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– Si quieres regreso en quince minutos, y con flores -respondí.

Con un gesto me indicó una silla. Me senté, encendí un cigarrillo, y nos quedamos mirando el uno al otro sin decir palabra. El sabía que yo sabía de los dos gringos, y yo sabía que él sabía de los dos gringos.

– ¿Eres de la Patagonia? -preguntó rompiendo el silencio. -No, de más al norte. -Mejor. No se puede confiar ni en la cuarta parte de lo que dicen los patagones. Son los mentirosos más grandes de la Tierra -comentó echando mano a su cerveza. Me sentí obligado a devolver el golpe.

– Es que aprendieron a mentir de los ingleses. ¿Conoces las mentiras que Fitzroy le inventó al pobre Jimmy Button?

– Uno a uno -dijo Bruce y me tendió la mano. La ceremonia de presentación terminaba satisfactoriamente y nos largamos a hablar de aquellos dos gringos viejos, que desde algún lugar ignorado en los mapas tal vez nos observaban, contentos de ser testigos de aquel encuentro.

Varios años han pasado desde aquel mediodía en Barcelona. Varios años y algunas horas, porque en este momento, mientras espero a que los estibadores terminen de cargar El Colono y me permitan subir a bordo, son las tres de la tarde de un día también de febrero. Oficialmente es verano en el sur del mundo, pero el viento gélido del Pacífico no le concede la menor importancia a este detalle; sopla en ráfagas que entumecen hasta los huesos y obligan a buscar el calor de los recuerdos.

Los dos gringos de los que hablamos en Barcelona dedicaron gran parte de su vida al negocio bancario, que, como se sabe, puede practicarse de dos maneras: siendo banquero o asaltando bancos. Ellos optaron por la segunda, porque, gringos a fin de cuentas, llevaban en las venas un puritanismo caritativo que los obligaba a compartir rápidamente la riqueza obtenida en los atracos. La compartían con actrices de Baltimore, cantantes de ópera de Nueva York, cocineros chinos de San Francisco, achocolatadas prostitutas de los burdeles de Kingston o La Habana, adivinas y brujas de La Paz, dudosas poetisas de Santa Cruz, melancólicas musas de Buenos Aires, viudas de marineros de Punta Arenas, y terminaron financiando revoluciones imposibles en la Patagonia y la Tierra del Fuego. Se llamaron Robert Leroy Parker y Harry Longabaugh, Mister Wilson y Mister Evans, Billy y Jack, don Pedro y don José. En las infinitas llanuras de las leyendas entraron como Butch Cassidy y Sundance Kid.

Recuerdo todo esto mientras espero sentado sobre un barril de vino, frente al mar, en el sur del mundo, y tomo notas en una libreta de hojas cuadriculadas que Bruce me obsequió justamente para este viaje. Y no se trata de una libreta cualquiera. Es una pieza de museo, una auténtica Moleskín, tan apreciada por escritores como Céline o Hemingway, y que ya no se encuentran en las papelerías. Bruce sugirió que antes de usarla hiciera como éclass="underline" primero numerar las hojas, luego anotar en la contratapa por lo menos dos direcciones en el mundo y, finalmente, prometer una recompensa a quien devolviera la libreta en caso de pérdida. Cuando le comenté que todo eso me parecía demasiado inglés, Bruce respondió que, justamente gracias a esa clase de medidas de precaución, los ingleses conservan la ilusión de ser un imperio; en cada colonia grabaron a sangre y fuego la idea de la pertenencia a Inglaterra y, cuando las perdieron, a cambio de una pequeña recompensa económica, las recuperaron

bajo el eufemismo de la Comunidad Británica de Naciones.

Las Moleskín provenían de las manos de un artesano encuadernador de Tours cuya familia venía fabricándolas desde comienzos de siglo, pero, una vez muerto el artesano, ninguno de sus descendientes quiso continuar con la tradición. Nadie debe lamentarse por ello. Son las reglas del juego impuestas por una pretendida modernidad que día a día va eliminando ritos, costumbres y detalles que muy pronto recordaremos con nostalgia.

Una voz anuncia que zarparemos "en pocos minutos", pero no dice cuántos.

La mayoría de los pequeños puertos y poblados de la isla de Chiloé fueron fundados por corsarios, o para defenderse de ellos, durante los siglos xvl y xvII. Corsarios o hidalgos, todos debían cruzar el estrecho de Magallanes y por lo tanto detenerse en lugares como Chonchi para avituallarse. De aquellos tiempos ha permanecido el carácter funcional de los edificios: todos cumplen una doble función, aunque una es la principal. Los locales sirven de bar y ferretería, bar y correo, bar y agencia de cabotaje, bar y farmacia, bar y funeraria. Entro a uno que es bar y botica veterinaria, pero un letrero colgado a la entrada asegura que cumple otra función más: TRATAMIENTO DE SARNAS Y DIARREAS ANIMALES Y HUMANAS.

Me acomodo frente a una mesa, cerca de la ventana. En las mesas vecinas juegan al "truco", un juego de naipes que permite toda suerte de guiños al compañero y que exige que las cartas jugadas vayan acompañadas de versos en rigurosa rima. Pido un vino.

– ¿Vino o un vinito? -consulta el mozo. Nací en este país, sólo que un poco más al norte. Apenas dos mil kilómetros separan Chonchi de mi ciudad natal, y tal vez debido a mi larga ausencia de estos confines he olvidado ciertas importantes precisiones. Sin pensarlo insisto en que quiero beber un vino.

Al poco tiempo el mozo regresa con un enorme vaso que contiene casi un litro. No conviene olvidar los diminutivos en el sur del mundo.

Buen vino. Un "pipeño", un vino joven, algo ácido, áspero, agreste como la propia naturaleza que me espera más allá de la puerta. Se deja beber con deleite y, mientras lo hago, viene hasta mi memoria cierta historia que Bruce recordaba con especial agrado.

En un viaje de regreso de la Patagonia, y con la mochila repleta de Moleskín en las que fijó la materia prima de lo que más tarde se titularía En la Patagonia, uno de los mejores libros de viajes de todos los tiempos, Bruce pasó un día por Cucao, en la parte oriental de la isla. Llevaba hambre de varias jornadas y por esa razón deseaba comer, pero sin cargar demasiado el estómago.

– Por favor, quiero comer algo ligero -le indicó al mozo del restaurante.

Le sirvieron media pierna de cordero asada y, cuando reclamó insistiendo en que quería comer algo ligero, recibió una de esas respuestas que no admiten réplica:

– Era un cordero muy flaco. El señor no encontrará un bicho más ligero en toda la isla.

Curiosa gente ésta. Y como Chiloé es la antesala de la Patagonia, aquí comienzan las ingenuas y bellas excentricidades que veremos o escucharemos más al sur. Un profesor argentino me contó una historia insuperable. Uno de sus alumnos escribió sobre un reloj: "El reloj sirve para pesar los atrasos. El reloj también se descompone y, así como los autos pierden aceite, el reloj pierde tiempo".

¿Alguien habló de la muerte del surrealismo? El movimiento aumenta en el puerto. Los grandes camiones ya están a bordo y ahora suben los vehículos menores. En poco tiempo llamarán a los pasajeros, una vez que los estibadores terminen de transportar la carga. Son vigorosos los isleños. De baja estatura, de piernas cortas pero firmes, trotan cargando pesados sacos de papas y leguminosas, rollos de tela, útiles de cocina, cajas de sal, sacos de yerba mate, té y azúcar, mercancías que pertenecen a comerciantes en general hijos o nietos de libaneses, que una vez desembarcados recorrerán con sus recuas de caballos las haciendas y los caseríos perdidos entre las cordilleras, junto a los fiordos, o en la pampa infinita.

Apuro el vino. El movimiento de afuera se me mete en las venas y todo mi cuerpo desea partir.

Este es un viaje que empezó hace varios años, qué importa cuántos. Empezó aquel día frío de febrero en Barcelona, sentado con Bruce frente a una mesa del Café Zurich. Nos acompañaban los dos viejos gringos, pero sólo nosotros podíamos verlos. Eramos cuatro en la mesa, de manera que nadie debe escandalizarse por que vaciáramos dos botellas de coñac.

Tal vez nunca consigamos saber cómo esos dos bandidos organizaban sus atracos a los bancos, pero puedo contar cómo un inglés y un chileno, bastante borrachos a eso de las cinco de la tarde, planearon un viaje a los confines del mundo. -¿Cuándo partimos, chileno? -En cuanto me dejen, inglés.

– ¿Todavía tienes problemas con los primates que gobiernan tu país?

– Yo no. Son ellos los que tienen problemas conmigo.

– Entiendo. No importa. Así podemos preparar mejor el viaje.

Y continuaron hablando de otros temas menores, como encontrar la hacienda donde supuestamente decapitaron a Butch Cassidy y a Sundance Kid, visitar la sepultura donde dicen que reposan los dos aventureros, reconstruir los últimos días de sus vidas y, finalmente, llenar a cuatro manos unas cuantas páginas en forma de saga o de novela.

Cuando recibí el ansiado permiso para volver al sur del mundo, Bruce Chatwin ya había emprendido el viaje inevitable. Pienso que al comprar toda la existencia de Moleskín en una vieja papelería parisina de la Rue de l'Ancienne Comédie, la única que las vendía, Bruce se preparaba sin pensarlo para el largo viaje final. ¿Qué diablos anotará en ellas, dondequiera que esté?

El permiso para regresar a mi mundo me llegó por sorpresa en Hamburgo. Durante nueve años visité cada lunes el consulado chileno para saber si podía volver. Nueve años en los que recibí unas quinientas veces la misma respuesta: "No, su nombre está en la lista de los que no pueden volver".