Maureen Child
Paternidad de conveniencia
Paternidad de conveniencia (2009)
Título Originaclass="underline" Bargaining for King's baby (2008)
Serie: 1º Los King
Capítulo 1
– Estás obsesionado -Travis King miró a su hermano mayor y sonrió-. Y no de buena manera.
– Estoy de acuerdo -Jackson King sacudió la cabeza-. ¿Por qué te importa tanto?
Adam King miró a sus hermanos y contestó con el tono de voz que solía reservar para sus empleados: uno que no daba lugar a discusión.
– Al hacernos cargo de los negocios familiares, acordamos que cada uno de nosotros se ocuparía de su propia área -declaró.
Los hermanos King celebraban una reunión mensual bien en el rancho familiar, como ese día, bien en los viñedos que operaba Travis o en uno de los aviones privados que Jackson alquilaba a los millonarios del mundo.
Las reuniones mensuales ayudaban a los hermanos King a ponerse al día respecto a las actividades de las diversas empresas de la dinastía familiar. Pero también les permitían ponerse al día sobre sus vidas personales. Incluso si, a juicio de Adam, eso implicaba soportar interferencias, por bien intencionadas que fueran.
Levantó su copa de brandy, hizo girar el líquido ambarino y observó cómo reflejaba la luz del fuego. Sabía que no tardaría en escuchar algún comentario y apostó para sí que Travis sería el primero en hablar. Su opinión quedó confirmada segundos después.
– Sí, Adam, cada uno se ocupa de su área -dijo Travis, tomando un sorbo de Merlot Viñedos King. Travis prefería beber los vinos producidos por él mismo al brandy que degustaba Adam. Miró a Jackson y éste asintió-. Eso no implica que no vayamos a hacer una pregunta o dos.
– Preguntad cuanto queráis -replicó Adam. Se puso en pie, fue hasta la enorme chimenea de piedra y contempló el fuego-. Pero no esperéis que conteste.
– No decimos que el rancho no sea tuyo para hacer con él lo que gustes, Adam. Sólo queremos saber por qué significa tanto para ti recuperar cada centímetro del territorio original -dijo Jackson, apaciguador. Él bebía whisky irlandés.
Adam dio la espalda a la chimenea, miró a sus hermanos y sintió la intensidad del vínculo que los unía. Habían nacido con un año de diferencia entre cada uno, y la amistad que forjaron en la infancia no había disminuido con el tiempo. Pero eso no implicaba que fuera a explicarles cada uno de sus pasos. Adam King era el mayor y no daba explicaciones a nadie.
– El rancho es mío -dijo-. Quiero que recupere su extensión original, ¿por qué os importa eso?
– No nos importa -respondió Travis. Se recostó en el sillón de cuero marrón, apoyó la copa de vino en el estómago y miró a Adam con los ojos entrecerrados-. Queremos saber por qué te importa a ti. Diablos, Adam, el bisabuelo King vendió esa parcela de ocho hectáreas a los Torino hace casi sesenta años. Somos dueños de casi la mitad del condado. ¿Por qué es tan importante esa parcela?
Lo era porque Adam se había propuesto recuperarla y nunca se rendía. Cuando decidía hacer algo, lo hacía, contra viento y marea. Miró por el ventanal que daba al jardín y a una pradera que se extendía unos quinientos metros, hasta el camino.
El rancho siempre había sido importante para él, pero en los últimos cinco años se había convertido en su vida y no descansaría hasta que volviera a estar completo.
Había caído la noche y fuera la oscuridad sólo quedaba aliviada por pequeños grupos de luces decorativas que bordeaban el camino de entrada. Ése era su hogar. El de la familia. Y conseguiría que volviera a estar completo.
– Porque es el único trozo que falta -dijo Adam. Había dedicado los últimos cinco años a comprar cada trozo de terreno que había pertenecido a la concesión de tierra original, que se remontaba a más de ciento cincuenta años.
La familia King llevaba en California central desde antes de que empezara la fiebre del oro. Habían sido mineros, rancheros, granjeros y constructores navales. A lo largo de los años, la familia había ampliado sus intereses, expandiendo su dinastía. Generación tras generación, habían ampliado el imperio familiar.
Con una salvedad: su bisabuelo, Simón King, había sido jugador. Y para costear su vicio había vendido partes de su herencia. Por fortuna, los King que lo sucedieron mantuvieron intacto el resto del patrimonio.
Adam no sabía si conseguiría que sus hermanos lo entendieran, ni estaba seguro de que mereciera la pena intentarlo. Había dedicado los últimos cinco años a volver a recomponer el rancho y no se detendría hasta concluir su tarea.
– Bien -dijo Jackson, lanzándole a Travis una mirada para que no dijese más-. Si es tan importante para ti, adelante.
– No necesito vuestro permiso -rezongó Adam-, pero gracias.
Jackson sonrió. Era el hermano menor y era casi imposible irritarlo.
– Pero necesitarás mucha suerte para recuperar esa tierra de los Torino -tomó un sorbo de whisky y soltó un suspiro dramático-. El viejo se aferra a todo lo suyo con ambas manos -torció la boca-. Igual que tú, hermano mayor. Sal no va a venderte la tierra sin más.
– ¿Cuál era el dicho favorito de papá? -preguntó Adam, alzando su copa de brandy.
– «Todo hombre tiene un precio» -dijo Travis, alzando su vaso-, «se trata de encontrarlo lo antes posible».
– Puede que Salvatore Torino sea la excepción a esa regla -Jackson movió la cabeza, pero alzó el vaso hacia sus hermanos.
– Imposible -afirmó Adam, ya saboreando la victoria por la que había trabajado cinco años. No permitiría que un vecino testarudo se la robara-. Sal tiene un precio. Lo encontraré.
Gina Torino enganchó el tacón de su gastada bota en el travesaño inferior de la verja de madera. Apoyó los brazos en el travesaño superior y miró el prado que se extendía ante ella. El sol brillaba, la hierba era verde y abundante y un potrillo recién nacido trotaba junto a su madre.
– ¿Ves, Shadow? -le susurró a la satisfecha yegua-. Te dije que todo iría bien.
La noche anterior, Gina no había estado tan segura. Hacer de comadrona para la yegua que había criado desde la infancia la había aterrorizado. Pero en ese momento podía sonreír y disfrutar.
Siguió con la vista a la yegua negra y blanca paseando con el potrillo recién nacido pegado a sus patas peludas. Los caballos de tiro Gypsy eran los más bonitos que Gina había visto nunca. El pecho ancho, el porte del cuello y las «plumas», pelos largos y delicados que flotaban alrededor de sus cascos, creaban un conjunto de aspecto exquisito. La mayoría de la gente les echaba un vistazo y pensaban que eran Clydesdale miniatura. Pero los Gypsy eran algo muy distinto.
Relativamente pequeños, pero fuertes, originariamente habían sido criados por los gitanos ambulantes que les dieron su nombre: Gypsy. Podían tirar de carretas y caravanas cargadas, y eran tan mansos que acababan siendo parte de la familia. Eran muy gentiles con los niños y leales hacia sus dueños.
Para Gina los caballos eran más que animales que se criaban y vendían: eran familia.
– Los mimas como si fueran bebés.
Gina ni siquiera se dio la vuelta cuando oyó a su madre hablar a su espalda. Era una discusión que venía de largo; su madre alegaba que Gina pasaba demasiado tiempo con los caballos e insuficiente buscando marido.
– No tiene nada de malo.
– Deberías tener tus propios bebés.
Gina puso los ojos en blanco, agradeciendo que su madre no pudiera ver el gesto. Teresa Torino no tenía en cuenta la edad de sus hijos. Si hacían algo que no le gustaba, les daba un coscorrón igual que cuando eran niños. Gina pensó que si tuviera sentido común, se habría ido, como dos de sus tres hermanos mayores.
– Sé que estás poniendo los ojos en blanco.
Sonriendo, Gina miró por encima del hombro. Teresa Torino era baja, regordeta y de ideas fijas. Su pelo negro empezaba a encanecer y no se molestaba en teñírselo; prefería recordar a la familia que se había ganado esas canas a pulso. Tenía ojos marrones y agudos, a los que se les escapaba bien poco.