Adam pensó que el asunto iba muy mal.
¿Gina casada con él?
Impensable.
Miró a Sal a los ojos y vio que era totalmente sincero, por increíble que pareciera. Adam apretó los dientes e inspiró un par de veces para calmarse. No funcionó.
– Seré claro -dijo Sal apoyando un brazo en el respaldo del sofá, como si estuviera perfectamente cómodo consigo mismo y con su entorno-. Te ofrezco un trato, Adam. Cásate con mi Gina. Hazla feliz. Dale un bebé o dos. A cambio te daré la parcela.
«¿Un bebé o dos?».
La furia se desbocó como un volcán y Adam vio rojo. Sus pulmones no recibían bastante aire. Tenía el cerebro nublado por la ira y le resultaba imposible pensar. Se dijo que era mejor así. Si consideraba las palabras de Sal seriamente, sólo Dios sabía lo que podía llegar a decir.
No recordaba haber estado nunca tan enfadado. Nadie lo manipulaba, él era el manipulador. Él era el tiburón a la hora de negociar. Nadie lo sorprendía y nunca se sentía perdido. Y, maldijo para sí, nunca se quedaba sin habla.
Al mirar a Sal comprobó que estaba disfrutando viéndolo confundido y eso lo enfureció aún más.
– Olvídalo -siseó Adam. Incapaz de quedarse quieto, fue hacia el mirador y contempló el paisaje un par de segundos antes de volverse hacia el hombre que seguía tranquilamente sentado-. ¿Qué diablos te pasa, Sal? ¿Estás loco? La gente no comercia con sus hijas hoy en día. No estamos en la Edad Media, ¿sabes?
El hombre se levantó, miró a Adam con los ojos entrecerrados y agitó el índice en el aire.
– La ganancia no sería para mí, sino para ti -apuntó Sal-. ¿Crees que aceptaría a cualquier hombre para mi Gina? ¿Crees que la valoro tan poco para hacer esto sin pensarlo? ¿Sin reflexión?
– Creo que estás loco.
– Si tanto quieres la tierra, ya sabes cómo conseguirla -Sal soltó una risa seca.
– Increíble -la proposición era una locura. Siempre le había caído bien Sal Torino; nunca habría pensado que le faltaba un tornillo.
– ¿Por qué te parece tan poco razonable? -preguntó Sal, rodeando el sofá para situarse junto a Adam ante la ventana-. ¿Es una locura que un padre busque la felicidad de su hija? ¿O la felicidad del hijo de un hombre que fue su amigo? Eres un buen hombre, Adam, pero llevas mucho tiempo solo. Has perdido demasiado.
– Sal… -sonó como una advertencia.
– De acuerdo -alzó las manos-. No hablaremos del pasado, sino del futuro -se giró hacia la ventana y su vista se perdió en el horizonte-. Mi Gina necesita algo más que sus adorados caballos. Tú necesitas algo más que tu rancho. ¿Es tan aventurado pensar que podríais construir algo juntos?
– ¿Quieres que tu hija se case con un hombre que no la ama? -Adam lo miró con fijeza.
– El amor puede surgir y crecer.
– No para mí.
– Nunca digas «nunca jamás», Adam -Sal lo miró de reojo-. La vida es larga y no está hecha para vivirla a solas.
La vida no siempre era larga y Adam había descubierto que era mejor vivirla a solas. Sólo tenía que preocuparse de sus propios intereses, vivía como quería y no se excusaba ni pedía disculpas por ello. No tenía ninguna intención de cambiar su vida.
La irritación se exacerbó en su interior. Quería esa tierra. Para él se había convertido en una especie de Santo Grial. El último trozo de terreno que completaría las extensivas propiedades de la familia King. Casi había paladeado la satisfacción de acabar con la tarea que se había propuesto. De repente, parecía que saborearía el fracaso y eso lo quemó por dentro.
– Gracias, Sal. Pero no estoy interesado -dijo. Quería la tierra, pero no estaba dispuesto a volver a casarse. Lo había intentado una vez. E incluso antes del desastroso final, no había funcionado ni para él ni para su esposa. Simplemente, no estaba hecho para el matrimonio.
– Piénsalo -insistió Sal, señalando la ventana.
Adam miró y vio a Gina y a su madre en el prado. Teresa se alejó y dejó a su hija sola, rodeada de pequeños y fuertes caballos.
El sol caía sobre Gina como un haz de luz. Su cabello largo y oscuro revoloteaba alrededor de sus hombros; cuando echó la cabeza hacia atrás y se rió, resultó tan intrigante que Adam tuvo que apretar los dientes.
– Mi Gina es una mujer extraordinaria. Sería una gran elección.
Adam desvió la mirada de la mujer, sacudió la cabeza y miró al hombre mayor que tenía al lado.
– Puedes olvidar esa idea tuya, Sal. ¿Por qué no piensas de forma realista y buscas un precio para ese terreno que nos satisfaga a los dos?
La situación se le había ido de las manos y Adam se sentía como si un muro se cerrara a su alrededor. Era obvio que Sal estaba loco, aunque no lo pareciera. Nadie ofrecería a su hija como parte de un trueque en los tiempos que corrían.
– ¿Qué diablos crees que diría Gina si oyera tu proposición? -preguntó Adam, jugando su última carta.
– Ella no tiene por qué enterarse -Sal sonrió y encogió los hombros.
– Vives peligrosamente, Sal.
– Sé lo que les conviene a mis hijos -rezongó él-. Y lo que te conviene a ti. Es el mejor trato que harás en tu vida, Adam. Así que eres tú quien debe pensarlo seriamente antes de decidir.
– La decisión está tomada -le aseguró Adam-. No me casaré con Gina ni con ninguna otra mujer. Pero si cambias de opinión y quieres hablar de negocios en serio, llámame.
Adam tenía que salir de allí. La sangre le bullía en la venas y tenía la sensación de que le ardía la piel. Maldijo al hombre por soltarle algo así de sopetón. Cruzó la habitación con unas zancadas y abrió la puerta justo cuando Teresa Torino entraba. Ella dio un respingo.
– Adam.
– Teresa -la saludó con la cabeza, lanzó una última mirada incrédula a Sal y salió, cerrando la puerta a su espalda.
De inmediato, sintió que podía respirar de nuevo. El aire fresco traía el aroma de los caballos y del lejano mar. Casi sin pensarlo, Adam volvió la cabeza hacia el prado en el que Gina Torino departía con sus caballos.
Incluso en la distancia, sintió una atracción que hacía tiempo que no sentía. La última vez que había visto a Gina había sido en el funeral de su esposa y de su hijo. Ese día había estado demasiado ausente para fijarse y desde entonces se había concentrado únicamente en el rancho.
En vez de encaminarse hacia su coche, se sorprendió yendo hacia el prado cercado.
Gina observó el avance de Adam y ordenó a sus hormonas que se echaran a dormir. Pero no escucharon. Empezaron a bailar, excitando cada una de sus terminaciones nerviosas.
– Ay, Shadow -susurró, acariciando el cuello aterciopelado de la yegua-. Soy una idiota.
– Buenos días, Gina.
Ella se cuadró y se volvió hacia él. Con una sola mirada a sus ojos oscuros, Gina supo que nunca podría «cuadrarse» lo bastante. Se preguntó por qué ese hombre la encendía por dentro, como una traca de fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Su corazón anhelaba a Adam King y a nadie más.
– Hola, Adam -dijo, felicitándose por el tono sereno de su voz-. Has salido temprano esta mañana.
– Sí -su expresión se torció e hizo un esfuerzo obvio por controlarla-. He tenido una reunión con tu padre.
– ¿Sobre qué?
– Sobre nada -dijo rápidamente.
Tan rápido que Gina supo que ocurría algo. Y conociendo a su padre, podía ser cualquier cosa.
Pero era obvio que Adam no iba a hablar del tema, así que decidió reservar su curiosidad para después. Se lo sacaría a su padre. Adam se acercó, apoyó los antebrazos en el travesaño superior de la valla y entrecerró los ojos. La dirección del viento cambió de pronto y ella recibió una ráfaga de aire impregnado con su aroma. Olor a hombre y a jabón. Gina notó que le costaba seguir respirando.
– Parece que hay un nuevo miembro en tu yeguada -dijo él, señalando al potrillo.
– Llegó anoche -Gina sonrió y miró al potrillo mamando-. Bueno, de madrugada. Estuve levantada hasta las cuatro de la mañana, por eso hoy parezco la novia de Frankenstein.