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Los habitantes del pueblo veían llegar la invasión de veraneantes con una mezcla de rencor y entusiasmo. Eran personas modestas, casi todos pescadores y pequeños comerciantes o dueños de un pedazo de tierra junto al río, donde cultivaban unos pocos tomates y lechugas. Se vanagloriaban de que allí nunca pasaba nada, era una aldea muy tranquila, sin embargo un amanecer de invierno encontraron crucificado a un conocido pintor en los mástiles de un velero. Oí los comentarios en susurros, no era una noticia adecuada para los niños, pero años más tarde averigüé algunos pormenores. El pueblo entero se encargó de borrar huellas, confundir evidencias y enterrar pruebas, y la policía no se esmeró demasiado en aclarar el tenebroso crimen, porque todos sabían quiénes habían clavado el cuerpo en los palos. El artista vivía todo el año en su casa de la costa, dedicado a la pintura, escuchando su colección de discos clásicos y dando largos paseos con su mascota, un afgano de pura raza tan esmirriado que la gente lo creía una cruza de perro con aguilucho. Los pescadores más apuestos posaban como modelos para los cuadros y pronto se convertían en sus compañeros de jarana. Por las noches los ecos de la música alcanzaban los confines del caserío y a veces los jóvenes no regresaban a sus hogares ni a su trabajo durante días.

Madres y novias intentaron en vano recuperar a sus hombres, hasta que, perdida la paciencia, empezaron a complotar sigilosamente.

Las imagino cuchicheando mientras reparaban las redes, intercambiando guiños en los afanes del mercado y pasándose unas a otras las contraseñas del aquelarre. Esa noche se deslizaron como sombras por la playa, se aproximaron a la casa grande, entraron silenciosas sin perturbar a sus hombres que dormían la borrachera y llevaron a cabo lo que habían ido a hacer sin que temblaran los martillos en sus manos. Dicen que también el esbelto perro afgano sufrió la misma suerte. Algunas veces me tocó visitar las míseras chozas de los pescadores, con su olor a brasas de carbón y sacos de pesca, y volvía a sentir la misma desazón que me invadía en los cuartos de las empleadas. En la casa de mi abuelo, larga como un ferrocarril, las paredes de cartón–piedra eran tan delgadas que de noche se mezclaban los sueños, las cañerías y objetos metálicos claudicaban pronto al óxido, el aire salado corroía los materiales como lepra perniciosa. Una vez al año había que repasar todo con pintura y despanzurrar los colchones para lavar y secar al sol la lana que comenzaba a pudrirse por la humedad. La casa fue construida junto a un cerro que el Tata hizo cortar como una torta sin pensar en la erosión, de donde manaba un chorro permanente de agua alimentando gigantescas matas de hortensias rosadas y azules, siempre en flor. En la cumbre del cerro, donde se accedía por una escala interminable, vivía una familia de pescadores. Uno de los hijos, un hombre joven de manos callosas por

el desgraciado oficio de arrancar mariscos de las rocas, me llevó al bosque. Yo tenía ocho años. Era el día de Navidad.

Volvamos a Ramón, el único enamorado de mi madre que nos interesa, porque a los demás nunca les hizo mucho caso y pasaron sin dejar rastro. Se había separado de su mujer, quien regresó a Santiago con los hijos, y trabajaba en la Embajada en Bolivia ahorrando hasta el último céntimo para conseguir su nulidad matrimonial, procedimiento usual en Chile, donde a falta de una ley de divorcio se recurre a trampas, mentiras, testigos falsos y perjurio. Los años de amores postergados le sirvieron para cambiar su personalidad, se desprendió del sentido de culpa inculcado por un padre déspota y se alejó de la religión, que lo oprimía como una camisa de fuerza. Mediante apasionadas cartas y unas cuantas llamadas telefónicas había logrado derrotar a rivales tan poderosos como un dentista, mago en sus horas libres, que podía sacar un conejo vivo de una paila con aceite hirviendo; al rey de las ollas a presión, que introdujo esos artefactos en el país alterando para siempre la parsimonia de la cocina criolla; y a varios otros galanes que podrían haberse convertido en nuestro padrastro, incluyendo a mi favorito, Benjamín Viel, alto y recto como una lanza, con una risa contagiosa, asiduo visitante de la casa de mi abuelo en esa época. Mi madre asegura que el único amor de su existencia fue Ramón y como todavía ambos están vivos, no pienso desmentirla. Había pasado un par de años desde que salimos de Lima, cuando tramaron una escapada al norte de Chile. Para mi madre el riesgo de esa cita clandestina era inmenso, se trataba de un paso definitivo en dirección prohibida, de renunciar a la vida prudente de empleada bancaria y a las virtudes de viuda abnegada en casa de su padre, pero el impulso del deseo postergado y la fuerza de la juventud vencieron sus escrúpulos. Los preparativos de esa aventura llevaron meses y el único cómplice fue el tío Pablo, quien no quiso conocer la identidad del amante ni enterarse de los detalles, pero compró para su hermana la mejor tenida de viaje y le metió un atado de billetes en el bolsillo–por si se arrepiente a mitad de camino y decide volver, como dijo–y después la condujo taciturno al aeropuerto. Ella partió airosa sin dar explicaciones a mi abuelo porque supuso que jamás podría entender los abrumadores motivos del amor. Regresó una semana más tarde transformada por la experiencia de la pasión colmada y al descender del avión encontró al Tata vestido de negro y mortalmente serio, quien le salió al encuentro con los brazos abiertos y la estrechó contra su pecho, perdonándola en silencio.

Supongo que en esos días fugaces Ramón cumplió con creces las fogosas promesas de sus cartas, eso explicaría la decisión de mi madre de aguardar por años en la esperanza de que él pudiera liberarse de sus ataduras matrimoniales. Aquella cita y sus consecuencias fueron diluyéndose con las semanas. Mi abuelo, que no creía en amores a la distancia, nunca habló del tema y como ella tampoco lo mencionaba, terminó por creer que el implacable desgaste del tiempo había acabado con esa pasión, por lo mismo se llevó una sorpresa tremenda cuando supo de la abrupta llegada del galán a Santiago. En cuanto a mí, apenas sospeché que el príncipe encantado no era material de cuentos sino una persona real, sentí pánico; la idea de que mi madre se entusiasmara con él y nos abandonara me producía retortijones de miedo. Ramón se había enterado que un misterioso pretendiente con más chances que las suyas se perfilaba en el horizonte — quiero pensar que era Benjamín Viel pero carezco de pruebas–y sin más trámite abandonó su puesto en La Paz y se encaramó en el primer avión que consiguió rumbo a Chile. Mientras estuvo en el extranjero no fue tan notoria la separación con su esposa, pero cuando llegó a Santiago y no se instaló bajo el techo conyugal, la situación explotó; se movilizaron parientes, amigos y conocidos en una campaña tenaz para devolverlo al

seno del hogar legítimo. En esos días íbamos con mis hermanos por la calle de la mano de Margara cuando una señora muy acomodada nos gritó hijos de puta a voz en cuello. En vista de la testarudez de ese marido recalcitrante, el tío obispo se presentó ante mi abuelo para exigir su intervención. Exaltado de furor cristiano y envuelto en olor de santidad–no se había bañado en quince años–lo puso al día sobre los pecados de su hija, una Betsabé enviada por el Maligno para perder a los mortales. Mi abuelo no era hombre de aceptar aquella retórica referida a un miembro de su familia ni de dejarse apabullar por un cura, por mucha que fuera su fama de santo, pero comprendió que debía salir al encuentro del escándalo antes que fuera tarde.