– ¿Haría yo eso, mamá?
– Si pensaras que no iba a verlo, sí -su madre enarcó una ceja oscura.
Gina alzó el rostro hacia la brisa que llegaba del océano y cambió de tema. Era más seguro.
– Te oí hablar con Nick por teléfono esta mañana. ¿Va todo bien?
– Sí -Teresa se reunió con su hija en la valla-. La esposa de tu hermano Nickie está embarazada otra vez.
– Es una gran noticia -Gina pensó que también explicaba la mención sobre ella y futuros bebés.
– Sí. Nick tendrá tres, Tony, dos y Peter, cuatro.
Gina pensó, sonriente, que sus hermanos estaban esforzándose por repoblar el mundo con Torinos. Ella disfrutaba siendo tía, por supuesto. Pero habría deseado que vivieran más cerca de allí para librarla de «cierta» atención. Pero de los tres Torino sólo Tony vivía en el rancho, que dirigía con su padre. Nick era entrenador de fútbol en un instituto de Colorado y Peter instalaba programas informáticos en empresas de seguros, en Carolina del Sur.
– Eres una abuela afortunada al tener tantos nietos que mimar -comentó Gina.
– Podría serlo más -rezongó su madre.
– Mamá… -Gina dejó escapar un suspiro-. Tienes ocho nietos y medio. No necesitas que yo te dé más.
Su madre siempre había soñado con el día de la boda de Gina. Ver a su única niña caminar hacia el altar del brazo de su padre. El que Gina no hubiera cumplido su deseo la disgustaba.
– No es bueno que estés sola, Gina -dijo su madre, dando una palmada en la valla.
– No estoy sola -refutó Gina-. Te tengo a ti, a papá, a mis hermanos, a sus esposas y a los niños. ¿Quién podría estar solo en esta familia?
Teresa no iba a dejarlo ahí. Volvió a hablar con el deje italiano que aún no había perdido.
– Una mujer debería tener un hombre en su vida, Gina. Un hombre al que amar y que la ame…
Gina se irritó, aunque una parte de ella estaba de acuerdo con su madre. No se trataba de que ella hubiera decidido no casarse nunca, o no tener hijos. Pero las cosas habían salido así y no iba a pasarse el resto de su vida amargada por eso.
– Que no esté casada, mamá -interrumpió-, no significa que no haya hombres en mi vida.
Teresa inspiró con tanta fuerza y desaprobación que uno de los caballos del prado giró la cabeza y la miró con curiosidad.
– No necesito saber esas cosas.
Mejor así, porque Gina no quería hablar de su vida amorosa, o carencia de ella, con su madre. Quería mucho a sus padres, desde luego. Teresa pertenecía a una numerosa familia siciliana y había llegado a América hacía más de cuarenta años para casarse con Sal Torino. A pesar de que Sal había nacido y crecido en América, tendía a ponerse del lado de su mujer con respecto a los valores del Viejo Mundo: el destino de las hijas que no habían encontrado marido a los treinta años era convertirse en solteronas.
Por desgracia, Gina había cumplido los treinta dos meses antes.
– Mamá… -Gina tomó aire e intentó armarse de paciencia.
Había esperado que construirse su propia casita en el rancho le daría intimidad. Que sus padres empezarían a verla como una mujer adulta y capaz. Gran error.
Tal vez debería haberse ido a vivir fuera del rancho. Pero incluso así habría pasado allí todos los días, dado que los caballos Gypsy que criaba y adiestraba eran su vida. Simplemente, tendría que encontrar la manera de soportar el hecho de ser una gran decepción para su madre.
– Lo sé, lo sé -Teresa alzó una mano como si quisiera evitar una discusión habitual-. Eres una mujer adulta. No necesitas a un hombre que te complete -resopló con impaciencia-. No debí dejarte ver todos esos programas en la televisión mientras crecías. Te llenan la cabeza de…
– ¿… Sensatez? -ofreció Gina con una sonrisa. Adoraba a su madre, pero era un incordio tener que pedirle disculpas continuamente por no estar casada y embarazada.
– ¡Sensatez! ¿Es sensato vivir sola? ¿No tener amor en tu vida? No -espetó Teresa-. No lo es.
Sería más fácil discutir con su madre si Gina no estuviera de acuerdo con ella hasta cierto punto. Una vocecita en su cabeza le susurraba que se estaba haciendo mayor y que renunciase a las viejas fantasías que tendría que haber desechado hacía años.
Pero no conseguía hacerlo.
– Estoy bien, mamá -dijo, deseando creerlo.
– Claro que sí -Teresa le dio una palmadita cariñosa en el antebrazo.
Gina aceptó el gesto, aunque sabía que sólo era un intento de su madre para aplacarla.
– ¿Dónde está papá? -preguntó-. Iba a venir a ver al recién nacido esta mañana.
– Ha dicho que tenía una reunión -Teresa agitó la mano-. Muy importante.
– ¿Sí? ¿Con quién?
– ¿Crees que me dice esas cosas? -Teresa resopló con frustración y Gina sonrió. Su madre odiaba no estar al tanto de todo lo que ocurría.
– Bueno, mientras papá está en su reunión, tú puedes conocer al nuevo bebé.
– Caballos -masculló Teresa-. Tú y tus caballos.
– Ven -Gina rió y agarró a su madre de la mano.
Mientras iban hacia la verja, se oyó el motor de un coche acercarse por el camino, desde la carretera principal. El lujoso automóvil negro dejaba remolinos de polvo a su paso y algo se removió en el interior de Gina al reconocerlo. Intentó controlar la sensación, pero se quedó sin aliento y se le secó la boca.
No le hizo falta mirar la matrícula, KING I, para saber con certeza que lo conducía Adam King. Tenía una especie de radar interno que entraba en acción en cuando Adam se acercaba.
– Así que la importante reunión es con Adam King -musitó su madre-. Me preguntó por qué.
Gina también se lo preguntaba. Sabía que debía seguir con sus asuntos, pero no consiguió mover los pies. Se quedó allí parada, observando a Adam aparcar y bajar del coche. Cuando él miró a su alrededor, el corazón de Gina dio un bote. Se dijo que era una estupidez sentir algo por un hombre que ni siquiera sabía que existía.
Adam siguió mirando, como si estuviera catalogando el rancho de los Torino. Finalmente, vio a Gina. Ella se tensó. Incluso en la distancia notó el poder de su mirada oscura igual que si la hubiera tocado con una mano.
Saludó con la cabeza y Gina se obligó a alzar una mano para devolverle el saludo. Antes de que la bajara, Adam ya iba hacia la casa.
– Un hombre frío donde los haya -dijo Teresa con voz queda. Se persignó-. Hay oscuridad en él.
Gina también había sentido esa oscuridad, no podía negarlo. Pero había conocido a Adam y a sus hermanos toda la vida. Siempre había deseado ser la persona que iluminara esa oscuridad.
Era una estupidez. Se preguntó por qué parecía que todas las mujeres querían ser quienes «salvaran» a un hombre. Siguió allí parada, a pesar de que Adam ya había entrado en la casa.
– ¿Qué? -preguntó, al notar que su madre la observaba.
– Veo algo en tus ojos, Gina -susurró su madre con expresión preocupada.
Gina se dio la vuelta y fue hacia los caballos. Hizo un esfuerzo para que sus pasos fueran largos y firmes, aunque seguía temblorosa por dentro. Alzó la barbilla y se echó el pelo hacia atrás.
– No sé a qué te refieres, mamá.
Sin embargo, Teresa no se arredró por eso. Corrió tras su hija, le agarró el brazo y la obligó a detenerse. La miró a los ojos con firmeza.
– No puedes engañarme. Sientes algo por Adam King, y no debes rendirte a ello.
– ¿Disculpa? -Gina se rió, sorprendida-. ¿Eso lo dice la mujer que hace dos minutos me decía que me casara y tuviera bebés?
– No con él -replicó Teresa-. Adam King es el único hombre que no deseo para ti.