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– ¿Todavía está nervioso, man? -consultó Palacios con ironía.

– No tanto como al principio. ¿Hace mucho que vuela? Se lo pregunto porque el despegue en la playa fue formidable.

– Pero yo me cagué de miedo -dijo desde atrás el hombre del gallo. -¿Mucho tiempo? Demasiado. Ya lo olvidé -respondió el capitán Palacios. -¿Es suya la avioneta?

– ¿Mía? Digamos que nos pertenecemos. Yo sin ella no sabría qué hacer, y ella sin mí no llega a ninguna parte. Mire qué lindo es el Napo. En esta parte inunda dos veces al año grandes extensiones de selva y se pescan unos bagres enormes.

– Así es. Hace poco vi sacar uno que pesaba ciento cuarenta libras -indicó el hombre del gallo.

– ¿Por qué le interesa la avioneta? ¿Entiende de aviones? -Algo. El motor suena muy bien.

– Seguro, man. Tengo un buen mecánico. El mulato que vio en Shell es mi socio y se encarga de que todo esté a punto. Este aparato pertenecía a unos curas que hicieron un aterrizaje forzoso cerca de Macas. Aterrizaron en la copa de unos árboles y allí lo dejaron. Nosotros lo compramos como chatarra y en un par de meses lo tuvimos volando de nuevo.

La pista de aterrizaje de San José de Payamino era un amplio claro ganado a machete. Servía además de cancha de fütbol, mercado, y plaza mayor. Allí dejamos al hombre del gallo, le deseé suerte, repostamos combustible y continuamos el viaje volando sobre el río Payamino hasta que sus aguas se unieron a las del Puno y, más tarde, siempre con rumbo noreste, sobrevolando puerto San Francisco de Orellana, vimos al Puno y al Coca desembocar en el gran río Napo, que se tuerce hacia el sureste. Sus aguas viajan unos mil trescientos kilómetros para ir a alimentar la soberbia correntada del Amazonas.

Durante la última etapa del vuelo, el aviador me contó algunos detalles de su vida. Había sido piloto de la Texaco, muy bien pagado, hasta que un día descubrió que no le gustaban los gringos y que estaba enamorado de la Amazonia.

– Es como una mujer, man. Se le mete a uno dentro, bajo la piel. No pide nada, pero uno acaba haciendo todo lo que cree que ella quiere.

En San Sebastián del Coca seguimos charlando y, tras una noche de juerga en la que nos llenamos de ron hasta las orejas, decidimos que podíamos ser amigos. Y vaya si lo fuimos. A él le debo conocer desde el aire las más secretas y fascinantes regiones amazónicas, muchos misterios de ese mundo verde que él conocía mejor que a sí mismo, y cuando, varios años después de nuestro primer vuelo, regresé para hacer una serie de reportajes sobre la criminal devastación del universo verde, allí estaba el capitán Palacios, dispuesto a llevarme a donde fuera necesario.

Lo vi por última vez en El Pantanal, entre Brasil y Paraguay, en el bajo Matto Grosso. Nos despedimos eufóricos, con la alegría que brinda el ron bebido en un rito de amigos, y la satisfacción de haber hecho un buen trabajo filmando un documental sobre el exterminio de los jacarés, caimanes amazónicos cuya piel termina en desfiles de moda en Europa. Todo el equipo que participó en el documental coincidió en que, sin el concurso del capitán Palacios, hubiera sido una misión imposible.

– Nos vemos, man. No necesito decirle que vuelva. Usted también tiene la Amazonia metida dentro y no puede vivir sin ella. Cuando se trate de joder a los hijos de puta que la destrozan, ya sabe dónde me encuentra.

Y lo busqué. Antes de sentarme en esta cantina y pedir la botella de ron que voy vaciando lentamente, lo busqué hasta el cansancio. No lo encontré. Tampoco al socio, el mulato. Alguien me informó que los dos habían despegado con rumbo desconocido y no regresaron. El informante no recordaba con precisión cuándo había sido. La vida y el olvido se suceden con demasiada rapidez en esta parte del mundo.

¿Qué habrá sido de esos dos magníficos aventureros? ¿De aquel cuyo nombre de pila nunca conocí? ¿De aquel que siempre me trató de "usted, man"? ¿De mi amigo, el capitán Palacios?

Parte final Apunte de llegada

Alguien me dio unos golpecitos en un hombro. -Despierte. Estamos en Martos. Me costó reconocer al chófer y aceptar que estaba en un bus. No hacía más de una hora que lo había abordado en Jaén, y apenas apoyé la cabeza en el respaldo del asiento me dormí como un tronco. -¿Martos? -Sí, hombre. Martos. Al bajar sentí que el sol del mediodía pegaba como un garrote. No había ni una sola nube en el cielo y no soplaba la menor brisa. Las calles mostraban la inmaculada blancura de sus casas adornadas con persianas verdes, y por todas partes se veían macetas con las plantas que más amo: los humildes y resistentes geranios. No había gente en las calles y yo sabía que era normal a la hora de la canícula. De alguna casa salía el sonido de una radio y, así, avanzando entre muros blancos, caminé sin rumbo hasta que llegué a una fuente. Caía un delgado chorro por un caño y hería sin rencor la lisa superficie. Haciendo un

cuenco con las manos bebí de aquella agua fría, reconfortante y de sabor mineral, que venía desde algún lugar de las sierras para prodigar su mensaje de alivio a los sedientos y luego seguir hasta las raíces de los olivos que se ordenaban en las lomas.

Al beber vi en mi imagen reflejada en el agua unos rasgos ajenos pero familiares. Me acerqué a la superficie y lentamente mi rostro se fue llenando con los detalles faciales de mi abuelo. -Llegué, Tata. Estoy en Martos.

El viejo me miró con ojillos traviesos y soltó una de sus frases incuestionables: -Nadie tiene que avergonzarse de ser feliz.

Entonces sentí que el cansancio del viaje me hacía temblar y me nublaba los ojos. Hundí la cara en la fuente y enseguida me eché a andar.

Llegué hasta una pequeña plaza con un bar. Entré. Los cinco o seis parroquianos acodados a la barra me observaron unos segundos y luego siguieron con su animada charla. -¿Qué va a ser? -consultó el mesonero. -No sé. ¿Qué toman los de Martos a esta hora? -Un vino, una caña… en materia de gustos…

– Ponle un fino, Manolo -indicó uno de los parroquianos.

El mesonero sirvió, probé. En aquel fino estaba el mismo sol que brillaba fuera. Vacié la copa con evidente placer. -Bueno, ¿eh? -dijo el mesonero. -Muy bueno.

Yo deseaba hablar con aquellos hombres, decirles que venía de muy lejos buscando una huella, una sombra, el minúsculo vestigio de mis raíces andaluzas, pero también quería escucharlos, llenarme de ese acento cerrado, un tanto hosco, despojado del tono cantarino de los andaluces de la costa.

Entraron dos nuevos clientes, dos individuos que venían charlando desde la calle. Pidieron dos copas de vino tinto. Uno de ellos alzó la suya sin decir una palabra, pero con un gesto elocuente que valía más que un discurso. El otro, más locuaz, respondió con un breve discurso. -Que haya salud.

Bebieron con ademanes sacramentales. Luego, al dejar la copa en la barra, el que hablara se llevó el dorso de una mano a los labios. El mundo estaba en paz. La vida no podía ser más armoniosa, así que retomaron la conversación.

– Pues, como te iba diciendo, eso de los tomates puede ser un gran negocio. Si se sabe llevar, claro.

– Y el muy idiota, dale con que tengo reuma. Reuma yo. Habráse visto.

– Los holandeses hacen fortunas con los tomates. Pero dime tú, ¿de dónde sacan sol los holandeses?

– Que debo ir a unos baños termales. Me cago en la hostia. Es que esos médicos de la Seguridad creen que somos unos señoritingos. ¡Joder!

– Un buen tomate no puede crecer en una jaula. ¿Has visto qué tomates se dan en Torredonjimeno? Sol y agua de la quebrada es lo que necesitan los tomates.

– Es lo que yo digo: donde haya un buen emplasto no hay dolor de huesos ni perro muerto. ¡Coño! Se me ha hecho tarde.

– Hala, Pepe. A comer. Salúdame a la parienta y a ver si un día de estos nos juntamos para seguir hablando. Y cuídate. -Hombre, tú sabes cómo es esto. -Me lo vas a decir a mí, Pepe.

El que aparentemente no tenía reuma salió y, de pronto me vino a la memoria uno de los recuerdos de mi abuelo.

– ¿Hay en Martos un bar que se llame de los Cazadores? -No, que yo sepa -dijo el mesonero.

– ¿Cómo que no? -intervino el cultivador de tomates.

– A ver: está el de Miguel, el Castillo, el de la Peña…

– Manolo. Pon atención. ¿Cómo se llamaba antes este bar? -Ha tenido varios nombres. Déjame pensar.

– Hasta el año cincuenta se llamó de los Cazadores, joder. Así es como lo olvidáis todo.

– Yo nací el cincuenta y dos. ¿Cómo quieres que lo sepa? -Este tiene razón. Se llamaba bar de los Cazadores y tenía dos ganchos junto a la puerta. En uno se colgaban los macutos y en el otro las escopetas. Vaya si me acuerdo -precisó otro de los parroquianos.

De tal manera que, posiblemente, estaba en el mismo lugar en el que mi abuelo se echaba al coleto unas copas de fino.

Una vez aclarado lo del nombre del bar, los hombres me observaron con indisimulada curiosidad y les conté por qué estaba allí. Les hablé de mi abuelo y de mi largo viaje hasta llegar a Martos. Mientras hablaba, algunos usaron el teléfono para avisar a sus casas que no irían a comer, y otros se valieron de unos chicos que entraron a comprar helados para el mismo propósito. El mesonero, dispuesto a no perderse ni un detalle, colocó botellas de todo cuanto se bebía encima de la barra. Cuando terminé, se miraron entre ellos.