Выбрать главу

Así que allí estaba, en la terraza de un café, feliz de mirar a las chicas que hacían honor al prestigio de la ciudad. De pronto, y para hacer descansar los ojos de tanta belleza, le eché un vistazo al periódico. Había un aviso de curiosa redacción:

"Se necesita joven educado, con buenos antecedentes y facilidad de escritura, para colaborar en la redacción de las memorias de un destacado hombre público. Se dará preferencia a postulantes con antepasados españoles. Interesados concertar cita al teléfono…".

Llamé, picado por el bicho de la curiosidad. Al teléfono se puso una mujer de voz autoritaria que no atendió a ninguna de mis preguntas sobre la identidad del destacado hombre público, pero que me sometió a un preciso interrogatorio, sobre todo en lo que concernía a mis antepasados españoles. Al final y para mi sorpresa dijo que me aceptaba, mencionando de paso unos honorarios que mandaron al cuerno el reportaje sobre las instalaciones del Coca. Antes de despedirse me dio instrucciones para llegar a la hacienda, que distaba unos ochenta kilómetros de Ambato, y precisó que me esperaba al día siguiente.

Veinticuatro horas más tarde llamaba al portón de La Conquistada, un imponente caserón de estilo colonial rodeado de jardines. En el portal de la casa colgaban varias docenas de jaulas con aves de la selva, y ahí me recibió la mujer que el día anterior hablara conmigo por teléfono.

– Son de mi hija. Adora los pájaros. Espero que no le moleste el canto por las mañanas. Los tucanes son especialmente bulliciosos.

– De ninguna manera. Es la mejor forma de despertar.

– Pase. Le mostraré su habitación.

La entrada de la casa estaba presidida por el retrato, a tamaño natural y de cuerpo entero, de un individuo ataviado como Cortés, Almagro o cualquiera de los conquistadores. El guerrero apoyaba las manos en la espada.

– El adelantado don Pedro de Sarmiento y Figueroa. Somos descendientes directos. A mucha honra -dijo la mujer.

– Mis gotas de sangre española no son de tan noble linaje -comenté.

– Toda la sangre española es noble -respondió. El cuarto que me asignó era sobrio. Tenía una cama, una mesilla de noche y un armario que gritaban su antigüedad. En un rincón había un curioso mueble que primero se me antojó un modelo precursor de los colgadores de ropa, mas, al detenerme ante el crucifijo que tenía enfrente, supe que se trataba de un reclinatorio.

– Ahora póngase cómodo. En media hora le esperamos en el comedor.

Durante el almuerzo comprobé que los descendientes del adelantado no eran muchos, y que con ellos desaparecía la estirpe.

La mujer, que era viuda, llevaba las riendas de la hacienda y encontraba verdadero placer humillando a las indígenas del servicio doméstico y a los peones. Tenía una hija, Aparicia, que rondaba los cuarenta años y se movía con torpeza, como disculpándose ante los muebles por medir cerca de un metro noventa y cargar con un cuerpo que, aunque bien formado, era voluminoso. Desde el primer momento aquella mujer me pareció sacada de alguna pintura barroca; los maestros del barroco pintaron petisitas generosas de carnes. Por alguna razón a uno de ellos se le fue la mano y pintó a Aparicia, una mujeraza generosa en carnes y, para no alterar la escuela, decidió quitarla del cuadro. Su rostro podría haber sido bello, pero lo arruinaba el rictus de amargura, acaso de odio, heredado de la madre. Aparicia consumía los días bordando y, aunque siempre he aborrecido las comparaciones zoológicas, al acercarme a ella no podía dejar de percibir el característico olor a leche agria que sueltan

las hembras en celo. El jefe del hogar era el destacado hombre público, padre de la viuda y anciano protagonista de la lucha por el poder de los años veinte. Lo llamaban con el garciamarqueano rango de coronel y se alimentaba de papillas de yuca endulzadas con miel de palma. Finalmente estaba el padre Justiniano, un viejo sacerdote que se movía con ademanes de gallinazo y apestaba a alcohol por todos los poros.

La vida en La Conquistada transcurría inmersa en una rutina inquebrantable: a las siete de la mañana debía asistir a misa en la capilla familiar. Después del desayuno, charlaba un par de horas con el anciano coronel y con el cura. Enseguida venía el almuerzo, precedido por una acción de gracias. Por las tardes, pasada la siesta, tomaba café con los dos viejos hasta la hora del rosario. Tras la cena pasábamos al salón, donde Aparicia bordaba, los viejos disputaban partidas de dominó y la viuda me narraba hazañas del adelantado.

Una mañana, a la semana de estar ahí, salí al portal y vi a Aparicia hablándole a uno de sus pájaros. En cuanto se dio cuenta de mi presencia se le subió la sangre a los pómulos y respiró agitada. Al parecer la había sorprendido en una situación muy íntima, e intenté salir del trance con un comentario amable.

– Tiene pájaros muy lindos. ¿Cómo se llama ése? -dije señalando una jaula al azar.

– Pájaro toro -respondió sin mirarme.

– ¿Puede hacer que cante?

– Es mejor que ese pájaro no cante -dijo, y se alejó dejando un aroma de leche agria en el portal.

Permanecí frente a la jaula. El ave medía un palmo, su plumaje era negro, brillante, casi azul. En la cabeza tenía un penacho de plumas verdes y grises, y de la pechuga le colgaba un pectoral de plumas parecidas a las del pavo real. Acerqué una mano y el pájaro, tal vez asustado, hinchó el pectoral como un sapo y soltó un sonido totalmente ajeno a su frágil belleza. Un sonido tosco y grosero, parecido al rugir de las reses alarmadas por la tormenta.

Una mujer de limpieza se acercó simulando quitar el polvo de la baranda.

– No haga cantar a ese pájaro, patrón. Es un pájaro muy desgraciado. Cada vez que canta allá en la selva los demás pajaritos se van y lo dejan solo. Pobrecito. Es el que más quiere la señorita Aparicia.

Por las tardes, la viuda sonreía satisfecha al verme revisar el cuaderno de notas, pero yo empezaba a ver todo eso como una muy bien pagada pérdida de tiempo. Los recuerdos del destacado hombre público resultaron estar bastante desteñidos por la arterioesclerosis y por la censura del cura. De liberal no le quedaba nada al pobre viejo, y a veces se le confundían ciertos episodios vividos con otros que conociera en los libros. Así, no era extraño que se refiriera al asesinato de Eloy Alfaro como consecuencia de las guerras napoleónicas.

A los quince días me dije que la vida en La Conquistada eran mis primeras vacaciones en muchos años. Comía bien, dormía como nunca, respiraba un aire inmejorable, bebía buenos vinos españoles, la viuda me puso al tanto del rentable negocio de la ganadería y Aparicia se encargaba de que mi ropa estuviera siempre limpia e impecablemente planchada. A veces, al sentir que su aroma de hembra en celo me soliviantaba la sangre, llegué a pensar que con un par de botellas en el cuerpo me atrevería a visitar la cama de la bordadora.

Cada mañana Aparicia se sentaba a mi lado durante la misa. Nunca pude entender lo que decía arrodillada frente a una virgen tallada por Capiscara y que era el orgullo de la familia. Nunca entendí sus palabras, pero en sus gestos podía adivinar que aquella mujer, lejos de rezar, imprecaba, maldecía, quién sabe si hasta blasfemaba por su desdicha de ser tan grande y corpulenta.

En esas dos semanas llené un par de cuadernos con los recuérdos del coronel y acotaciones del cura. De todo el grupo, el viejo clérigo era quien más me interesaba. Por las tardes, a la hora del rosario, tenía ya varias botellas de caña metidas en el cuerpo y entonces le salía todo el rencor contra los habitantes de la Amazonía, a los que llamaba salvajes, herejes, degenerados, acusándolos de ser los causantes de su perdición. La figura alcohólica del cura me fue seduciendo, sobre todo después de que la cocinera me contara que en su juventud había sido misionero entre los aucas.

– Iba para santo, pero las mujeres selváticas le sorbieron los sesos y la castidad. Como todas son bonitas y andan en cueros, se olvidó del celibato y dicen que tuvo cinco hijos en la selva. Luego se volvió loco pensando que esos pobres bastardos andan por ahí, desnudos, comiendo carne cruda y saltando de árbol en árbol como los micos.

Yo trataba de soltarle la lengua al cura, pero el borrachín era parco de palabras. Cuando la caña ingerida no le permitía sostenerse sobre las piernas, la viuda y Aparicia lo llevaban en andas hasta su cama. Al poco tiempo regresaban restándole importancia al carácter dipsómano de su eminencia, la viuda me ofrecía una copa de coñac y hablábamos de las memorias del coronel, de cuánto tardaría en la redacción definitiva y de la alegría que sentiría al verlas publicadas.

La noche anterior a mi poco digna salida de La Conquistada la viuda me propuso un nuevo trabajo: esta vez se trataba de escribir la biografía del adelantado. Su oferta me hizo temblar de emoción, pues incluía un viaje a Europa.

– Naturalmente que deberá viajar a España para documentarse en los archivos de Indias. Pero de eso hablaremos cuando las memorias del coronel sean una realidad.