Ella había sabido desde el principio que él no buscaba amor; si había llegado a tener la esperanza de conseguirlo, él no tenía la culpa.
– Tenemos un trato de negocios, Gina -siguió, al ver que ella no respondía-. Nada más. No esperes de mí lo que no puedo dar y al final los dos obtendremos lo que deseamos.
Capítulo 11
Gina dio vueltas durante días a la conversación que había mantenido con Adam en el establo. Se obligaba a recordar no sólo el fuego de su beso, sino también los dardos de hielo de sus ojos.
Se preguntaba si llevaba meses engañándose. Aferrándose a un sueño infantil que no tenía base real. Tal vez hubiera llegado la hora de admitir la derrota y proteger su corazón antes de que quedara destrozado del todo.
Tiró de las riendas de Shadow, obligándola a seguir por el sendero que llevaba al cementerio de la familia King. Cuando llegaban, las nubes de tormenta, que llevaban viéndose en el horizonte todo el día, empezaron a moverse, cruzando el cielo como un ejército invasor.
La temperatura descendió en un instante y la luz del sol se apagó. Se levantó un frío viento y todo se volvió grisáceo. Shadow movió las patas inquieta, como si presintiera que se acercaba una tormenta y deseara volver a la cálida comodidad del establo.
Pero Gina tenía una misión y no regresaría a la casa antes de completarla. Se preguntaba cómo Adam había apartado de sí el recuerdo de su familia muerta. Con precisión quirúrgica, había extirpado esa parte de su pasado. No entendía qué clase de hombre podía hacer algo así.
El verano estaba dando paso al otoño. Pronto, los árboles que guardaban el cementerio se cubrirían de tonos dorados y rojos y sus hojas, mecidas por el viento, caerían al suelo creando una alfombra de color. Los días empezaban a acortarse.
Shadow relinchó, sacudió la cabeza y volvió a intentar salirse del sendero. Pero Gina quería enfrentarse al pasado que Adam había enterrado.
La verja de hierro que rodeaba el cementerio parecía desgastada por el tiempo, pero aún fuerte. Como si hubiera sido creada para durar generaciones, igual que la familia King.
Las buganvillas se enredaban por los barrotes y las flores fucsia y lavanda revoloteaban al viento. El pequeño cementerio, de principios del siglo XIX, estaba lleno de lápidas. En algunas, las letras grabadas se habían medio borrado por efecto del paso del tiempo y del clima. Las más recientes estaban rectas como palos, con la piedra aún brillante y el grabado profundo y claro, apenas estropeadas por el viento y la lluvia.
Gina desmontó, ató las riendas de Shadow a la verja y abrió la puerta. El chirrido del metal y el viento la pusieron nerviosa. Se sentía como si algo o alguien le estuviera advirtiendo que se alejara del hogar de los muertos y volviera al de los vivos.
Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia helada, mojando su camisa y deslizándose por su cuello y espalda. Las hojas de los árboles crujieron, sonando casi como un grupo de gente susurrando y preguntándose qué iba a hacer.
Caminó con cuidado por la hierba mojada y se dirigió a la última fila de lápidas, la más reciente.
Los padres de Adam estaban allí, lado a lado, desde hacía más de diez años, cuando el avión privado en el que iban a San Francisco se estrelló. Había flores frescas sobre sus tumbas: rosas del jardín del rancho.
Pero Gina no había ido a ver a los padres de Adam. Quería ver las otras dos tumbas: Monica Cullen King y Jeremy Adam King.
También tenían flores. Rosas para Monica y margaritas para Jeremy. La lluvia creaba regueros sobre las superficies de granito y las placas de bronce. Gina sintió que el silencio la ahogaba. Allí yacía la familia que Adam no podía olvidar y no se permitía recordar. Allí estaba la razón de que viviera la vida a medias. El pasado que, de alguna manera, le ofrecía más de lo que podía ofrecerle un futuro con ella.
– ¿Cómo puedo hacer que me quiera? -preguntó, mirando una lápida y luego la otra-. ¿Cómo puedo hacerle ver que tener un futuro no implica eliminar el pasado?
Por supuesto, no hubo respuestas. Y de haberlas habido Gina habría salido del cementerio corriendo y gritando. Pero tuvo la sensación de que alguien escuchaba sus preguntas y entendía.
Apoyó una rodilla en el suelo, ante las tumbas gemelas, y sintió cómo el agua empapaba la tela vaquera. Apartó unas ramitas sueltas.
– Sé que os quería. Pero creo que también podría quererme a mí.
Miró la lápida de Jeremy y la inscripción del breve periodo que había vivido. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar al sonriente niño.
– No es que quiera que os olvide. Sólo quiero…
Su voz se apagó y miró hacia el horizonte.
– Me he estado engañando, ¿verdad? No volverá a arriesgarse. No se arriesgará a amar porque ya ha pagado un precio muy alto.
El cielo se había vuelto negro y tenebroso y la lluvia empezó a caer a mares, empapándola por completo. El frío viento la rodeó, helándola hasta los huesos. Sin embargo, Gina supo que no todo se debía a la tormenta. También influía haber comprendido que lo que había anhelado no sucedería. Había llegado la hora de rendirse. No seguiría con un hombre sólo por la esperanza de que algún día llegara a quererla.
Era hora de librarse del diafragma.
Se puso en pie lentamente.
Adam estaba en el establo, ensillando su caballo, cuando Gina llegó al rancho, empapada y con un aspecto terrible. Se estaba preparando para salir a buscarla, aunque incluso él sabía que sería inútil. En un rancho del tamaño del suyo, podría haber tardado días en encontrarla. Pero iba a ir a buscarla porque no saber dónde estaba, si a salvo, herida o perdida, lo estaba volviendo loco.
Al verla sintió una mezcla de alivio y furia. Sin preocuparse por la lluvia, salió del establo y fue rápidamente hacia ella. La bajó del caballo y sujetó sus hombros con fuerza brutal.
– ¿Dónde diablos has estado? -le gritó, mirándola a los ojos-. Llevas horas fuera.
– Montando -dijo ella, soltándose. Se tambaleó un poco y miró a su alrededor, como si intentara recordar dónde estaba y cómo había llegado-. Estaba montando. Llegó la tormenta…
Su voz se apagó y se perdió entre el golpeteo de la lluvia y el ulular del viento. Se miró como si le sorprendiera estar empapada. El agua caía a mantas y no se veía nada a más de un metro.
Adam luchó por recuperar la legendaria calma que era habitual en su vida. Había estado volviéndose loco de preocupación. Llevaba dos horas observando el avance de la tormenta y buscando su silueta en el horizonte. Se sentía como si llevara todo el día corriendo. Exhausto y al borde del límite.
– Maldición, Gina, no salgas a montar sin decirle a alguien adonde vas -le apartó el pelo empapado de la frente-. Es un rancho muy grande. Podría ocurrirte algo, incluso siendo una jinete experta.
– Estoy bien -murmuró ella, limpiándose el agua de la cara con las manos. Encogió los hombros-. Deja de gritarme.
– Ni siquiera he empezado -le advirtió él, aún atenazado por la emoción que había sentido al verla llegar. Podría haberle ocurrido algo.
Una serpiente de cascabel podría haber asustado a su caballo. Podría haberla atacado un gato salvaje que bajara de la montaña buscando comida. Su yegua podía haber tropezado y haberse roto una pata, dejando a Gina aislada a kilómetros de distancia. Tenía el corazón acelerado y el cerebro en llamas. La ira que había controlado desde que descubrió que había salido sola se desbocó por completo.
La agarró por los brazos y la sacudió hasta que echó la cabeza atrás y sus grandes ojos dorados lo miraron a la cara.
– ¿Qué demonios era lo bastante importante para salir a montar avecinándose una tormenta?