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Volvió a preguntarse qué significado tenía todo aquello. Su dolor de cabeza amenazaba con transformarse en una intensa migraña.

– ¿Entonces qué? -inquirió Sal-. ¿Cuánto tiempo voy a sufrir por esto?

Gina miró a su padre con fijeza.

– Mucho tiempo, ya veo -murmuró él.

– ¿Quieres que llame a Adam y se lo explique? -se ofreció Teresa.

– Santo cielo, ¡no! -Gina se puso en pie de un salto-. ¿Acaso soy una niña de primaria?

– Sólo para ayudar -la tranquilizó su madre-. Para decirle que tu padre está loco.

– No estoy loco -protestó Sal.

– Eso es discutible -comentó Gina irónica. Su padre tuvo el detalle de ruborizarse.

– No pretendía hacer ningún mal -le aseguró.

– Lo sé, papá -Gina se ablandó un poco. Por muy furiosa que la pusiera su padre, lo quería demasiado-. Pero, por favor, no te inmiscuyas en mi vida amorosa.

– No, nunca más -dijo él.

Sus padres empezaron a discutir de nuevo y Gina abandonó el campo de batalla. Cruzó el rancho y fue a su casita. Estaba silenciosa y vacía. Ni siquiera tenía una mascota. Pasaba tanto tiempo con sus caballos que no tenía sentido tener un animal más.

Recorrió la sala de estar con la mirada; fue como si viera la habitación con ojos nuevos.

Allí también había muchas fotos enmarcadas. De sus sobrinas y sobrinos. Sonrisas infantiles en las que siempre faltaba algún diente. Fotos de días pasados en parques de atracciones, montando en sus caballos, comiendo en la mesa de su cocina. En la pared también había pegados dibujos, cada uno firmado por su joven autor o autora.

Y había juguetes. Algunos sobre la mesita de café, otros en un arcón que había bajo la ventana. Muñecas, coches de bomberos y cuadernos para colorear.

Gina comprendió que ése sería el patrón de su vida. Siempre sería la tía favorita. Nunca tendría niños propios a los que querer. Acabaría siendo una anciana sola con la casa llena de gatos.

Las lágrimas le quemaron los ojos al pensarlo e imaginar el paso de los años. Su casa no era un hogar. Era un lugar donde dormía. Un lugar que visitaban los niños, pero no para quedarse. Un lugar donde siempre percibiría los fantasmas de los niños que podría haber tenido ella.

A no ser que hiciera algo escandaloso.

Algo que nadie esperaría de ella.

Y Adam King menos que nadie.

Capítulo 4

Una cita para cenar con Adam King, y ésa en especial, requería un vestido nuevo.

Gina giró ante el espejo, se miró críticamente y decidió que estaba bastante bien. El vestido negro le llegaba justo por encima de las rodillas y la falda revoloteaba a su alrededor cuando se daba la vuelta. El corpiño tenía suficiente escote para dejar intuir lo que escondía y estaba sujeto a sus hombros sólo por unos finos y delicados tirantes.

El cabello caía como una cascada de rizos sueltos por su espalda y las nuevas sandalias le daban seis centímetros adicionales de altura.

– Bien -dijo, sonriendo a la mujer que veía en el espejo-. Puedo hacer esto. Todo va a ir bien. Estoy más que preparada.

El reflejo no parecía muy convencido. Gina frunció el ceño y repitió que estaba preparada. Llamaron a la puerta y dio un respingo.

Agarró su pequeño bolso negro y fue hacia la entrada. Al abrir no se encontró con Adam, sino con su hermano Tony.

– Acabo de hablar con mamá, por eso vengo a verte -dijo, con las manos en las caderas.

– No tengo tiempo -respondió ella, mirando por encima de él, hacia la carretera.

– ¿Por qué no?

– Tengo una cita -agitó la mano indicándole que se marchara-. Voy a salir. Gracias por venir. Adiós.

Él no prestó la más mínima atención y entró en la casa. Gina suspiró al ver las marcas de polvo que dejaban sus botas en el suelo.

– ¿Para qué has venido?

– Mamá me dijo lo que hizo papá.

– Fabuloso -Gina se preguntó si su madre también habría llamado a Peter y a Nicky para ponerles al día sobre la lastimosa aridez de su vida amorosa. Igual acabaría saliendo en el periódico.

– Sólo quería decirte que papá se pasó. Tú no necesitas que él te busque un hombre.

– Gracias por el voto de confianza -agitó la mano hacia la puerta, intentando sacar a su hermano de allí antes de que llegase Adam.

– Porque, si quieres un hombre, yo puedo encontrarte uno.

– No.

– Sólo digo… -Tony se encogió de hombros-. Mike, el tipo del banco, ¿sabes? Es un gran tipo. Tiene un buen trabajo…

– ¿No has aprendido nada del error de papá?

– El error de papá fue elegir a Adam. Adam no es buena opción -dijo Tony-. Es un buen hombre, pero está cerrado emocionalmente.

– Ya -Gina movió la cabeza-. Has estado leyendo las revistas de Vicky otra vez, ¿verdad?

Él sonrió y los ojos dorados característicos de los Torino chispearon.

– Tengo que cultivarme. No quiero que mi esposa me considere un vaquero estúpido.

– Ya. ¿Por qué no vas a casa y se lo dices?

– ¿A qué viene tanta prisa? -pareció fijarse en ella por primera vez y soltó un largo silbido-. Vaya. Estás… ¿Has dicho que tenías una cita?

– ¿Por qué te sorprendes tanto? -preguntó ella, ofendida.

– Nunca sales.

– No es cierto -refutó Gina. No era una virgen tímida, pero tampoco era muy dada a las fiestas. Se preguntó por qué no podía haber tenido hermanas en vez de tres entrometidos hermanos mayores.

– ¿Con quién es la cita?

– No es asunto tuyo. Vete, es tarde.

– ¿Por qué no quieres decirme con qué tipo…?

– Hola, Tony -lo saludó una voz grave.

Ambos se dieron la vuelta. Adam estaba en el porche. Llevaba un elegante traje negro y corbata granate; parecía tan cómodo como con vaqueros y botas. Miró a Tony y luego a ella. Sus ojos brillaron con interés y con lo que a Gina le pareció un destello de humor. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí de pie.

– Adam -Tony saludó con la cabeza y dio un paso adelante para ofrecerle la mano.

Adam se la estrechó y luego miró a Gina. El poder de su mirada hizo que a ella le diera vueltas la cabeza y se le acelerase el corazón.

– Estás preciosa -dijo.

– Gracias. Ejem, Tony ya se iba.

– No, no me iba.

– Pues nosotros sí -le ofreció la mano a Gina.

Gina pensó que la expresión de Tony no tenía precio. Sonrió, pasó por delante de su hermano y se unió a Adam en el porche.

– Cierra cuando te vayas, ¿vale? -le dijo.

* * *

El restaurante era asombroso. Situado en la cima de un acantilado, con vistas al mar, una de sus paredes era una cristalera que ofrecía una panorámica espectacular de la luna y las olas estrellándose contra las rocas. La iluminación era tenue, como si cada lámpara hubiera sido elegida para definir la oscuridad, en vez de paliarla.

La suave música que tocaba un trío de jazz acompañaba al sonido de las copas de cristal y el murmullo de las conversaciones. En el centro de cada mesa redonda había una vela encendida; el efecto de docenas de llamas bailando era casi mágico.

En conjunto, había sido una velada perfecta. Adam había sido considerado y agradable y no había hecho la más mínima referencia a la oferta de Sal. Gina estaba disfrutando, pero los nervios le habían cosquilleado el estómago desde que se sentaron. La cena había concluido y estaban tomando la última taza de café antes de partir; se le había acabado el tiempo.

O bien le hacía a Adam su propia oferta, o recuperaba la cordura y olvidaba todo el asunto. Contempló el incesante vaivén de las olas y los destellos de espuma blanca que surcaban el aire cuando golpeaban las rocas.

– ¿En qué piensas?

– ¿Qué? -volvió la cabeza y comprobó que Adam la observaba con una sonrisa curiosa-. Disculpa. Mi mente vagaba.