Vivía cada cuento como si fuera mi propia vida, yo era cada uno de los personajes, sobre todo los villanos, mucho más atrayentes que los héroes virtuosos. La imaginación se me disparaba inevitablemente hacia la truculencia. Si leía sobre los pieles rojas que arrancaban el cuero cabelludo a sus enemigos, suponía que las víctimas quedaban vivas y continuaban sus luchas con apretados gorros de piel de bisonte para sujetarse los sesos que asomaban entre las fisuras del cráneo despellejado, y de allí a imaginar que las ideas también se les escapaban había un paso.
Dibujaba los personajes en cartulina, los recortaba y los sostenía con palitos, ése fue el comienzo de mis primeros intentos en el teatro. Les contaba cuentos a mis alelados hermanos, horribles historias de suspenso que llenaban sus días de terrores y sus noches de pesadillas, tal como después hice con mis hijos y con algunos hombres en la intimidad de la cama, donde una fábula bien contada suele tener un poderoso efecto afrodisiaco.
El tío Ramón tuvo una influencia fundamental en muchos aspectos de mi carácter, aunque en algunos casos me ha costado cuarenta años relacionar sus enseñanzas con mis reacciones. Poseía un Ford destartalado que compartía a medias con un amigo; él lo usaba lunes, miércoles, viernes y domingo por medio, y el otro lo tenía el resto del tiempo. Uno de esos domingos con automóvil, nos llevó con mis hermanos y mi madre al Open Door, un fundo en los alrededores de Santiago donde internaban a los locos mansos.
Conocía bien esos parajes porque en su juventud pasaba las vacaciones allí invitado por
unos parientes que administraban la parte agrícola del sanatorio. Entramos a barquinazos por un camino de tierra bordeado por grandes plátanos orientales formando una bóveda verde por encima de nuestras cabezas. A un lado quedaban los potreros y al otro los edificios rodeados de un huerto de árboles frutales, donde deambulaban unos cuantos dementes pacíficos vestidos con camisolas descoloridas, que acudieron a nuestro encuentro corriendo junto al coche y asomando las caras y las manos por las ventanillas entre gritos de bienvenida. Nos encogimos en el asiento espantados mientras el tío Ramón los saludaba por el nombre, algunos habían estado allí por muchos años y en los veranos de su juventud jugaba con ellos. Por un precio razonable negoció con el cuidador para que nos dejara entrar al huerto.
— Bájense, niños, los locos son buena gente–ordenó-. Pueden subirse a los árboles, comer todo lo que quieran y llenar este saco.
Somos inmensamente ricos.
No sé cómo consiguió que los internos del sanatorio nos ayudaran.
Pronto les perdimos el miedo y terminamos todos encaramados devorando damascos, chorreados de jugo, arrancándolos a manos llenas de las ramas para meterlos en la bolsa. Les dábamos un mordisco y si no nos parecían bien dulces los tirábamos y sacábamos otro, nos lanzábamos los damascos maduros, que nos reventaban encima en una verdadera orgía de fruta y de risa.
Comimos hasta la saciedad y después de despedirnos a besos de los orates emprendimos el regreso en el viejo Ford con la gran bolsa repleta, de la cual seguimos engullendo hasta que nos vencieron los calambres de barriga. Ese día tuve conciencia por primera vez de que la vida puede ser generosa. Jamás habría tenido una experiencia así con mi abuelo o con otro miembro de mi familia, que consideraban la escasez una bendición y la avaricia una virtud. De vez en cuando el Tata aparecía con una bandeja de pasteles, siempre medidos, uno para cada uno, nada faltaba y nada sobraba el dinero era sagrado y a los niños nos enseñaban desde temprano cuánto costaba ganarlo. Mi abuelo tenía fortuna, pero no lo sospeché hasta mucho después. El tío Ramón era pobre como un ratón de sacristía y tampoco lo supe entonces, porque se las arregló para enseñarnos a gozar de lo poco que tenía. En los momentos más duros de mi existencia, cuando me ha parecido que se cierran todas las puertas, el sabor de esos damascos me viene a la boca para consolarme con la idea de que la abundancia está al alcance de la mano, si uno sabe encontrarla.
Los recuerdos de mi niñez son dramáticos, como los de todo el mundo, supongo, porque las banalidades se pierden en el olvido, pero también puede deberse a mi tendencia a la tragedia. Dicen que el entorno geográfico determina el carácter. Vengo de un país muy bello, pero azotado por calamidades: sequía en verano, inundaciones en invierno, cuando se tapan las acequias y se mueren los indigentes de pulmonía; crecidas de los ríos al derretirse las nieves de las montañas y maremotos que con una sola ola trasladan barcos tierra adentro y los colocan en medio de las plazas; incendios y volcanes en erupción; pestes de mosca azul, caracol y hormigas; terremotos apocalípticos y un rosario ininterrumpido de temblores menores, a los cuales ya nadie da importancia; y si a la pobreza de la mitad de la población sumamos el aislamiento, hay material de sobra para un melodrama.
Pelvina López–Pun, la perra que instalaron en mi cuna desde mi primer día de vida con la idea de inmunizarme contra pestes y alergias, resultó un animal lujurioso que cada seis meses quedaba preñada de cualquier can callejero, a pesar de los ingeniosos recursos improvisados por mi madre, como ponerle calzones de goma.
Cuando estaba en celo colocaba el trasero pegado a la reja del jardín, mientras en la calle una jauría impaciente esperaba su turno para amarla entre los barrotes. A veces, al regresar del colegio, encontraba un perro atascado, al otro lado a Pelvina aullando y mis tíos, muertos de la risa, tratando de separarlos con manguerazos de agua fría. Después Margara ahogaba a las camadas de cachorros recién nacidos, tal como hacía con los gatos.
Un verano estábamos listos para partir de vacaciones, pero el viaje debió postergarse porque la perra estaba en celo y resultaba imposible llevarla en esas condiciones, en la playa no había forma de encerrarla y ya estaba demostrado que las pantaletas de goma son inútiles ante el ímpetu de una pasión verdadera. Tanto reclamó el Tata, que mi madre decidió venderla mediante un anuncio en el periódico: «fina perra bull–dog traída del extranjero, buen carácter, busca dueños cariñosos que sepan apreciarla». Nos explicó sus razones pero a nosotros nos pareció una infamia y dedujimos que si era capaz de desprenderse de Pelvina, lo mismo podía hacer con cualquiera de sus hijos. Suplicamos en vano; el sábado apareció una pareja interesada en adoptar a la perra.
Escondidos bajo la escalera vimos la sonrisa esperanzada de Margara cuando los condujo a la sala, esa mujer odiaba a la bestia tanto como a mí. Poco después mi madre salió en busca de Pelvina para presentarla a los potenciales compradores. Recorrió la casa de arriba abajo, antes de encontrarla en el baño, donde los niños la teníamos encerrada después de afeitarle y pintarle con mercurocromo partes del lomo. Con forcejeos y amenazas logró abrir la puerta, el animal salió disparado escalera abajo y de un salto se montó en el sofá donde estaban los clientes, quienes al ver las lacras lanzaron alaridos y dispararon atropellándose por llegar a la puerta antes que los alcanzara el contagio. Tres meses más tarde Margara debió eliminar media docena de perritos bastardos, mientras nosotros ardíamos de fiebre culpable. Poco después Pelvina murió misteriosamente, sospecho que Margara tuvo algo que ver con eso.
Ese mismo año me enteré en el colegio que los recién nacidos no llegan transportados por una cigüeña, sino que crecen como melones en la barriga de las madres, y que el Viejo Pascuero nunca existió, eran los padres quienes compraban los regalos de Navidad.
La primera parte de aquella revelación no me impactó porque no pensaba tener hijos todavía, pero la segunda fue devastadora. Me dispuse a pasar la Nochebuena en vela para descubrir la verdad, pero a pesar de mis esfuerzos acabó por vencerme el sueño.