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– Así que usted es literato -dijo ofreciéndome una lata de Coca-Cola.

– He escrito un par de cuentos. Eso es todo -respondí.

– No lo he invitado para interrogarlo. Siento mucho todo lo que ocurre, pero así es la guerra. Quiero que hablemos de escritor a escritor, ¿le sorprende? También se han dado grandes literatos entre la gente de armas. Piense en don Alonso de Ercilla y Zúñiga, por ejemplo.

– O en Cervantes -agregué.

Margarito se incluía entre los grandes. Era su problema. Si quería adulación, la tendría. Bebía la Coca-Cola y pensaba en Garcés, mejor dicho en la gallina de Garcés, pues, aunque parezca increíble el cocinero tenía una gallina que se llamaba Dul cinea.

Una mañana saltó el muro que separaba a los presos comunes de los prigué, y al parecer se trataba de una gallina de profundas convicciones políticas ya que decidió quedarse con nosotros. Garcés la acariciaba y suspiraba diciendo: "Si tuviera una pizca de polvo de pimientos y otra de comino les haría un escabeche de ave que jamás han probado".

– Quiero que lea mis poesías y me dé su opinión, la más sincera -dijo Margarito al entregarme un cuaderno.

Salí de allí con los bolsillos llenos de cigarrillos, caramelos, bolsitas de té y una lata de mermelada U.S. Army. Aquella tarde empecé a creer en la fraternidad entre escritores.

De la cárcel al regimiento y viceversa nos transportaban en un camión de ganado. Los soldados se cuidaban de que hubiera suficiente mierda de vaca en el suelo del camión antes de ordenar que nos tendiéramos boca abajo y con las manos en la nuca. Nos vigilaban cuatro uniformados armados con fusiles GAL, uno en cada esquina del camión. Casi todos eran muchachos traídos de las guarniciones del norte, a los que el riguroso clima del sur mantenía constantemente agripados y de pésimo humor. Tenían orden de disparar contra los bultos -nosotros- al menor movimiento sospechoso, y también contra todo civil que intentara acercarse al camión. Pero con el paso del tiempo la disciplina se fue relajando y hacían la vista gorda ante el paquete de cigarrillos o la fruta caída desde una ventana, o frente a la muchacha hermosa y audaz que corría junto al vehículo lanzando besos con las manos y gritando: "¡Aguanten, compañeros! ¡Venceremos!".

En la cárcel, como siempre, nos esperaba el comité de bienvenida presidido por el doctor "Flaco" Pragnan -ahora eminente psiquiatra en Bélgica-. En primer lugar examinaban a los que no podían caminar y a los que venían con alteraciones cardiacas, luego a los que traían algún hueso dislocado o costillas torcidas. Pragnan era un experto en reconocer la cantidad de energía eléctrica que nos había transmitido el paso por la parrilla, y pacientemente indicaba quiénes podían ingerir líquidos en las siguientes horas. Finalmente llegaba la hora de comulgar, que era cuando recibíamos las aspirinas Plus Vitamina C, y las tabletas anticoagulantes contra los hematomas internos.

– Dulcinea tiene las horas contadas -le dije a Garcés y busqué un rincón para leer el cuaderno de Margarito.

Las páginas escritas con fina caligrafía rezumaban amor, miel, sufrimientos sublimes y flores olvidadas. No necesité pasar de la tercera página para saber que Margarito ni siquiera se molestaba en plagiar las ideas del poeta mexicano Amado Nervo, sino que copiaba sin más sus poemas.

Llamé a Peyuco Gálvez, un profesor de castellano, y le leí un par de versos.

– ¿Qué te parece, Peyuco?

– Amado Nervo. El libro se llama Los jardines interiores.

Me había metido en un lío y de los gordos. Si Margarito llegaba a saber que conocía la obra de Nervo, un poeta por cierto azucarado, entonces era yo y no la gallina de Garcés quien tenía las horas contadas. El asunto era grave, así que esa misma noche lo llevé al Consejo de Ancianos.

– Margarito, ¿será marica entrante o poniente? -consultó Iriarte.

– No jodas. Es mi pellejo el que está en juego -alegué.

– Lo pregunto en serio. A lo mejor el milico quiere tener un romance contigo y darte el cuaderno fue como dejar caer un pañuelito de seda. Y tú lo recogiste, huevón. Tal vez ha copiado los poemas para que descubras en ellos un mensaje. He conocido a muchos maricas que seducían muchachitos pasándoles Demián, de Hermann Hesse. Si Margarito es de los entrantes, entonces tendrás que ser no su Amado Nervo sino su amado nervio. Y si es de los ponientes, bueno, se me ocurre que debe doler menos que una patada en los huevos.

– Qué mensaje ni nada. El milico te dio los poemas como suyos y debes decirle que te gustaron mucho. Si se tratara de mandar un mensaje, entonces debió darle el cuaderno a Garcés; es el único que tiene un jardín interior. O tal vez Margarito no sepa de la maceta -opinó Andrés Müller.

– Pongámonos serios. Algo tendrás que decirle, y Margarito no debe abrigar ni la menor sospecha de que conoces los versos de Nervo -indicó Pragnan.

– Dile que los poemas te gustaron, pero que los adjetivos te resultan un tanto exagerados. Cítale a Huidobro: el adjetivo, cuando no da vida, mata. Con eso le demuestras que leíste atentamente sus versos y que le haces una crítica de colega a colega -sugirió Gálvez.

El Consejo de Ancianos aprobó la idea de Gálvez, pero yo pasé dos semanas con el alma en un hilo. No podía dormir. Ansiaba que me llevaran a la sesión de patadas y picanazos eléctricos para devolver el condenado cuaderno. Durante ese tiempo llegué a odiar al buenazo de Garcés:

– Compadre, si todo sale bien, si además del comino y el polvo de pimientos consigues un frasquito de alcaparras, ¡ay, mi viejo!, nos vamos a dar un banquete con la gallina.

A los quince días, ¡por fin!, me vi tendido en el colchón de boñigas boca abajo y con las manos en la nuca. Pensé que me estaba volviendo loco: iba contento al encuentro de algo que se llama tortura.

Regimiento Tucapel. Intendencia. Al fondo el sempiterno verde del cerro ¿¿Ñielol, sagrado para los mapuches. El cuarto de interrogatorios estaba precedido por una sala de espera, como en una consulta médica. Allí nos sentaban en un banco con las manos atadas a la espalda y una capucha negra sobre la cabeza. Nunca entendí la razón de la capucha, porque, una vez dentro, nos la quitaban y podíamos ver a los interrogadores, a los soldaditos que con expresión de pánico giraban la manivela del generador eléctrico, a los sanitarios que nos pegaban los electrodos en el ano, en los testículos, en las encías, en la lengua, y luego auscultaban para decidir quién fingía y quién se había desmayado de verdad en la parrilla.

Lagos, un diácono de los traperos de Emmaus, fue el primer interrogado de aquel día. Desde hacía un año le daban duro preguntándole por el origen de unas docenas de viejos uniformes militares encontrados en las bodegas de los traperos. Un comerciante que vendía desechos militares se los había donado. Lagos aullaba de dolor y repetía una y otra vez todo lo que la soldadesca quería escuchar: esos uniformes pertenecían a un ejército invasor que se aprestaba a desembarcar en las costas chilenas.

Esperaba mi turno cuando unas manos me quitaron la capucha. Era el teniente Margarito.

– Sígame -ordenó.

Entramos a una oficina. Sobre el único escritorio vi una lata de Coca-Cola y un cartón de cigarrillos que obviamente premiarían mis comentarios sobre su obra literaria.

– ¿Leyó mis poesías? -consultó indicándome una silla.

Poesías. Margarito hablaba de poesías y no de poemas. Un sujeto lleno de pistolas y granadas no puede decir poesías sin que suene ridículo y amariconado. Entonces aquel tipo me dio asco, y decidí que si meaba sangre, siseaba al hablar y podía cargar baterías con sólo tocarlas, no iba a rebajarme adulando a un milico maricón y ladrón del talento ajeno.

– Usted tiene uná bonita caligrafía, teniente. Pero sabe que esos versos no son suyos -dije devolviéndole el cuaderno.

Lo vi temblar. Aquel sujeto cargaba armas como para matarme varias veces y, si no quería mancharse el uniforme, podía ordenar a otro que lo hiciera. Temblando de ira se puso de pie, arrojó al suelo todo lo que había sobre el escritorio, y gritó:

– ¡Tres semanas al cubo, pero antes pasas por el pedicuro, subversivo de mierda!

El pedicuro era un civil, un terrateniente al que la reforma agraria había expropiado varios miles de hectáreas, y se desquitaba participando como voluntario en los interrogatorios. Su especialidad era levantar las uñas de los pies, lo que ocasionaba terribles infecciones.

Conocía el cubo. Mis primeros seis meses de prisión fueron de aislamiento total en el cubo, un habitáculo subterráneo que medía un metro cincuenta de largo, por igual medida de ancho, por igual medida de alto. Antiguamente en la cárcel de Temuco había habido una curtiembre y el cubo servía para almacenar grasas. Las paredes de cemento hedían aún a grasa, mas al cabo de una semana los propios excrementos se encargaban de convertir el cubo en un lugar muy íntimo.

Solamente cruzado en diagonal era posible estirar el cuerpo, pero las bajas temperaturas del sur de Chile, el agua de las lluvias, y los orines de los soldados, invitaban a abrazar las piernas, a permanecer así, deseando ser cada vez más pequeño, hasta conseguir habitar alguna de las islas de mierda que flotaban y sugerían vacaciones de ensueño. Tres semanas estuve ahí, contándome películas de Laurel y Hardy, recordando palabra por palabra las novelas de Salgari, Stevenson, London, jugando largas partidas de ajedrez, lamiéndome los dedos de los pies para protegerlos de las infecciones. En el cubo juré y rejuré que nunca me dedicaría a la crítica literaria.