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Allí estaré de ahora en adelante, siempre contigo, agregó. Por primera vez me atreví a abrir la puerta cerrada del cuarto de mi abuelo. La luz de la calle se colaba a través de las rendijas de las persianas y mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad; vi su silueta inmóvil y su perfil austero, estaba de espaldas entre las sábanas, rígido e inmóvil como un cadáver en aquella habitación de muebles fúnebres donde el reloj de torre marcaba las tres de la mañana.

Exactamente así lo vería treinta años más tarde, cuando se me apareció en un sueño para revelarme el final de mi primera novela.

Sigilosamente recorrí el espacio hasta su escritorio, pasando tan cerca de su cama que pude percibir su soledad de viudo, y abrí uno a uno los cajones, aterrada de que despertara y me sorprendiera robando. Encontré el espejo con mango labrado junto a una caja de lata que no me atreví a tocar, lo cogí a dos manos y salí retrocediendo en punta de pies. A salvo en mi cama observe el cristal brillante donde tantas veces me habían dicho que de noche aparecen los demonios, y supongo que reflejó mi cara de diez años, redonda y pálida, pero en mi imaginación vi el rostro dulce de la Memé dándome las buenas noches. Al amanecer pinté por última vez en mi mural una mano escribiendo la palabra adiós. Ese día fue pleno de confusión, órdenes contradictorias, despedidas apresuradas y esfuerzos sobrehumanos para acomodar las maletas sobre el techo de los automóviles que nos conducirían al puerto para embarcarnos hacia el norte. El resto del viaje sería en un tren de trocha angosta que trepaba con lentitud de caracol milenario hacia las alturas bolivianas. Mi abuelo vestido de luto, con su bastón y su boina vasca, de pie junto a la puerta de la casa donde me crié, despidió mi infancia.

Los atardeceres de La Paz son como incendios astrales y en las noches sin luna se pueden ver todas las estrellas, incluso aquellas que murieron hace millones de años y las que nacerán mañana. A veces me tendía de espalda en el jardín a mirar esos cielos formidables y sentía un vértigo de muerte, caía y caía hacia el fondo.

Al regresar del colegio buscaba soledad y silencio en los senderos de ese gran jardín, donde encontraba escondites para mi cuaderno de anotar la vida y rincones secretos para

leer lejos del bullicio.

Asistíamos a una escuela mixta, hasta entonces mi único contacto con muchachos había sido con mis hermanos, pero ellos no contaban, aún hoy pienso que Pancho y Juan no tienen sexo, son como bacterias. En la primera clase de historia la profesora habló de las guerras de Chile contra Perú y Bolivia en el siglo diecinueve.

Había aprendido en mi país que los chilenos ganaron las batallas por su valor temerario y el patriotismo de sus jefes, pero en esa clase nos revelaron las brutalidades cometidas por mis compatriotas contra la población civil. Los soldados chilenos, drogados con una mezcla de aguardiente y pólvora, entraban a las ciudades ocupadas como hordas enloquecidas. Con bayoneta calada y cuchillos de matarifes ensartaban niños, abrían el vientre a las mujeres y mutilaban los genitales de los hombres. Levanté la mano dispuesta a defender el honor de nuestras Fuerzas Armadas, sin sospechar entonces de lo que son capaces, y me cayó una lluvia de proyectiles. La maestra me echó del salón y salí en medio de una silbatina feroz a cumplir castigo de pie en un rincón del pasillo con la cara contra la pared. Sujetando las lágrimas, para que nadie me viera humillada, rumié mi rabia durante tres cuartos de hora. En esos minutos decisivos mis hormonas, cuya existencia hasta entonces ignoraba, explotaron con la fuerza de una catástrofe volcánica; no exagero, ese mismo día tuve mi primera menstruación. En la esquina opuesta del pasillo, de pie contra el muro, cumplía también castigo un muchacho alto y flaco como una escoba, con el cuello largo, el cabello negro y enormes orejas protuberantes, que por detrás le daban un aire de ánfora griega.

No he vuelto a ver orejas más sensuales que aquellas. Fue amor al instante, me enamoré de sus orejas antes de verle la cara, con tal vehemencia, que en los meses siguientes se me arruinó el apetito y de tanto ayunar y suspirar caí con anemia. Este arrebato romántico estaba desprovisto de ideas sexuales; no relacioné lo sucedido en mi infancia en un bosque de pinos junto al mar con un pescador de manos calientes, con los prístinos sentimientos inspirados por esos apéndices extraordinarios. Padecí un enamoramiento casto, y por lo tanto mucho más devastador, que duró un par de años.

Recuerdo ese período en La Paz como una cadena interminable de fantasías en el umbroso jardín de la casa, de páginas ardientes escritas en mis cuadernos y de sueños cursis en los cuales el orejudo doncel me rescataba de las fauces de un dragón. Para colmo el colegio entero lo supo y por culpa de ese amor y de mi indisimulable condición de chilena me hicieron víctima de las burlas más abrumadoras. Fue un romance destinado al fracaso, el objeto de mi pasión me trató siempre con tanta indiferencia que llegué a pensar que en su presencia me tornaba invisible. Poco antes de partir definitivamente de Bolivia, estalló una pelea en el recreo y sin saber cómo terminé abrazada a mi amado, rodando por el polvo entre golpes, tirones de pelo y patadas. Era mucho más grande que yo y a pesar de que puse en práctica lo aprendido con mi abuelo en las tardes de lucha libre en el Teatro Caupolicán, me dejó machucada y con sangre de narices, sin embargo en un momento de furia ciega una de sus orejas quedó al alcance de mis dientes y pude darle un apasionado mordisco. Durante semanas anduve en las nubes. Es el encuentro más erótico de mi larga vida, mezcla del placer intenso del abrazo y el dolor no menos agudo de la golpiza. Con ese despertar masoquista a la lujuria otra mujer con menos suerte sería hoy víctima complaciente de los azotes de un sádico, pero tal como se me dieron las cosas, no he tenido ocasión de practicar ese tipo de abrazo nunca más.

Poco después nos despedimos de Bolivia y no volví a ver esas orejas. El tío Ramón partió en avión directamente hacia París y de allí al Líbano, mientras mi madre y los niños descendíamos en tren a un puerto en el norte de Chile, donde nos embarcamos rumbo a Génova en una nave italiana, luego en autobús a Roma y de allí en avión a Beirut. El viaje duró cerca de dos meses y creo que mi madre sobrevivió de milagro. Ocupábamos el último vagón del tren en compañía de un indio enigmático, que no hablaba palabra y permanecía siempre en cuclillas en el suelo junto a una estufa, masticando coca y rascándose los piojos, armado con un rifle arcaico. Día y noche sus ojillos oblicuos nos observaban con expresión impenetrable, no lo vimos dormir nunca; mi madre temía que en un descuido nos asesinara, a pesar de que le habían asegurado que estaba contratado para protegernos. El tren avanzaba tan lento por el desierto, entre dunas y minas de sal, que mis hermanos se bajaban y corrían al lado. Para molestar a mi madre se retrasaban, fingiéndose extenuados, y gritaban pidiendo socorro, porque el tren los dejaba atrás. En el buque Pancho se atrapó tan a menudo los dedos en las pesadas puertas de hierro, que al final sus aullidos a nadie conmovían, y Juan se perdió un día por varias horas. Jugando al escondite se quedó dormido en un camarote desocupado y no lo encontraron hasta que despertó con las sirenas del barco, cuando el capitán estaba a punto de detener la navegación y echar botes al agua para buscarlo, mientras a mi madre la sujetaban dos recios contramaestres para evitar que se zambullera en el Atlántico. Me enamoré de todos los marineros con una pasión casi tan violenta como la inspirada por el joven boliviano, pero supongo que ellos se prendaron de mi madre. Esos esbeltos jóvenes italianos me alborotaban la imaginación, pero no lograban mitigar mi vicio inconfesable de jugar a las muñecas.