Encerrada en el camarote las mecía, las bañaba, les daba biberón y les cantaba en voz baja para no ser sorprendida, mientras mis malvados hermanos me amenazaban con exhibirlas en la cubierta.
Cuando por último desembarcamos en Génova, Pancho y Juan, leales a toda prueba, llevaban cada uno bajo el brazo un sospechoso bulto envuelto en una toalla, mientras yo me despedía suspirando de los marineros de mis amores.
Vivimos en el Líbano tres años surrealistas que me sirvieron para aprender algo de francés y conocer buena parte de los países vecinos incluyendo Tierra Santa e Israel, que en la década de los cincuenta, tal como ahora, vivía en guerra permanente contra los árabes. Cruzar la frontera en automóvil, como hicimos varias veces, constituía una aventura peligrosa. Nos instalamos en un apartamento moderno, amplio y feo. Desde la terraza podíamos ver un mercado libre y la Gendarmería, que más tarde, cuando empezó la violencia, cumplieron papeles importantes. El tío Ramón destinó una pieza para el Consulado y colgó en el edificio el escudo y la bandera de Chile. Ninguna de mis nuevas amistades había oído hablar jamás de ese país, pensaban que yo venía más bien de la China. Por lo general en aquella época y en esa parte del mundo las muchachas permanecían recluidas en su casa y en el colegio hasta el día de su boda, si tenían la desdicha de casarse, momento en que cambiaban la prisión paterna por la del marido. Yo era tímida y vivía muy aislada, vi la primera película de Elvis Presley cuando él ya estaba gordo. Nuestra vida familiar se complicó, mi madre no se adaptaba a la cultura árabe, al clima caliente, ni al carácter autoritario del tío Ramón, sufría jaquecas, alergias y súbitas crisis nerviosas con alucinaciones; cierta vez tuvimos que preparar maletas para regresar a casa de mi abuelo en Santiago porque ella juraba que por el ventanuco del baño la espiaba un cura ortodoxo con todos sus paramentos litúrgicos. Mi padrastro echaba de
menos a sus hijos y tenía escaso contacto con ellos porque las comunicaciones con Chile sufrían atrasos de meses, lo cual contribuía a la sensación de habitar en el fin del mundo. La situación económica era muy apretada, el dinero se estiraba en laboriosas cuentas semanales y si sobraba algo íbamos al cine o a patinar en una cancha de hielo artificial, únicos lujos que podíamos permitirnos. Vivíamos con decencia, pero en un nivel diferente al de otros miembros del Cuerpo Diplomático y del círculo que frecuentábamos, entre quienes los clubes privados, los deportes de invierno, el teatro y las vacaciones en Suiza eran la norma. Mi madre se fabricó un vestido largo de seda que usaba para las recepciones de gala, lo transformaba de manera milagrosa con una cola de brocado, mangas de encaje o un lazo de terciopelo en la cintura, pero supongo que nadie se fijaba en su atuendo, sólo en su rostro. Se convirtió en una experta en ese arte supremo de mantener las apariencias sin dinero, preparaba platos baratos, los disimulaba con sofisticadas salsas de su invención y los servía en sus famosas bandejas de plata; se las arregló para que la sala y el comedor lucieran elegantes con los cuadros traídos de la casa de mi abuelo y tapices comprados a crédito en los muelles de Beirut, pero el resto era de gran modestia. El tío Ramón mantenía intacto su indoblegable optimismo. Con mi madre tenía demasiados problemas, a menudo me he preguntado qué los mantuvo juntos en ese tiempo y la única respuesta que se me ocurre es la tenacidad de una pasión nacida en la distancia, alimentada con cartas románticas y fortalecida por una verdadera montaña de inconvenientes. Son dos personas muy diferentes, no es raro que discutieran hasta la extenuación; algunas de sus peleas eran de tal magnitud que adquirían nombre propio y quedaban registradas en el anecdotario familiar. Admito que en ese tiempo nada hice por facilitarles la convivencia; cuando comprendí que ese padrastro había llegado a nuestras vidas para quedarse, le declaré una guerra sin cuartel.
Ahora me cuesta recordar los tiempos en que planeaba maneras atroces de darle muerte. No resultó fácil su papel, no sé cómo logró sacar adelante a esos tres chiquillos Allende que le cayeron en la vida.
Nunca lo llamamos papá, porque esa palabra nos traía malos recuerdos, pero se ganó el título de tío Ramón, símbolo de admiración y confianza. Hoy, a los setenta y cinco años, cientos de personas repartidas en cinco continentes, incluyendo algunos funcionarios del Gobierno y de la Academia Diplomática en Chile, lo llaman tío Ramón con los mismos sentimientos.
Con la idea de dar cierta continuidad a mi educación, fui enviada a un colegio inglés para niñas, cuyo objetivo era fortalecer el carácter mediante pruebas de rigor y disciplina, que a mí poca mella me hacían porque no en vano había sobrevivido incólume a los espantosos juegos bruscos. Que las alumnas memorizaran la Biblia constituía la meta de esa enseñanza: Deuteronomio capítulo cinco versículo tercero, ordenaba Miss Saint John, y debíamos recitarlo sin vacilar. Así aprendí algo de inglés y pulí hasta el ridículo el sentido estoico de la vida cuya semilla había sembrado mi abuelo en el caserón de las corrientes de aire. El idioma inglés y la resistencia ante la adversidad me han sido bastante útiles, la mayor parte de las otras destrezas que poseo me las enseñó el tío Ramón con su ejemplo y con unos métodos didácticos que la psicología moderna calificaría de brutales. Fue cónsul general en varios países árabes, con sede en Beirut, ciudad espléndida que entonces se consideraba el París del Medio Oriente, donde los camellos y los Cadillacs con parachoques de oro de los jeques obstaculizaban el tráfico, y las mujeres musulmanas, cubiertas por mantos negros con una mirilla a la altura de los ojos, compraban en el mercado codo a codo con las extranjeras escotadas. Los sábados algunas amas de casa
de la colonia norteamericana lavaban los automóviles en pantalones cortos y con un trozo de barriga al aire. Los hombres árabes, que rara vez veían mujeres sin velo, hacían penosos viajes en burro desde aldeas remotas para asistir al espectáculo de esas extranjeras semidesnudas. Se alquilaban sillas y se vendía café y dulces de almíbar a los mirones, instalados en hileras al otro lado de la calle.
En verano soportábamos un calor húmedo de baño turco, pero mi colegio se regía por las normas impuestas por la Reina Victoria en la brumosa Inglaterra de fines del siglo pasado. El uniforme era un sayo medieval de tela gruesa atado con tiras porque los botones se consideraban frívolos, zapatones de aspecto ortopédico y un sombrero de explorador calado hasta las cejas, capaz de bajar los humos al más arrogante. La comida constituía material didáctico que se usaba para templarnos el carácter; todos los días servían arroz blanco sin sal y dos veces por semana lo presentaban quemado; lunes, miércoles y viernes se acompañaba con legumbres, los martes con yogur y el jueves con hígado cocido. Me costó meses sobreponerme a las arcadas ante esos trozos de carne gris flotando en agua caliente, pero terminé por encontrarlos deliciosos y aguardaba el almuerzo de los jueves con ansiedad. Desde entonces soy capaz de digerir cualquier alimento, incluso comida inglesa.
Las alumnas provenían de diversas regiones y casi todas estaban internas. Shirley era la chica más bonita del colegio, aun con el sombrero del uniforme se veía bien; venía de la India, tenía el pelo negro–azul, se maquillaba los ojos con un polvo nacarado y caminaba con paso de gacela desafiando la ley de gravedad.
Encerradas en el baño me enseñó la danza del vientre, que de nada me ha servido hasta ahora porque nunca tuve valor suficiente para seducir a hombre alguno con esos menequeteos. Un día, cuando ella acababa de cumplir quince años, la retiraron del colegio y se la llevaron de vuelta a su país para casarla con un comerciante cincuentón, escogido por sus padres, a quien ella jamás había visto; lo conoció mediante una fotografía de estudio coloreada a mano. Elizabeth, mi mejor amiga, era un personaje de novela: huérfana, criada como sirvienta por sus hermanas que robaron su parte de la herencia paterna, cantaba como un ángel y hacía planes para escaparse a América. Treinta y cinco años más tarde nos encontramos en Canadá. Cumplió sus sueños de independencia, dirige una empresa propia, tiene casa de lujo, automóvil con teléfono, cuatro abrigos de piel y dos perros regalones, pero todavía llora cuando recuerda su juventud en Beirut. Mientras Elizabeth ahorraba centavos para huir al Nuevo Mundo y la hermosa Shirley cumplía su destino de novia por encargo, las demás estudiábamos la Biblia y comentábamos en susurros a un tal Elvis Presley, a quien nadie había visto ni escuchado cantar, pero decían que causaba estragos con su guitarra eléctrica y su revoltura de pelvis. Me movilizaba en el autobús del colegio, era la primera que recogía por la mañana y la última que dejaba por la tarde, pasaba horas dando vueltas por la ciudad, arreglo muy conveniente porque sentía pocos deseos de ir a la casa. De todos modos, tarde o temprano llegaba.