nada, una parte de él aún esperaba darse de lleno con una pantalla de proyección o un muro.

El cuervo rojo se giró con facilidad en el aire frente a Quiss y ahora volaba hacia atrás, algo que parecía costarle tan poco esfuerzo como volar hacia adelante o fumar un puro.

—¿Aún no lo has adivinado, no es cierto? —le dijo a Quiss. En su voz, al igual que en su inexpresivo rostro, había un dejo de afectación. Las vigas de hierro que sujetaban el techo proyectaban líneas de sombra sobre el lento batir de sus alas rojas.

—¿Adivinado qué?

—Qué es esto. En dónde te encuentras. El nombre de este lugar.

—¿Y por qué no me lo dices tú? —dijo Quiss, deteniéndose. El pequeño tren había desaparecido en la distancia. Sin embargo, le pareció poder oírlo; el chirrido de las vías. Un susurro de este sonido parecía llenar el lugar, como si fueran débiles voces.

—Hmm —dijo el cuervo—, pues, tal vez no hayas oído hablar de él; en tiempos de las Guerras Terapéuticas su recuerdo ya había sido perdido… De todas formas, como quizás ya te hayas dado cuenta, esto es un planeta. Su nombre es Tierra.

Quiss asintió con la cabeza. Sí, eso explicaba en parte lo que le había dicho aquel pequeño ayudante en la habitación que él encontró abierta. ¡«Polvo», lo que hay que oír!

—Así es como se llama este lugar; es en donde se encuentra el castillo; en la Tierra, próximo el fin de su vida planetaria. Dentro de unos cien millones de años el sol se convertirá en un gigante rojo, tragándose a todos los planetas de su sistema. Mientras tanto, sin luna y habiendo dejado de fluctuar y rotar, únicamente con el castillo, que yo sepa, sobre su superficie y con todo vestigio de las civilizaciones y especies anteriores de la humanidad destruido o simplemente enterrado desde hace un billón de años debajo de las placas continentales, será tu herencia.

—¿Mía? —dijo Quiss. Mirando a su alrededor observó que a cierta distancia la suave curvatura del muro del castillo se tornaba mucho más evidente que de cerca.

—Éste —dijo el cuervo rojo— es uno de los dos destinos que te aguardan. Si lo deseas puedes unirte a estas personas; ser como uno de ellos y soñar con el pasado, dentro del cuerpo de quienquiera que elijas, remontándote a mil millones de años atrás.

—¿Por qué razón debiera, o no debiera querer elegir eso?

—Es posible que quisieras elegirlo porque no deseas morir ahora. Es posible que lo quieras rechazar porque tienes lo que llaman una conciencia civilizada. Verás, cada una de estas personas trató, y fracasó, de hacer lo que tú y tu compañera estáis intentando —y fracasaréis— hacer; escapar. Cada uno de ellos, todos estos millones de individuos, es un fracaso. Desistieron del intento de responder al acertijo que se les había designado, y mientras otros eligieron el olvido, éstos optaron por vivir como parásitos de lo que el tiempo les ha dejado, en las mentes de otras personas de tiempos remotos. Sienten lo que otros han experimentado, incluso tienen la ilusión de poder alterar el pasado, por lo que dan rienda suelta a su voluntad y aparentemente influyen en los actos de sus anfitriones. Es una manera de postergar la muerte, de someterse a una droga, de alejarse de la realidad negándose a enfrentar el fracaso de uno. He oído decir que esto es mejor que nada, pero… —la voz del cuervo rojo se desvaneció. Sus ojos pequeños como cuencas permanecieron fijos en Quiss.

—Comprendo —dijo—. Vaya, debo decir que no me parece del todo tan deprimente.

—Sin embargo, tal vez te lo parezca más adelante.

—Quizá —dijo Quiss, fingiendo lo mejor que podía un aire indiferente—. ¿Debo suponer que todas estas personas tienen que ser alimentadas, y que las cocinas del castillo son tan grandes y hay tanto ajetreo porque deben abastecerlas?

—Oh, muy bien —dijo el cuervo rojo con un dejo de sarcasmo—. Así es, envían pequeños trenes desde las cocinas, llenos de sopas y guisos, hasta los confines del lugar, dondequiera que éstos se hallen; algunos trenes se pierden durante años, otros jamás regresan. Afortunadamente, estos pobres fracasados no precisan mucho sustento, por lo que las cocinas del castillo pueden dar abasto, aunque les iría mucho mejor si no se estuvieran entreteniendo con el tiempo subjetivo… Hasta donde yo sé, este sótano universal se extiende alrededor del planeta, y el castillo abastece a todas estas personas; tal vez existan otros castillos; uno a veces escucha rumores. De todas formas, el castillo cuida de estas personas en todos los sentidos. Se les ayuda a sacar la cabeza del agujero y reciben un tazón del cual beben a sorbos, sentados, con los ojos en blanco, como si estuvieran dormidos; luego vuelven como zombies a sus mundos particulares. Sus excrementos son retirados en los mismos trenes. —El cuervo rojo ladeó la cabeza, diciendo con cierta perplejidad en la voz—: ¿Pero no encuentras todo esto un poco… tonto? Es lo que te espera, hombre. Aquí es donde terminan casi todos, y muchos de ellos eran más inteligentes que tú. Si quieres, puedes preguntárselo al senescal. Confirmará mis palabras. Muy pocos escapan. Virtualmente ninguno.

—Sin embargo, qué más da —dijo Quiss—, como tú dices, es mejor que nada.

—¿Convertirse en parásito? ¿Terminar con tu cabeza metida dentro de alguna barata máquina del tiempo? No lo puedo creer. Esperaba más, incluso de ti. Sabes, no te he mentido. La verdad es suficientemente horrible. En realidad, estos zombies no influyen verdaderamente a las personas en cuyas mentes habitan. El senescal podrá decir lo que quiera, que con el tiempo la voluntad se acrecienta y que estas personas son responsables de los súbitos impulsos en los primitivos seres que persiguen, pero no son más que disparates. Las criaturas que hay alrededor de los agujeros podrán hacerles creer eso, pero según los experimentos que yo mismo he llevado a cabo todo indica claramente que lo único que existe es la ilusión de este efecto… y de todas formas, ¿existe una explicación más verosímil? Te diré una cosa: estas personas no valen más que muertas. Están muertas dentro de su propio sueño.