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A mediados de marzo los días se tornan más breves y por el estrecho de Magallanes entran fuertes vientos del Atlántico. Es la señal para que los habitantes de Porvenir revisen las provisiones de leña y observen melancólicos el vuelo de las avutardas que cruzan de la Tierra del Fuego a la Patagonia.

Pensaba continuar viaje a Ushuaia, pero me informan que las últimas lluvias han cortado el camino en varios tramos y que no lo repararán hasta la primavera. No importa. En esta región es absurdo tener planes fijos, y además se está muy bien en El Austral, un bar de gente de mar donde preparan el mejor estofado de cordero. Cordero de Magallanes perfumado por los clavos de olor escondidos en los corazones de las cebollas que lo guarnecen.

Una docena de parroquianos esperamos ansiosos a que la dueña anuncie la hora de pasar a la mesa. Bebiendo vino nos dejamos atormentar por los aromas que llegan de la cocina. Tiene mucho de liturgia esa espera que nos llena la boca de saliva.

En un extremo de la barra charlan tres hombres. Hablan un inglés muy británico mientras se echan copas de ginebra al coleto. No es una bebida especialmente apreciada en la Tierra del Fuego y suele reemplazar a la loción para después de afeitarse. Uno de ellos consulta en español si falta mucho para la hora de comer.

– No se sabe. Cada cordero es diferente. Igual que las personas -responde la dueña, doña Sonia Maríncovich, un metro ochenta de estatura y unos noventa kilos de humanidad eslava bien repartida bajo su vestido negro. -No tenemos tiempo -insiste el inglés.

– Aquí lo único que sobra es el tiempo -indica uno de los parroquianos.

– Es que debemos zarpar con luz de día. ¿Entiende?

– Entiendo. ¿Y con qué rumbo? Se lo pregunto porque esta tarde va a soplar un viento vuelcaburros. -Vamos a la ensenada de Raúl.

– Querrá decir a la ensenada del Incesto -corrige el parroquiano.

El hombre da una palmada sobre la barra, tira unos billetes por la consumición y sale con sus acompañantes soltando imprecaciones en inglés.

Me acerco al parroquiano que ha hablado con el iracundo británico.

– Parece que se ofendió. ¿Qué es eso de la ensenada del Incesto?

– Historia, pero los ingleses no tienen sentido del humor. Que se jodan. Se perdieron el estofado. ¿No conoce la historia?

Le respondo que no, y el parroquiano echa una mirada a doña Sonia. Desde los peroles, la mujer le responde con un gesto de aprobación.

– Las cosas ocurrieron más o menos así: allá por 1935 naufragó un vapor británico en el canal de Beagle, y al parecer los únicos sobrevivientes fueron un misionero protestante y su hermana. Los dos náufragos pudieron caminar hacia el este y en una semana hubieran llegado a Ushuaia, pero como no tenían sentido de la orientación, caminaron hacia el norte. Recorrieron unos ochenta kilómetros cruzando selvas, atravesando ríos, subiendo y bajando cerros y, finalmente, a los cuatro meses aparecieron en la que antes se llamaba ensenada de Raúl, en la costa sur de Almirantazgo. Allí los encontraron unos tehuelches, que los acompañaron hasta Porvenir. Esa es la historia.

– ¿Y por qué se llama ahora ensenada del Incesto?

– Es que la mujer llegó encinta. Preñada de su hermano.

– A la mesa, que voy a servir -anuncia doña Sonia, y nos entregamos en cuerpo y alma a disfrutar del excelente estofado de cordero que los ingleses se perdieron por culpa de su mal humor.

6

Al norte de Manantiales, poblado petrolero de la Tierra del Fuego, se levantan las doce o quince casas de una caleta de pescadores llamada Angostura porque está justamente frente a la primera angostura del estrecho de Magallanes. Las casas están habitadas nada más que durante el corto verano austral. Luego, durante el fugaz otoño y el largo invierno, no son más que una referencia en el paisaje.

Angostura no tiene cementerio, pero tiene una pequeña sepultura pintada de blanco y orientada hacia el mar. En ella reposa Panchito Barría, un chico fallecido a los once años. En todas partes se vive y se muere -como dice el tango "morir es una costumbre"-, pero el caso de Panchito es trágicamente especial, porque el niño murió de tristeza.

Antes de cumplir los tres años Panchito padeció de una poliomelitis que lo dejó inválido. Sus padres, pescadores de San Gregorio, en la Patagonia, cruzaban cada verano el estrecho para instalarse en Angostura. El niño viajaba con ellos, como un amoroso bulto que permanecía acomodado sobre unas mantas, mirando el mar.

Hasta los cinco años Panchito Barría fue un niño triste, huraño, y casi no sabía hablar. Pero un buen día tuvo lugar uno de esos milagros acostumbrados en el sur del mundo: una formación de veinte o más delfines australes apareció frente a Angostura, desplazándose del Atlántico al Pacífico.

Los lugareños que me contaron la historia de Panchito afirmaron que, apenas los vio, el chico dejó escapar un grito desgarrador y que, a medida que los delfines se alejaban, sus gritos ganaban en volumen y desconsuelo. Finalmente, cuando los delfines desaparecieron, de la garganta del niño escapó un chillido agudo, una nota altísima que alarmó a los pescadores y espantó a los cormoranes, pero que hizo regresar a uno de los delfines.

El delfín se acercó a la costa y empezó a dar saltos en el agua. Panchito lo animaba con las notas agudas que salían de su garganta. Todos entendieron que entre el niño y el cetáceo se había establecido un puente de comunicación que no requería de ninguna explicación. Se había dado porque así es la vida. Y

El delfín permaneció frente a Angostura todo aquel verano. Y cuando la proximidad del invierno ordenó abandonar el lugar, los padres de Panchito y los demás pescadores comprobaron con asombro que el niño no manifestó el menor asomo de pena. Con una seriedad inaudita para sus cinco años, declaró que su amigo el delfín tenía que marcharse, pues de otro modo lo atraparían los hielos, pero que al año siguiente regresaría. Y el delfín regresó.

Panchito cambió, se tornó un chico locuaz, alegre, llegó a hacer bromas sobre su condición de inválido. Cambió radicalmente. Sus juegos con el delfín se repitieron durante seis veranos. Panchito aprendió a leer y a escribir, a dibujar a su amigo el delfín. Colaboraba, como los demás chicos, en la reparación de las redes, preparaba lastres, secaba mariscos, siempre con su amigo el delfín saltando en el agua, realizando proezas sólo para él.

Una mañana del verano de 1990 el delfín no acudió a la cita diaria. Alarmados, los pescadores lo buscaron, rastrearon el estrecho de extremo a extremo. No lo encontraron, pero sí se toparon con un barco factoría ruso, uno de los asesinos del mar, navegando muy cerca de la segunda angostura del estrecho.

A los dos meses Panchito Barría murió de tristeza. Se extinguió sin llorar, sin musitar una queja.

Yo visité su tumba, y desde allí miré el mar, el mar gris y agitado del invierno incipiente. El mar donde hasta hace poco retozaban los delfines.

7

El tipo que tengo frente a mí, que me ofrece la calabaza del mate y que enseguida remueve las brasas del fogón, se llama Carlos y es, al mismo tiempo, el mejor y el más antiguo de mis amigos. También tiene un apellido, pero me exige que, si escribo algo de lo que me contará en este día de lluvia, no mencione su nombre completo.

– Carlos no más -insiste, mientras corta unas lonjas de charqui de caballo, una carne oreada al viento y que va de maravilla con el mate.

– Conforme. Carlos no más -respondo, y escucho cómo la lluvia arrecia sobre el techo del hangar que nos protege.

Desde muy pequeño, Carlos No Más manifestó un solo interés en la vida: volar. Leía cómics de aviadores, sus héroes eran Malraux, Saint Exupéry, Von Ritchoffen, el Barón Rojo. Iba al cine a ver únicamente películas de aviadores, coleccionaba modelos de aeroplanos y a los quince años conocía todas las piezas de un avión.

A los diecisiete, cierta tarde de playa, en Valparaíso, abrió su intimidad a la familia.

– Voy a ser piloto. Me matriculé en la Escuela de Aviación.

– Vas a ser militar, cretino. La Escuela de Aviación es de la Fuerza Aérea, imbécil -le respondieron con el tono más fraterno. -No. Tengo un plan para evitarlo.

– ¿De veras? ¿Podemos saber en qué lío te piensas meter?

– Es muy simple: en cuanto aprenda a pilotar un avión, deserto.

Aprendió a pilotar pequeños aparatos y helicópteros, pero no tuvo que desertar. Cuando, en 1973, la dictadura trepó al poder, Carlos No Más fue expulsado de la Fuerza Aérea por sus ideas socialistas.

Cuando los chilenos quieren expresar un gran bienestar dicen: "Estoy más feliz que un perro con pulgas". Carlos No Más dijo: "Estoy más feliz que un cóndor con pulgas".