Pensativa, arrugó la frente y pensó en las fotos que había visto en el resto de la casa. No había ninguna foto de la familia que Adam había perdido cinco años antes. Era extraño. Se preguntó por qué no quería verlos ni recordarlos.
Volvió a estudiar las fotos enmarcadas, concentrándose en las que mostraban a Adam: de niño, con vaqueros rotos y una gorra de béisbol caída sobre los ojos; como capitán del equipo de béisbol; en el baile de graduación; alzando la medalla ganada en un rodeo; sonriendo. Pensó que Adam debería sonreír más a menudo.
Alzó la mano y pasó la punta del dedo por esa sonrisa, deseando poder llegar al hombre con la misma facilidad. Vivían en la misma casa y lo sentía más distante de ella que nunca.
Sintió un escalofrío y se arrebujó en la bata de cachemir. Pero el frío le llegaba del corazón, así que eso no ayudó. Bajó el último escalón.
Miró el largo pasillo que llevaba a la cocina y las galletas caseras; después a la puerta delantera y la noche que había tras ella. Decidió salir fuera.
El aire nocturno era frío y húmedo, pero no soplaba la más mínima brisa. El cielo estaba despejado y tachonado de estrellas. La luna estaba en cuarto creciente y daba suficiente luz para crear sombras sobre el suelo.
Gina fue hacia el corral donde dormían los Gypsy. Al día siguiente les asignarían sus lugares en el establo, pero por esa noche estaban fuera, acostumbrándose a su nuevo hogar.
– Espero que os cueste menos acostumbraros que a mí -susurró, apoyando los antebrazos en el barrote superior de la verja.
Una de las yeguas relinchó suavemente y se acercó hacia ella. Gina estiró el brazo y le acarició el morro con gentileza. Sonrió cuando la yegua se acercó más aún.
– Hola, Rosie. ¿Me has echado de menos?
La yegua cambió el peso de lado a lado, y las delicadas crines que cubrían sus cascos flotaron en el aire. Gina miró al resto de los caballos y, después, de nuevo a Rosie.
– ¿Te sientes fuera de tu elemento? -preguntó, acariciando las sedosas crines de la yegua-. Te entiendo muy bien. Pero nos acostumbraremos a estar aquí. Adam no es un mal tipo. Sólo se comporta como un gruñón.
– Soy un gruñón.
La voz sonó a su espalda y Gina dio tal bote que la yegua se alejó trotando hasta reunirse con el resto de los caballos, al otro extremo del corral. Gina recuperó el aliento y se volvió.
– Podías haber dicho algo, en vez de llegar así y darme un susto de muerte -se llevó la mano al pecho, donde le tronaba el corazón-. Dios, Adam.
– ¿Qué diablos haces aquí en mitad de la noche?
Gina se esforzó por recuperar la calma y lo miró. Su torso desnudo relucía como oro a la luz de la luna. Tenía el pelo revuelto y una sombra de barba oscurecía su mentón. Estaba descalzo y sólo llevaba unos viejos vaqueros, muy gastados, que parecía haberse puesto a toda prisa. Los dos botones superiores estaban desabrochados.
Gina miró la hilera de vello negro que desaparecía bajo la tela vaquera y pensó que era demasiado atractivo. Sacudió la cabeza.
– ¿Es ésa otra norma, Adam? ¿También tengo que pedir permiso para salir fuera?
– No quería decir eso.
– ¿Qué, entonces?
Él se acercó más y ella captó su delicioso aroma, a hombre y jabón. Inspiró con fuerza, para recuperar la compostura, pero sólo consiguió envolverse aún más en su olor.
– Me desperté y no estabas -dijo él, encogiéndose de hombros.
– ¿Estabas preocupado por mí? -un destello de esperanza brilló en su interior.
– No iría tan lejos -dijo él, desviando la mirada hacia los animales que ocupaban el corral-. Me… preguntaba qué hacías.
Gina pensó que era un principio.
– No conseguía quedarme dormida -dijo ella, volviendo a apoyarse en la barandilla para observar a los caballos moverse bajo la luna-. Bajé en busca de las galletas de Esperanza y de pronto decidí salir a ver cómo estaban los Gypsy.
– ¿Qué tienen esos caballos que sea tan endiabladamente especial? -inquirió él, irónico, situándose a su lado.
– Todo -contesto ella, sonriente.
– ¿Podrías ser más imprecisa, por favor?
– Vaya. ¿Un chiste? -puso una mano sobre su antebrazo y le pareció un triunfo que él no lo retirara-. Esto es todo un hito para mí, Adam.
– Muy graciosa -se volvió para mirarla-. Pero eso no me dice por qué estás tan loca por estos caballos.
– Son tranquilos. E inteligentes. Y tan geniales con los niños que asombran -observó a uno de los potros iniciar una carrera contra sí mismo y sonrió abiertamente-. Hace años que se crían para formar parte de una familia. Son fuertes y leales. Admiro eso.
– Yo también -dijo él. Cuando Gina lo miró, comprobó que no estaba mirando a los caballos, sino a ella.
Sintió un cosquilleo nervioso pero agradable. La noche estaba en calma, excepto por el sonido de los caballos. Tuvo la sensación de que el mundo estaba aguantando la respiración. Adam estuvo callado tanto tiempo que se sintió obligada a interrumpir el silencio.
– Vi a los Gypsy por primera vez hace unos seis años, en una exhibición equina -volvió a mirar hacia el corral-. Me parecieron bellísimos y elegantes. Tenían ojos líquidos y amables, que parecían ocultar almas muy antiguas que me devolvían la mirada.
– Si tanto los quieres, ¿cómo soportas venderlos?
– No es fácil -ella se rió-. Soy muy cuidadosa con respecto a los compradores. Los investigo hasta tal punto que la CIA quedaría impresionada.
– Yo lo estoy.
– ¿En serio? -Gina lo miró y vio en sus ojos un destello que no supo interpretar.
– En serio -señaló con la barbilla los caballos que se movían lentamente de un lado a otro-. He conocido a muchos criadores a quienes no les importan los animales que tienen a su cargo. Sólo les interesa el dinero que pueden ganar.
– Yo también he visto a unos cuantos de ésos -Gina apretó los labios con desagrado.
– Apuesto a que sí -inclinó la cabeza hacia ella-. Siento lo de esta mañana.
– ¿Lo sientes? -Gina parpadeó, sacudió la cabeza como si no hubiera oído bien y sonrió-. Cielos. Un chiste y una disculpa. ¡Esta noche va a ser inolvidable para mí!
– Tienes una lengua muy viva, es indudable.
– Cierto. Mi madre siempre dijo que algún día me daría problemas.
– ¿Siempre escuchas a tu madre?
– Si lo hiciera, ahora no estaríamos casados -señaló ella. Deseó haber callado al ver su ceño.
– Tenía razón, ¿sabes? Sobre mí. Al advertirte que no te casaras conmigo.
– No es cierto. Adoro a mi madre, pero a veces se preocupa más de lo debido -Gina pensó que parecía estar acercándose a ella por primera vez desde su apresurada boda. Anheló que fuera verdad. Posó una mano en su antebrazo e intentó no notar cómo se tensaba-. Te conozco, Adam…
– No, no me conoces -miró la mano que había sobre su brazo, con tanta insistencia que Gina se sintió obligada a retirarla-. Solías conocerme, Gina, eso lo admito. Pero ya no soy aquel chico. Ha pasado el tiempo y las cosas han cambiado. Yo he cambiado.
– Sigues siendo Adam -insistió ella.
– Maldición -se apartó de la barandilla, la agarró por los hombros y la encaró a él.
Bajo las estrellas, sus rasgos parecían duros y fríos, y sus ojos, profundos y llenos de sombras. Gina sintió la fuerza de sus manos y el calor de su piel traspasando la bata de cachemir.