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—Pero sigue siendo mejor que nada —insistió Quiss—. Indudablemente.

El cuervo rojo permaneció en silencio durante un buen rato, agitando sus alas en el aire delante de Quiss, mirándole con sus inexpresivos ojos negros. Finalmente dijo: —Entonces, guerrero, no tienes alma.

Haciendo un semicírculo alrededor suyo, el pájaro enfiló nuevamente hacia el muro negro que formaba parte del castillo.

—Es mejor que regresemos —dijo—. Si lo deseas, puedes preguntarle al senescal sobre este sitio. Se pondrá furioso, pero no te castigará, y tampoco puede castigarme a mí. Pregúntale —dijo el cuervo, batiendo sus alas en dirección al curvado muro sobre el cual se sostenía el Castillo Puertas, el Castillo Legado—, lo que quieras. Te confirmará que casi ninguna escapa, que la mayoría terminan aquí, o, los valientes, los verdaderamente civilizados, se suicidan.

Finalmente llegaron a la puerta, que aún se encontraba abierta de par en par. Mientras el cuervo rojo flotaba en el aire a un costado de ella, Quiss pasó junto a los pilares, columnas y personas soñando. Deteniéndose ante el mismo hombre vestido con pieles y de pie sobre un taburete que había visto antes, le dijo al cuervo rojo:

—Permíteme hacerte una pregunta.

—Oh sí, por supuesto, puedes examinarlo previamente —dijo el cuervo, volando en su dirección— Hay uno vacío…

—No, no —dijo Quiss, sacudiendo su cabeza y observando al ave que se había detenido cerca de él. Quiss señaló con la cabeza al enjuto hombre de las pieles y con su cabeza metida en el techo de cristal—. Me estaba preguntando si sabes algo acerca de él. ¿Cuál es su nombre? ¿Desde cuándo está aquí?

—¿Cómo? —dijo el cuervo rojo, un poco confuso, incluso irritado (Quiss disimuló la sensación de triunfo que le recorría por todo el cuerpo)—. Oh, ha estado aquí desde hace siglos —dijo, volviendo a recobrar su habitual compostura—. ¿El nombre?… creo que Godot. Goriot. Gerout; o algo parecido. Los archivos no son perfectos, ¿sabes? Un caso extraño… escucha, ¿seguro que no quieres probar lo que se siente? Te puedo enseñar en donde…

—No —dijo Quiss con firmeza, y se dirigió con brío hacia la puerta que conducía al castillo—. No me interesa. Ahora regresemos.

Quiss fue a ver al senescal, quien en medio del bullicio de las cocinas le confirmó todo aquello que le había dicho el cuervo rojo.

—Por lo tanto —dijo el senescal, obviamente disgustado—, ha visto lo que probablemente le tiene reservado el destino, ¿y qué? ¿Qué puedo hacer ahora? Simplemente pienso que ha sido afortunado en no aceptar la oferta del cuervo rojo; una vez debidamente dentro de esas cosas nadie sale por propia voluntad; demasiado seductor. Si alguien no viene en su rescate se quedaría allí para siempre, interviniendo en cualquier aspecto de la excitación humana. Para cuando uno se percata de los ruidos de su estómago ya está enganchado. Tan sólo se sale para comer y comparado con lo que se acaba de dejar no es más que un sueño gris.

Ése era el propósito del cuervo rojo. Tentarle con uno de esos orificios y luego dejarle solo. Y no confíe tampoco en todo lo que le ha dicho. Los orificios en el techo permiten un control total de las mentes de los primitivos. No hay nada que no pueda ser alterado. Cada mente contiene su propio universo. No podemos estar seguros de nada. Eso es todo lo que puedo decir. Si desea entrar oficialmente en ese sitio que ya ha visto informalmente, tendrá que notificarme su rendición a través de los canales apropiados. Ahora váyase, por favor. —El senescal le miró con severidad y luego subió por la desvencijada escalera de madera que conducía a su despacho, lejos del continuo caos de las cocinas.

Quiss regresó al cuarto de juegos, con las piernas exhaustas por el esfuerzo.

No le contó nada a Ajayi.

Se encontraba de pie en el parapeto del balcón.

Sí, el cuervo rojo había tenido razón. No podía saberlo, jamás podría estar seguro, probablemente sólo había exagerado la fealdad del destino de los soñadores para impulsarle a que él probase la experiencia y así poder dejarle allí, pero a pesar de todo había tenido razón acerca de los eventuales efectos de su revelación.

El recuerdo de aquel estrecho e ilimitado espacio debajo del castillo ocupó los pensamientos de Quiss —y, lo que era más importante, sus sueños— durante casi cien días con sus noches. Se había apoderado de él una profunda e incomprensible depresión, pesándole como si llevase puesta una armadura. Se sentía como un guerrero, envuelto en cadenas, hundiéndose en arenas movedizas…

No podía dejar de pensar en lo que había visto, en aquella vasta extensión delante y debajo suyo, en la impresión de claustrofobia que le causó aquel infinito. Tantas personas, tantas esperanzas fallidas, partidas perdidas, sueños abandonados; y el castillo, una isla de posibilidades en medio de un océano de oportunidades malogradas.

Aquella imagen resplandeciente e ilusoria a la cual se había aferrado durante todos estos días, esos brazos marrones, el cielo azul y la contrastada estela de vapor, ahora se le aparecían tan sólo para herirle, para burlarse de él en sus sueños. Su mente se hallaba perdida en aquel obscuro, silencioso e infinito espacio; esa falta de límites que convertía su desesperación en una sensación inacabable.

Sus esperanzas, su determinación —antes tan agresiva, tan furiosa, enérgica y poderosa— se había echado a perder por la indolencia; era incapaz de seguir adelante.

La influencia del castillo. Éste era su efecto, sobre aquellos que lo habitaban como también sobre sí mismo. Agobiar, desgastar lentamente y al mismo tiempo fusionar, corroyendo, agarrotando simultáneamente, al igual que agua cargada de arena en alguna inmensa máquina. Quiss se sentía dentro de aquel sitio no más importante que un grano de arena.

Miró hacia abajo los riscos y la nieve, balanceándose sobre sus pies hacia atrás y hacia adelante. Sintió un escalofrío y la mandíbula floja, por lo que apretó sus dientes. El viento soplaba con fuerza y le hacía oscilar. Frío como un glaciar, pensó, sonriendo tétricamente. Un glaciar de flujo lento. Una imagen apropiada con la cual morirse, pensó, recordando la habitación de cristal diluido, la última gota que eventualmente siguió a la revelación del cuervo rojo. Ése había sido el verdadero activador, la razón por la cual se encontraba de pie en este lugar.

Quiss había descubierto otra habitación, hacía apenas unos cuantos días, en uno de sus ahora infrecuentes paseos. Se hallaba caminando sin rumbo fijo, algo habitual en él, cuando llegó a una habitación dentro de los gruesos muros en donde soplaba el viento y la nieve entraba por las ventanas.

En las ventanas había restos de marcos de metal; se dio cuenta de ello al asomarse para mirar afuera y orientarse mediante el paisaje (si su sentido de la orientación no le fallaba, desde allí tendría que ver las minas, pero en los últimos tiempos cada vez se despistaba con mayor frecuencia).

Un material parecido a brea clara sobresalía de casi todos los marcos vacíos, en donde tan sólo quedaba un delgado borde de cristal sujeto al fondo de cada uno de los hexágonos del marco de metal. El cristal que pisaba era obscuro. Miró la ventana por fuera, entrecerrando sus ojos a causa del frío y concentrado viento que soplaba a través del espacioso agujero. El suelo se elevaba ligeramente, hacia las ventanas. Era de un material translúcido, como el hielo, y se insertaba en las paredes por debajo de las ventanas. Quiss se agachó, resoplando a causa del esfuerzo, para examinarlo, y finalmente terminó por arrodillarse y rascar el suelo (debajo de la delgada capa de cristal había un pavimento de pizarra). Golpeó ligeramente el material parecido a la brea pegado a los marcos de la ventana, luego pasó un dedo sobre el cristal aún sujeto en los marcos, por encima del alféizar, bajando por las lisas paredes hasta que finalmente su dedo se deslizó hacia el suelo sin que la yema registrase en todo su recorrido una rajadura, grieta o juntura.