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Atormentada por las dudas, había escrito una carta–trampa pidiendo lo imposible: otro perro, una multitud de amigos y varios juguetes. Al despertar por la mañana encontré una caja con frascos de témpera, pinceles y una nota astuta del miserable Viejo Pascuero, cuya caligrafía era sospechosamente parecida a la de mi madre, explicando que no me trajo lo pedido para enseñarme a ser menos codiciosa, pero en cambio me ofrecía las paredes de mi pieza para pintar el perro, los amigos y los juguetes. Miré a mi alrededor y vi que habían quitado los severos retratos antiguos y el lamentable Sagrado Corazón de

Jesús, y en el muro desnudo frente a mi cama descubrí una reproducción a color recortada de un libro de arte. El desencanto me dejó atónita por varios minutos, pero finalmente me repuse lo suficiente como para examinar esa imagen, que resultó ser una pintura de Marc Chagall. Al principio me parecieron sólo manchas anárquicas, pero pronto descubrí en el pequeño recorte de papel un asombroso universo de novias azules volando patas arriba, un pálido músico flotando entre un candelabro de siete brazos, una cabra roja y otros veleidosos personajes. Había tantos colores y objetos diferentes que necesité un buen rato para moverme en el maravilloso desorden de la composición. Ese cuadro tenía música: un tic–tac de reloj, gemido de violines, balidos de cabra, roce de alas, un murmullo inacabable de palabras. Tenía también olores: aroma de velas encendidas, de flores silvestres, de animal en celo, de ungüentos de mujer. Todo parecía envuelto en la nebulosa de un sueño feliz, por un lado la atmósfera era cálida como una tarde de siesta y por el otro se percibía la frescura de una noche en el campo. Yo era demasiado joven para analizar la pintura, pero recuerdo mi sorpresa y curiosidad, ese cuadro era una invitación al juego. Me pregunté fascinada cómo era posible pintar así, sin respeto alguno por las normas de composición y perspectiva que la profesora de arte intentaba inculcarme en el colegio. Si este Chagall puede hacer lo que le da la gana, yo también puedo, concluí, abriendo el primer frasco de témpera. Durante años pinté con libertad y gozo un complejo mural donde quedaron registrados los deseos, los miedos, las rabias, las preguntas de la infancia y el dolor de crecer. En un sitio de honor, en medio de una flora imposible y una fauna desquiciada, pinté la silueta de un muchacho de espaldas, como si estuviera mirando el mural. Era el retrato de Marc Chagall, de quien me había enamorado como sólo se enamoran los niños. En la época en que yo pintaba furiosamente las paredes de mi casa en Santiago, el objeto de mis amores tenía sesenta años más que yo, era célebre en todo el mundo, acababa de poner término a su larga viudez casándose en segundas nupcias y vivía en el corazón de París, pero la distancia y el tiempo son convenciones frágiles, yo creía que era un niño de mi edad y muchos años después, en abril de 1985, cuando Marc Chagall murió a los 93 años de eterna juventud, comprobé que en verdad lo era. Siempre fue el chiquillo imaginado por mí. Cuando nos fuimos de esa casa y me despedí del mural, mi madre me dio un cuaderno para registrar lo que antes pintaba: un cuaderno de anotar la vida. Toma, desahógate escribiendo, me dijo. Así lo hice entonces y así lo hago ahora en estas páginas. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Me sobra tiempo. Me sobra el futuro completo. Quiero dártelo, hija, porque has perdido el tuyo.

Aquí todos te llaman la niña, debe ser por tu cara de colegiala y ese pelo largo que las enfermeras trenzan. Le pidieron permiso a Ernesto para cortártelo, es muy engorroso mantenerlo limpio y desenredado, pero aún no lo han hecho, les da lástima, lo consideran tu mejor atributo de belleza porque aún no han visto tus ojos abiertos. Creo que están un poco enamoradas de tu marido, les conmueve tanto amor; lo ven inclinado sobre tu cama hablándote en susurros, como si pudieras oírlo, y quisieran ser amadas así.

Ernesto se quita el chaleco y te lo pasa por las manos inertes, toca, Paula, soy yo, dice, es el chaleco que prefieres ¿lo reconoces? Ha grabado mensajes secretos y te los deja puestos con audífonos, para que escuches su voz cuando estás sola; lleva un algodón impregnado en su colonia y lo coloca bajo tu almohada, para que su olor te acompañe. A las mujeres de nuestra familia el amor les llega como un vendaval, así le pasó a mi madre con el tío Ramón, a ti con Ernesto, a mí con Willie y supongo que les sucederá igual a las nietas y bisnietas que vendrán. Un día de Año Nuevo, cuando ya estaba viviendo con Willie en California, te llamé por teléfono para darte un abrazo a la distancia, comentar el

año viejo y preguntarte cuál era tu deseo para ese 1988 que comenzaba. Quiero un compañero, un amor como el que tú tienes ahora, me contestaste al punto. Habían pasado apenas cuarenta y ocho horas cuando me devolviste la llamada, eufórica.

— ¡Ya lo tengo, mamá! ¡Anoche conocí en una fiesta al hombre con quien me voy a casar! — y me contaste atropelladamente que desde el primer instante fue como una hoguera, se miraron, se reconocieron y tuvieron la certeza de ser el uno para el otro.

— No seas cursi, Paula. ¿Cómo puedes estar tan segura?

— Porque me dieron náuseas y tuve que irme. Por suerte él salió detrás de mí…

Una madre normal te hubiera advertido contra tales pasiones, pero yo no tengo autoridad moral para dar consejos de temperanza, de modo que siguió una de nuestras conversaciones típicas.

— Formidable, Paula. ¿Vas a vivir con él?

— Primero debo terminar mis estudios.

— ¿Piensas seguir estudiando?

— ¡No puedo dejar todo tirado!

— Bueno, si se trata del hombre de tu vida…

— Calma, vieja, acabo de conocerlo.

— Yo también acabo de conocer a Willie y ya ves donde estoy. La vida es corta, hija.

— Es más corta a tu edad que a la mía. Está bien, no haré el doctorado, pero al menos terminaré la maestría.

Y así fue. Concluiste tus estudios con honores y después partiste a vivir con Ernesto en Madrid, donde los dos encontraron empleo, él como ingeniero electrónico y tú como psicóloga voluntaria en un colegio, y poco después se casaron. En el primer aniversario de matrimonio tú estabas en coma y tu marido te llevó de regalo un cuento de amor que te susurró al oído arrodillado junto a ti, mientras las enfermeras observaban conmovidas y en la cama de al lado lloraba don Manuel.

¡Ah, el amor carnal! La primera vez que padecí un ataque fulminante fue a los once años. El tío Ramón había sido destinado en Bolivia de nuevo, pero esta vez llevó a mi madre y sus tres hijos. No habían podido casarse y el Gobierno no pagaba los gastos de esa familia ilegal, pero ellos hicieron oídos sordos a los chismes malintencionados y se empeñaron en sacar adelante esa difícil relación a pesar de los obstáculos formidables que debían salvar. Lo consiguieron plenamente y hoy, más de cuarenta años después, constituyen una pareja legendaria. La Paz es una ciudad extraordinaria, tan cerca del cielo y con el aire tan delgado que se pueden ver los ángeles al amanecer, el corazón está siempre a punto de reventar y la vista se pierde en la pureza agobiadora de sus paisajes. Cadenas de montañas y cerros morados, rocas y pincelazos de tierra en tonos de azafrán, púrpura y

bermellón, rodean la hondonada donde se extiende esa ciudad de contrastes.

Recuerdo calles estrechas subiendo y bajando como serpentinas, comercios míseros, buses destartalados, indios vestidos de lanas multicolores masticando eternamente una bola de hojas de coca con los dientes verdes. Centenares de iglesias con sus campanarios y sus patios donde se sentaban las indias a vender yucas secas y maíz morado junto a fetos disecados de llamas para emplastos de buena salud, mientras espantaban moscas y amamantaban a sus hijos.

El olor y los colores de La Paz se fijaron en mi memoria como parte del lento y doloroso despertar de la adolescencia. La ambigüedad de la niñez terminó en el momento preciso en que salimos de la casa de mi abuelo. La noche antes de partir me levanté sigilosamente, bajé la escalera con cuidado para que no crujieran los peldaños, recorrí la planta baja a oscuras y llegué hasta la cortina del salón, donde me aguardaba la Memé para decirme que dejara de lamentarme porque ella estaba dispuesta a irse de viaje conmigo, ya nada tenía que hacer en esa casa, que tomara su espejo de plata del escritorio del Tata y me lo llevara.