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Al mes de casada me atacaron unos dolores agudos en el bajo vientre y de puro ignorante y atolondrada los atribuí a una enfermedad venérea. No sabía muy bien de qué se trataba, pero suponía que estaba relacionado con el sexo y por lo tanto con el matrimonio. No me atreví a hablarlo con Michael porque había aprendido en mi familia y en el colegio inglés que los temas relacionados con el cuerpo son de mal gusto; mucho menos podía acudir donde mi suegra en busca de consejo y mi madre estaba demasiado lejos, de modo que aguanté sin chistar hasta que apenas podía caminar. Un día, mientras empujaba con dificultad el carrito de las compras en el mercado, me encontré con la madre de la antigua novia de mi hermano, una señora suave y discreta a quien apenas conocía. Pancho andaba todavía tras las huellas del nuevo Mesías y su relación amorosa con la muchacha había sido temporalmente interrumpida, años después se casaría con ella dos veces y se divorciaría otras tantas. La buena señora me preguntó amablemente cómo estaba y antes que terminara de formular la frase me colgué de su cuello y le zampé sin preámbulos que me estaba muriendo de sífilis. Con una calma admirable me tomó del brazo, me condujo a una confitería cercana, pidió café con pasteles y luego me interrogó sobre los detalles de mi explosiva confesión. Dimos cuenta del último pedazo de torta y me llevó enseguida donde un médico amigo suyo, quien diagnosticó una infección en las vías urinarias, posiblemente provocada por las corrientes heladas de la casa colonial, me recetó cama y antibióticos y me despidió con una sonrisa burlona: la próxima vez que le dé sífilis no espere tanto, venga a verme antes, dijo. Ése fue el comienzo de una amistad incondicional con esa señora. Nos adoptamos mutuamente porque yo

necesitaba otra madre y ella tenía espacio libre en el corazón, pasó a llamarse Abuela Hilda y desde entonces ha cumplido su papel con lealtad.

Los hijos condicionaron mi existencia, desde que nacieron no he vuelto a pensar en términos individuales, soy parte de un trío inseparable. En una oportunidad, hace varios años, quise darle prioridad a un amante, pero no me resultó y al final renuncié a él para volver a mi familia. Éste es un tema que debemos hablar más adelante, Paula, ya está bueno de mantenerlo en silencio. Nunca se me ocurrió que la maternidad fuera optativa, la consideraba inevitable, como las estaciones. Supe de mis embarazos antes que fueran confirmados por la ciencia, apareciste en un sueño, tal como después se me reveló tu hermano Nicolás. No he perdido esa habilidad y ahora puedo adivinar los hijos de mi nuera, soñé a mi nieto Alejandro antes que sus padres sospecharan que lo habían engendrado y sé que la criatura que nacerá en primavera será una niña y se llamará Andrea, pero Nicolás y Celia todavía no me creen y están planeando un ecosonograma y haciendo listas de nombres. En el primer sueño tenías dos años y te llamabas Paula, eras una chiquilla delgada, de pelo oscuro, grandes ojos negros y una mirada lánguida, como la de los mártires en los vitrales medievales de algunas iglesias. Vestías un abrigo y un sombrero a cuadros, parecidos al clásico atuendo de Sherlock Holmes. En los meses siguientes engordé tanto, que una mañana me agaché a ponerme los zapatos y me fui de cabeza con los pies en el aire, la sandía en la barriga había rodado hacia mi garganta desviando el centro de gravedad que nunca más regresó a su posición original porque todavía ando a tropezones en el mundo. Ese tiempo que estuviste dentro de mí fue de felicidad perfecta, no he vuelto a sentirme tan bien acompañada. Aprendimos a comunicarnos en un lenguaje cifrado, supe cómo serías a lo largo de tu vida, te vi de siete, quince y veinte años, te vi con el pelo largo y la risa alegre y también vestida de bluyines y con traje de novia, pero nunca te soñé como estás ahora, respirando por un tubo en el cuello, inerte y sin conciencia. Pasaron más de nueve meses y como no tenías intención de abandonar la caverna tranquila donde estabas instalada, el médico decidió tomar medidas drásticas y me abrió la panza para traerte a la vida un 22 de octubre de 1963. La Abuela Hilda fue la única que estuvo a mi lado durante aquel trance, porque Michael cayó en cama afiebrado de nervios, mi mamá estaba en Suiza y no quise avisar a mis suegros hasta que todo hubiera pasado. Eras un bebé peludo con un cierto aire de armadillo, pero yo no te habría cambiado por ningún otro, por lo demás el vello se cayó pronto, dando paso a una niña delicada y hermosa, adornada con dos flamantes perlas en las orejas que mi madre insistió en regalarte, de acuerdo a una larga tradición familiar. Volví pronto al trabajo, pero nada volvió a ser como antes, la mitad de mi tiempo, mi atención y mi energía estaban siempre pendientes de ti, desarrollé antenas para adivinar tus necesidades aun a la distancia, iba a la oficina arrastrando los pies y buscaba pretextos para escapar, llegaba tarde, me iba temprano y me declaraba enferma para quedarme en casa. Verte crecer y descubrir el mundo me parecía mil veces más interesante que las Naciones Unidas y sus ambiciosos programas para mejorar la suerte del planeta; no veía las horas que Michael obtuviera su título de ingeniero y pudiera mantener a la familia, para quedarme contigo.

Entretanto mis suegros se habían trasladado a una casa amplia a una cuadra de la que estábamos construyendo nosotros, y se preparaban para dedicar el resto de sus días a mimarte. Tenían una idea ingenua de la vida porque no habían salido jamás del pequeño círculo donde permanecieron protegidos de las inclemencias, para ellos el futuro se presentaba benigno, tal como lo era para nosotros. Nada malo podía sucedernos si nada malo cometíamos. Yo estaba dispuesta a convertirme en esposa y madre ejemplar,

aunque no sabía muy bien cómo. Michael planeaba encontrar un buen trabajo en su profesión, vivir con comodidad, viajar un poco y mucho más tarde heredar la casa grande de sus padres, donde transcurriría su vejez rodeado de nietos, jugando al bridge y al golf con sus mismos amigos de siempre.

El Tata no soportó mucho tiempo el fastidio y la soledad de la playa. Debió renunciar a los baños de mar porque la temperatura glacial de la corriente de Humboldt le fosilizó los huesos, y a sus salidas a pescar, porque la refinería de petróleo liquidó los peces tanto de agua dulce como salada. Estaba cada vez más cojo y achacoso, pero permaneció fiel a su teoría de que las enfermedades son castigos naturales de la humanidad y los dolores se sienten menos si uno los ignora. Se mantenía en pie a punta de ginebra y aspirinas, que reemplazaron sus pastillas homeopáticas cuando dejaron de hacerle efecto. No era raro que así fuera, porque siendo niños mis hermanos y yo no podíamos resistir la tentación de ese antiguo botiquín de madera repleto de frasquitos misteriosos y no sólo nos comíamos sus homeopatías a puñados, sino que también las mezclábamos en los envases. El viejo dispuso de muchos meses de silencio para repasar sus recuerdos y concluyó que la vida es una buena vaina, y no hay que tener tanto miedo de dejarla. Nos olvidamos que de todos modos caminamos hacia la muerte, decía a menudo. El fantasma de la Memé se perdía en los vericuetos gélidos de esa casa construida para los placeres del verano, pero jamás para la ventolera y la lluvia del invierno.