Que Dios guarde a su princesa, suspiró don Manuel.
A ti te cuento otras historias, hija.
Mi infancia fue un tiempo de miedos callados: terror de Margara, que me detestaba, de que apareciera mi padre a reclamarnos, de que mi madre muriera o se casara, del diablo, los juegos bruscos, las cosas que los hombres malos pueden hacer con las niñas. No se te ocurra subir al automóvil de un desconocido, no hables con nadie en la calle, no dejes que te toquen el cuerpo, no te acerques a los gitanos. Siempre me sentí diferente, desde que puedo recordarlo he estado marginada; no pertenecía realmente a mi familia, a mi medio social, a un grupo. Supongo que de ese sentimiento de soledad nacen las preguntas que
impulsan a escribir, en la búsqueda de respuestas se gestan los libros. El consuelo en los momentos de pánico fue el persistente espíritu de la Memé, que solía desprenderse de los pliegues de la cortina para acompañarme. El sótano era el oscuro vientre de la casa, lugar sellado y prohibido al cual me deslizaba por un ventanuco de ventilación. Me sentía bien en esa caverna olorosa a humedad, donde jugaba rompiendo tinieblas con una vela o con la misma linterna que usaba para leer de noche bajo las sábanas. Pasaba horas dedicada a juegos callados, lecturas clandestinas y esas complicadas ceremonias que inventan los niños solitarios. Había almacenado una buena provisión de velas robadas en la cocina y tenía una caja con trozos de pan y galletas para alimentar a los ratones. Nadie sospechaba de mis excursiones al fondo de la tierra, las empleadas atribuían los ruidos y las luces al fantasma de mi abuela y no se acercaban jamás por ese lado. El subterráneo consistía en dos cuartos amplios de techo bajo y suelo de tierra apisonada, donde quedaban expuestos los huesos de la casa, sus tripas de cañerías, su peluca de cables eléctricos; allí se amontonaban muebles rotos, colchones despanzurrados, pesadas maletas antiguas para viajes en barco que ya nadie recordaba. En un baúl metálico marcado con las iniciales de mi padre, encontré una colección de libros, fabulosa herencia que iluminó esos años de mi infancia: El tesoro de la juventud, Salgari, Shaw, Verne, Twain, Wilde, London y otros. Los supuse vedados porque pertenecían a ese T.A. de nombre impronunciable, no me atreví a sacarlos a la luz y, alumbrada por candiles, me los tragué con la voracidad que despiertan las cosas prohibidas, tal como años después leí a escondidas Las mil y una noches, aunque en realidad en esa casa no había libros censurados, nadie tenía tiempo para vigilar a los niños y mucho menos sus lecturas. A los nueve años me sumergí en las obras completas de Shakespeare, primer regalo del tío Ramón, una bella edición que repasé innumerables veces sin parar mientes en su calidad literaria, por el simple placer del chisme y la tragedia, es decir, por la misma razón que antes escuchaba los folletines de la radio y ahora escribo ficción.
Vivía cada cuento como si fuera mi propia vida, yo era cada uno de los personajes, sobre todo los villanos, mucho más atrayentes que los héroes virtuosos. La imaginación se me disparaba inevitablemente hacia la truculencia. Si leía sobre los pieles rojas que arrancaban el cuero cabelludo a sus enemigos, suponía que las víctimas quedaban vivas y continuaban sus luchas con apretados gorros de piel de bisonte para sujetarse los sesos que asomaban entre las fisuras del cráneo despellejado, y de allí a imaginar que las ideas también se les escapaban había un paso.
Dibujaba los personajes en cartulina, los recortaba y los sostenía con palitos, ése fue el comienzo de mis primeros intentos en el teatro. Les contaba cuentos a mis alelados hermanos, horribles historias de suspenso que llenaban sus días de terrores y sus noches de pesadillas, tal como después hice con mis hijos y con algunos hombres en la intimidad de la cama, donde una fábula bien contada suele tener un poderoso efecto afrodisiaco.
El tío Ramón tuvo una influencia fundamental en muchos aspectos de mi carácter, aunque en algunos casos me ha costado cuarenta años relacionar sus enseñanzas con mis reacciones. Poseía un Ford destartalado que compartía a medias con un amigo; él lo usaba lunes, miércoles, viernes y domingo por medio, y el otro lo tenía el resto del tiempo. Uno de esos domingos con automóvil, nos llevó con mis hermanos y mi madre al Open Door, un fundo en los alrededores de Santiago donde internaban a los locos mansos.
Conocía bien esos parajes porque en su juventud pasaba las vacaciones allí invitado por
unos parientes que administraban la parte agrícola del sanatorio. Entramos a barquinazos por un camino de tierra bordeado por grandes plátanos orientales formando una bóveda verde por encima de nuestras cabezas. A un lado quedaban los potreros y al otro los edificios rodeados de un huerto de árboles frutales, donde deambulaban unos cuantos dementes pacíficos vestidos con camisolas descoloridas, que acudieron a nuestro encuentro corriendo junto al coche y asomando las caras y las manos por las ventanillas entre gritos de bienvenida. Nos encogimos en el asiento espantados mientras el tío Ramón los saludaba por el nombre, algunos habían estado allí por muchos años y en los veranos de su juventud jugaba con ellos. Por un precio razonable negoció con el cuidador para que nos dejara entrar al huerto.
— Bájense, niños, los locos son buena gente–ordenó-. Pueden subirse a los árboles, comer todo lo que quieran y llenar este saco.
Somos inmensamente ricos.
No sé cómo consiguió que los internos del sanatorio nos ayudaran.
Pronto les perdimos el miedo y terminamos todos encaramados devorando damascos, chorreados de jugo, arrancándolos a manos llenas de las ramas para meterlos en la bolsa. Les dábamos un mordisco y si no nos parecían bien dulces los tirábamos y sacábamos otro, nos lanzábamos los damascos maduros, que nos reventaban encima en una verdadera orgía de fruta y de risa.
Comimos hasta la saciedad y después de despedirnos a besos de los orates emprendimos el regreso en el viejo Ford con la gran bolsa repleta, de la cual seguimos engullendo hasta que nos vencieron los calambres de barriga. Ese día tuve conciencia por primera vez de que la vida puede ser generosa. Jamás habría tenido una experiencia así con mi abuelo o con otro miembro de mi familia, que consideraban la escasez una bendición y la avaricia una virtud. De vez en cuando el Tata aparecía con una bandeja de pasteles, siempre medidos, uno para cada uno, nada faltaba y nada sobraba el dinero era sagrado y a los niños nos enseñaban desde temprano cuánto costaba ganarlo. Mi abuelo tenía fortuna, pero no lo sospeché hasta mucho después. El tío Ramón era pobre como un ratón de sacristía y tampoco lo supe entonces, porque se las arregló para enseñarnos a gozar de lo poco que tenía. En los momentos más duros de mi existencia, cuando me ha parecido que se cierran todas las puertas, el sabor de esos damascos me viene a la boca para consolarme con la idea de que la abundancia está al alcance de la mano, si uno sabe encontrarla.
Los recuerdos de mi niñez son dramáticos, como los de todo el mundo, supongo, porque las banalidades se pierden en el olvido, pero también puede deberse a mi tendencia a la tragedia. Dicen que el entorno geográfico determina el carácter. Vengo de un país muy bello, pero azotado por calamidades: sequía en verano, inundaciones en invierno, cuando se tapan las acequias y se mueren los indigentes de pulmonía; crecidas de los ríos al derretirse las nieves de las montañas y maremotos que con una sola ola trasladan barcos tierra adentro y los colocan en medio de las plazas; incendios y volcanes en erupción; pestes de mosca azul, caracol y hormigas; terremotos apocalípticos y un rosario ininterrumpido de temblores menores, a los cuales ya nadie da importancia; y si a la pobreza de la mitad de la población sumamos el aislamiento, hay material de sobra para un melodrama.