– ¿Hacia dónde, exactamente?
Gina curvó los dedos sobre la frágil asa de la taza.
«Habla ahora o calla para siempre», pensó. Le pareció gracioso que fuera precisamente esa frase la primera que se le había ocurrido.
– Adam -dijo, sin darse tiempo a arrepentirse-. Sé lo que te ofreció mi padre.
– ¿Disculpa? -los rasgos de él se tensaron.
– No te molestes en disimular -sonrió y movió la cabeza-. Lo confesó todo.
Él se removió en la silla, hizo una mueca y levantó su taza de café.
– ¿Dijo también que había rechazado?
– Sí -Gina se volvió para mirarlo de frente-. Y, por cierto, gracias.
– No se merecen -se recostó en la silla y la observó. Esperando.
– Pero me pregunto por qué me has invitado a cenar. Es decir, si no estabas interesado en comprar un esposa, ¿por qué la invitación?
– Una cosa no tiene nada que ver con la otra -su boca se convirtió en una fina y tensa línea.
– No sé -Gina pasó la yema del dedo índice por el borde de su taza-. Verás, he tenido algo de tiempo para pensar en todo esto…
– Gina.
– Creo que cuando mi padre… -hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta- propuso el trato, tu reacción inicial fue negativa. Rotunda.
– Exacto -corroboró Adam.
– Y después… -sonrió al ver que él fruncía el ceño-. Empezaste a pensar. Nos viste a mamá y a mí y te dijiste que tal vez no fuera tan mala idea.
Adam se enderezó en la silla, se inclinó por encima de la mesa y la miró fijamente a los ojos.
– No te he traído aquí para declararme.
– Oh, no, no harías eso -Gina soltó una risa-. No al principio, al menos. Esto era sólo una cita -miró a su alrededor con aprobación-. Y ha sido encantadora, por cierto. Pero después de ésta habría habido más. Y dentro de un par de meses te habrías declarado.
Él la miró largamente, en silencio, y Gina supo que había acertado. Por la razón que fuera, Adam había reconsiderado la oferta de su padre. Eso era bueno, en cierto modo. Sin duda, no le gustaba la idea de que hubiera estado dispuesto a casarse con ella para obtener su propio beneficio; incluso le dolía si lo pensaba. Al fin y al cabo, llevaba enamorada de Adam King desde los catorce años. Pero al menos eso hacía que su plan personal pareciera más razonable.
– De acuerdo, ya basta -Adam hizo una seña al camarero, pidiendo la cuenta-. Siento que opines eso, pero dado que lo haces, no tiene sentido continuar con esto. Te llevaré a casa.
– No estoy lista para marcharme aún -dijo ella, recostándose en la silla para mirarlo-. Te conozco, Adam. Ahora mismo estás un poco avergonzado y muy a la defensiva.
– Gina, lo que lamento es este malentendido.
– Pero no lo es. De hecho, entiendo muy bien.
– Entiendes, ¿qué? -sonó cortante, impaciente.
– Mira, sé cuánto significa para ti volver a completar la propiedad original de los King -dijo Gina. La satisfizo ver el destello de sus ojos-. Entiendo que harías casi cualquier cosa para conseguirlo.
– Cree lo que quieras -dijo Adam. El camarero llegó con la factura y esperó a que se alejara antes de seguir hablando-. Pero hay límites que no estoy dispuesto a cruzar.
– Bueno, si eso es verdad, es una lástima.
– ¿Perdona? -Adam parpadeó, atónito.
– Adam, sé que quieres la tierra. Sé que no quieres casarte. Y sé que no te gusta que te manipulen más de lo que me gusta a mí.
– Sigue -la animó él.
– Lo he pensado y estoy bastante segura de que he encontrado una solución que funcionará para los dos.
– Eso sí que tengo que oírlo -con el ceño aún fruncido, cruzó los brazos sobre el pecho.
Ella sonrió al comprender que el cosquilleo nervioso que llevaba irritándola toda la noche había desaparecido. Tal vez fuera porque había sacado el tema a la luz. O porque sabía que iba a hacer lo correcto. Incluso podría ser efecto del vino que habían tomado en la cena.
En cualquier caso, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
– Bueno -las palabras brotaron de su boca apresuradamente-, lo cierto es que estoy dispuesta a discutir la oferta de mi padre contigo.
Adam estaba atónito. Le costaba creer que ella estuviera hablando así. Para empezar, ya era terrible que conociera la oferta de Sal. Y era inquietante que hubiera adivinado que él la había reconsiderado. Se preguntó si realmente lo conocía tan bien como parecía. Lo que no entendía era por qué diablos una mujer como Gina estaría planteándose un trato tan insultante.
A la luz de la vela, los ojos de Gina parecían brillar con la calidez del oro viejo. Tenía la piel suave, lisa y dorada. No había podido dejar de mirarla en toda la noche. Se fijó en la cascada de rizos espesos y oscuros, de aspecto tan sedoso que invitaban a un hombre a enredar las manos en ellos. El vestido negro se ajustaba a cada una de sus generosas curvas, y sus piernas largas y bronceadas estaban impresionantes con esas sandalias de tacón tan alto que debía de ser imposible andar con ellas.
Llevaba toda la noche atormentándolo simplemente siendo ella misma. No entendía cómo no había percibido su encanto años antes. Debía de haber estado ciego para desestimar a su vecina porque la había conocido cuando era una niña con coletas. Sin duda, ya era una mujer hecha y derecha que, además, se tomaba con mucha serenidad el trato que había ofrecido su padre.
Por alguna razón, eso le preocupaba más que nada.
– ¿Por qué ibas a querer discutir esa oferta? -preguntó, escrutando sus ojos.
– Tengo mis razones -le sonrió de nuevo.
Adam inhaló con un siseo. Era bellísima, pero tenía algo más. Algo indefinible que tiraba de él. Que lo empujaba. En otro caso no habría considerado la propuesta de Sal ni un instante.
– ¿Qué razones son ésas?
– Las mías -dijo ella, sin ofrecer más.
El asunto no iba en absoluto como había esperado Adam. Los Torino parecían tener el don de desestabilizarlo. Primero el padre, después ella. Debería ser él quien controlara la situación. Él siempre dominaba el juego, sabía lo que pensaba su contrincante, cuál sería su siguiente movimiento y cómo contraatacar; así Adam King conseguía exactamente lo que pretendía.
No le gustaba estar al otro lado del tablero. Y le incomodaba que alguien lo conociera tan bien como parecía conocerlo Gina. En ese momento ella lo observaba con un comprensivo y paciente brillo en los ojos. Lo irritaba su complacencia cuando se sentía tan desequilibrado.
Era hora de recuperar el control de la situación. De hacerle saber que no permitiría que le dieran vueltas y le hicieran sentirse como si hubiera dado un mal paso. La cita había acabado.
– Gina… -abrió la carpeta de cuero negro que contenía la cuenta y colocó una tarjeta de crédito en su interior; luego la desplazó al borde de la mesa. El camarero la recogió segundos después-. No sé dónde quieres llegar, pero me niego a ser manipulado. Por ti… o por tu padre.
Ella se echó a reír. Su risa le gustó y lo irritó a un tiempo.
– No le veo la gracia al asunto.
– Claro que no -dijo ella. Estiró el brazo y le dio una palmadita en la mano, como si fuera un niño-. Vamos, Adam. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo para que adoptes tu actitud arisca y esperes que me encoja ante ti.
– Bien -él apretó los dientes y tragó aire-. Di lo que tengas que decir, después te llevaré a casa.
– Caballeroso hasta el final -ella movió la cabeza y sonrió-. Iré al grano. Me casaré contigo, Adam, para que consigas la tierra. Pero tengo una condición.
– Estoy deseando oírla.
– Quiero un hijo.
Adam sintió que esas palabras le golpeaban el pecho y el corazón se le paraba. Ella lo miraba con ojos serenos y expresión tranquila. Él, en cambio, se sentía como si fuera a explotar por dentro. Le ardían los pulmones al respirar.