Выбрать главу

acercó el marisco a la nariz y me dijo que lo oliera, que ése era el olor del fondo del mar y de las mujeres cuando están calientes. Aspiré, primero con timidez y luego con fruición esa fragancia pesada de yodo y sal. Me explicó que el erizo sólo debe comerse cuando está vivo, de otro modo es veneno mortal, exprimió unas gotas de limón en el interior de la concha y me mostró cómo se movían las lenguas, heridas por el ácido.

Extrajo una con los dedos, echó la cabeza hacia atrás y la deslizó en su boca, un hilo de jugo oscuro chorreaba entre sus labios gruesos. Acepté probar, había visto a mi abuelo y a mis tíos vaciar las conchas en un tazón y devorarlos con cebolla y cilantro, y el pescador sacó otro pedazo y me lo puso en la boca, era suave y blando, pero también un poco áspero, como toalla mojada. El gusto y el olor no se parecen a nada, al principio me pareció repugnante, pero enseguida sentí palpitar la carne suculenta y se me llenó la boca de sabores distintos e inseparables. El hombre sacó de la concha uno a uno los trozos de carne rosada, comió algunos y me dio otros; después abrió el segundo erizo y dimos cuenta también de él, riéndonos, salpicando jugo, chupándonos los dedos mutuamente. Al final hurgó en el fondo sanguinolento de las conchas y retiró unas pequeñas arañas que se alimentan del marisco, son puro sabor concentrado. Colocó una en la punta de su lengua y esperó con la boca abierta que caminara hacia el interior, la aplastó contra el paladar y luego me mostró el bicho despachurrado antes de tragárselo. Cerré los ojos. Sentí sus dedos gruesos recorriendo el contorno de mis labios, la punta de la nariz y la barbilla, haciéndome cosquillas, abrí la boca y pronto sentí las patitas del cangrejo moviéndose, pero no pude controlar una arcada y lo escupí. Tonta, me dijo, al tiempo que atrapaba el animalejo entre las rocas y se lo comía. No te creo que tu muñeca hace pipí, a ver, muéstrame el hoyito. ¿Es hombre o mujer tu muñeca? ¡Cómo que no sabes! ¿Tiene pito o no tiene? Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas. El sol se volvió más caliente, la luz más lívida y el rugido del océano más abrumador, mientras bajo mi mano cobraba vida esa dureza de perdición. En ese instante la voz de Margara me llamó desde muy lejos, rompiendo el encantamiento. Atolondrado, el hombre se puso de pie y me dio un empujón, apartándome, tomó el garfio de mariscar y bajó saltando por las rocas hacia el mar. A medio camino se detuvo brevemente, se volvió y me señaló su bajo vientre. ¿Quieres ver lo que tengo aquí, quieres saber cómo hacen el papá y la mamá? Hacen como los perros, pero mucho mejor; espérame aquí mismo en la tarde, a la hora de la siesta, a eso de las cuatro, y nos vamos al bosque, donde nadie nos vea. Un instante después desapareció entre las olas. Puse la muñeca en el coche y partí de vuelta a la casa. Iba temblando.

Almorzábamos siempre en el patio de las hortensias, bajo el parrón, en torno a una mesa grande cubierta con manteles blancos.

Ese día estaba la familia completa celebrando la Navidad, había guirnaldas colgadas, ramas de pino sobre la mesa y platillos con nueces y frutas confitadas. Sirvieron los restos del pavo de la noche anterior, ensalada de lechuga y tomate, maíz tierno y un congrio gigantesco horneado con mantequilla y cebolla. Trajeron el pescado entero, con cola, una cabezota con ojos suplicantes y la piel intacta como un guante de plata manchada que mi madre retiró con un solo gesto, exponiendo la carne reluciente. Pasaban de mano en mano las jarras de vino blanco con duraznos y las bandejas con pan amasado, todavía

tibio. Como siempre, todos hablaban a gritos.

Mi abuelo, en mangas de camisa y con un sombrero de paja, era el único ajeno al alboroto, absorto en la tarea de quitar las semillas a un ají para rellenarlo con sal, a los pocos minutos conseguía un líquido salado y picante capaz de perforar cemento, que él bebía con deleite. En un extremo de la mesa estábamos los niños, cinco primos bulliciosos arrebatándonos los panes más dorados. Yo sentía aún el sabor de los erizos en la boca y pensaba solamente que a las cuatro de la tarde tenía una cita. Las empleadas habían preparado las habitaciones, aireadas y frescas, y después del almuerzo la familia se retiró a descansar. Los cinco primos compartíamos unas literas en la misma pieza, era difícil evadirse de la siesta porque el ojo tremebundo de Margara vigilaba, pero después de un rato hasta ella partió agotada a su pieza. Esperé que los otros chiquillos cayeran vencidos por el sueño y la casa se apaciguara, entonces me levanté sigilosa, me puse el delantal y las sandalias, escondí la muñeca debajo de la cama y salí. El piso de madera crujía con cada pisada, pero en esa casa todo sonaba: las tablas, las cañerías, el motor de la nevera y el de la bomba de agua, los ratones y el loro del Tata, que pasaba el verano insultándonos desde su percha.

El pescador me esperaba al final del paseo de la playa, vestido con un pantalón oscuro, una camisa blanca y zapatillas de goma.

Cuando me aproximé echó a caminar adelante y yo lo seguí sin decir palabra, como una sonámbula. Cruzamos la calle, nos metimos por un callejón y empezamos a trepar el cerro rumbo al bosque. Arriba no había casas, sólo pinos, eucaliptos y arbustos; el aire era fresco, casi frío, el sol apenas penetraba en la umbrosa bóveda verde. La intensa fragancia de los árboles y las matas salvajes de tomillo y yerbabuena se mezclaba con la otra que subía del mar.

Por el suelo cubierto de hojas podridas y agujas de pinos, corrían lagartijas verdes; esas patitas sigilosas, algún grito de pájaro y el rumor de las ramas agitadas por la brisa, eran los únicos sonidos perceptibles. Me tomó de la mano y me condujo bosque adentro, avanzamos rodeados de vegetación, no podía orientarme, no escuchaba el mar y me sentí perdida. Ya nadie nos veía. Tenía tanto miedo que no podía hablar, no me atrevía a soltarme de esa mano y echar a correr, sabía que él era mucho más fuerte y más rápido. No hables con desconocidos, no dejes que te toquen, si te tocan entre las piernas es pecado mortal y además quedas embarazada, te crece la barriga como un globo, más y más, hasta que explota y te mueres, la voz de Margara me machacaba horrendas advertencias. Sabía que estaba haciendo algo prohibido, pero no podía retroceder ni escapar, atrapada en mi propia curiosidad, una fascinación más poderosa que el terror. He sentido ese mismo vértigo mortal ante el peligro otras veces en mi vida y a menudo he cedido, porque no puedo resistir la urgencia de la aventura. En algunas ocasiones esa tentación me arruinó la vida, como en tiempos de la dictadura militar, y en otras me la enriqueció, como cuando conocí a Willie y el gusto por el riesgo me impulsó a seguirlo. Finalmente el pescador se detuvo. Aquí estamos bien, dijo, acomodando unas ramas para formar un lecho, tiéndete aquí, pon la cabeza en mi brazo para que no se te llene el pelo de hojas, así, quédate quieta, vamos a jugar a la mamá y al papá, dijo, con la respiración entrecortada, acezando, mientras su mano áspera me palpaba la cara y el cuello, bajaba por la pechera del delantal buscando los pezones infantiles, que al contacto se recogieron, acariciándome como nadie lo había hecho jamás, en mi familia nadie se toca. Sentía un sopor caliente disolviéndome los huesos y la voluntad, me invadió un pánico visceral y