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El cristal del fondo de los marcos, sobre el estrecho alféizar, en las paredes debajo de las ventanas y del suelo estaba unido. Era un único cristal. Quiss permaneció arrodillado con las manos apoyadas encima de su regazo, la mirada perdida.

Recordó, de tiempos inmemoriales, que el cristal —el corriente, hecho de arena— era teóricamente un líquido, que en los viejos edificios los equipos de medición muy sensibles podían detectar un adelgazamiento significativo en la parte de arriba del panel y el correspondiente ensanchamiento en la parte de abajo, al ceder el cristal gradualmente al incesante empuje de la gravedad. En el Castillo Legado, al menos en ciertos lugares, el proceso sencillamente había tenido tiempo para llegar más lejos. El cristal se había diluido —aún se estaba diluyendo— de los marcos, por encima del alféizar, bajando por la pared hasta el suelo.

Al darse cuenta de aquello, y después de un rato, para su propio asombro, Quiss comenzó a llorar.

Las minas, de todos modos, no eran visibles a través de las ventanas; Quiss volvió a perderse por el castillo, con la mente en blanco, hasta que por último llegó al punto de partida, el cuarto de juegos desierto.

A continuación se dirigió casi automáticamente hacia el balcón y allí se quedó pensativo; vagamente sorprendido, casi de un modo ingenuo, por la facilidad con que súbitamente había sido capaz de aceptar su propia muerte, e incluso desearla.

Después de todo, no había nada que valiera la pena.

Así que trepó a la fría superficie de piedra del parapeto.

Ahora comprendía lo que había querido decir el cuervo rojo con alma, y ahora esa cualidad a-religiosa de carácter irreductible, esa individualidad, habría de pronunciar su más profunda autoafirmación en su propia destrucción.

Quiss cerró los ojos y se inclinó sobre el vacío.

Unos brazos se aferraron a su cintura, tirando de él. Abrió los ojos y vio mientras caía cómo el cielo se inclinaba, el muro del castillo en la parte de arriba del balcón se torcía. Ajayi jadeó mientras ambos golpeaban pesadamente el suelo de pizarra del balcón. Quiss salió rodando hasta el cálido cuarto de juegos, golpeándose la cabeza contra el suelo de cristal.

Levantó mareado la vista y vio a Ajayi tendida en el suelo del balcón, su pecho moviéndose rítmicamente, los ojos muy abiertos, contemplándole. Estaba tratando de incorporarse.

—Quiss…

A gatas, Quiss extendió su mano y le golpeó con dureza en el rostro, enviándola nuevamente al suelo.

—¡Déjame solo! —gritó—. ¿Por qué no puedes dejarme solo? —Inclinándose, Quiss la levantó. Su boca sangraba y tenía el rostro blanco. Ajayi lanzó una exclamación y se protegió la cara con sus manos; Quiss la arrojó dentro del cuarto de juegos y ella, tambaleándose, tropezó con unos libros, cayéndose de bruces en el suelo. Quiss fue en su busca—. ¿No puedes dejarme solo, no es así? —dijo sollozando. Sus ojos se estaban llenando de lágrimas, las manos y los brazos le temblaban. Volvió a levantar a la mujer del suelo; ella se llevó las manos a la cara, con los ojos levemente desviados, una mueca en el rostro; Quiss le dio otra bofetada y Ajayi se desplomó sobre el suelo con un grito. Se disponía a darle un puntapié a la figura llorosa, acurrucada sobre el suelo de cristal, cuando vio, no muy lejos, la mesa de juegos con un mazo de naipes encima.

Quiss se abalanzó sobre la pequeña mesa y cogiéndola por dos de sus patas regresó junto a la mujer, quien con los ojos muy abiertos a causa del miedo, vio cómo el hombre levantaba la mesa por encima suyo (Ajayi se contrajo, las manos cubriendo su cabeza; los naipes se esparcieron por el suelo) y golpeaba con ella el suelo a pocos centímetros de su cabeza, destrozando la mesa y causando una rajadura en forma de telaraña de un metro de diámetro sobre la transparente superficie del suelo.

La mesa se desintegró; la pequeña gema roja engarzada en su centro se rompió en mil pedazos, un entramado de filamentos brillosos explotó en la intrincada superficie de la mesa, echando chispas durante unos segundos, para luego humear y tornarse opacos, y las sólidas patas de la mesa se abrieron elásticamente, partiéndose y revelando en su interior páginas impresas puestas a presión. Quiss pateó los escombros y luego se giró, tapándose los ojos con sus manos y sollozando.

Se alejó a tropezones hacia el interior del cuarto.

Ajayi levantó la vista, por encima de los restos de la mesa despedazada, y vio a Quiss darse contra la pared de las escaleras de caracol. Bajó titubeante los primeros escalones y desapareció. Ajayi volvió a respirar, tocándose ligeramente el labio partido con el borde de su abrigo.

Se sentó adecuadamente sobre la superficie de cristal, alejándose de la rajadura ocasionada por la mesa por donde comenzaba a filtrarse el agua tibia y salada. Estaba temblando.

Miró los restos de la mesa.

Bien, habían jugado su última partida; de eso no cabía la menor duda. Sin mesa, los juegos no eran válidos. Por lo tanto, les quedaba tan sólo una única posibilidad para responder.

Trató de pensar con calma, preguntándose qué había sucedido para que Quiss quisiera matarse. Ella no lo sabía. Últimamente se mostraba cada vez más displicente, pero tampoco quería dar explicaciones, si es que las había. Ajayi esperó que se le pasara; al igual que ella, Quiss ya había estado deprimido, pero durante los últimos cien días su abandono fue en aumento y no deseaba hablar sobre ello ni que le animasen. Tal vez no tendría que dejarle ahora solo, ¿pero qué podía hacer? Si estaba decidido a acabar con su vida no había nada que ella realmente pudiera hacer. Era su vida, estaba en su derecho. Quizá su comportamiento era un poco egoísta.

Ajayi se puso de pie temblando. Se sentía un poco mareada y el cuerpo le dolía en varios lugares. Al menos no tenía nada roto; era algo por lo cual tendría que estar agradecida.

Reparó que las patas de la pequeña mesa habían sido hechas con libros. A algunos de ellos les faltaban páginas o las cubiertas; trozos de ellos se hallaban adheridos al enchapado de madera que los había revestido cuando aún formaban parte de la mesa. Cada una de las tres patas estaba construida con uno o dos libros. Los ejemplares estaban escritos en inglés.

Titus Groan, leyó para sí en voz suave. El Castillo, Laberintos, El Juicio… A otro libro le faltaba la página con el título. Con el ceño fruncido, miró por encima los restos rasgados de la primera página.

Luego examinó el resto de los libros. Éste era interesante. Ajayi había estado buscando un par de ellos, sobre los que había leído en alguno de los manuales literarios y de comentario de textos que empleaba para seleccionar los libros que debía leer. No los había hallado en los lugares del castillo en los que supuestamente tendrían que haber estado. Tal vez era significativo que hubieran aparecido en cambio dentro de la mesa de juegos. Volvió a contemplar el libro sin la página del título.